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Lo que me pasa con
“Better Call Saul” no me pasa con ninguna otra serie del santoral cristiano:
que me deslumbra, y me llena de gozo, pero muchas veces no entiendo lo que me
cuenta. Supongo que ese es el milagro de la religión, tan parecido al milagro
del amor. Y yo vivo enamorado de “Better Call Saul”. El misterio y la
fascinación. Quizá si la entendiera del todo dejaría de interesarme y migraría
a otras costas para pasar la primavera.
La precuela de “Breaking
Bad” consigue que se pasen los minutos como palomitas de maíz. Pero me pierdo con
más frecuencia de la debida, incluso teniendo en cuenta mi edad, y mis ánimos
fluctuantes entre la placidez de quien dormita y la agitación de quien se
preocupa. Muchas veces no sé qué motivos empujan a los personajes más allá de
la trama básica de los abogados corruptos y los psicópatas mexicanos. Entre una
temporada y otra pasa demasiado tiempo, y Vince Gilligan y Peter Gould tampoco
se paran a explicar dos veces la misma cosa. En eso son como los maestros que
yo tenía en los Maristas, que jamás repasaban una lección. “El que no siga el
ritmo, que se joda, o que cambie de colegio”: ése era el lema pedagógico del
beato -ahora ya santo- Marcelino Champagnat.
Gilligan y Gould valoran
tanto la inteligencia de sus espectadores que a veces se pasan de listos y nos
creen más capaces de lo que somos. O quizá, simplemente, es que yo ya no pertenezco
a su grey. Que no estoy preparado para seguir series tan exigentes como esta,
que requieren una atención de feligrés y una memoria de elefante. Pero da
igual, ya digo: las cinco estrellas de cada temporada vienen pactadas en un
contrato confidencial. Solo por esos prólogos de cada episodio y por esos
ángulos imposibles de la cámara ya merecen la pena las sentadas en el sofá. Y
Jimmy, claro... Y su chica... ¿Que la
parte contratante de la primera parte ahora es la parte subcontratante de la
segunda parte? Qué más da. Después de todo, ya sabemos dónde termina todo esto:
en el principio de incertidumbre de Heisenberg.
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