La buena boda

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Si el otro día, en “Las noches de la luna llena”, una mujer afirmaba que ella nunca se enamoraría de alguien que no la correspondiera porque entendía que el amor solo existe si se retroalimenta, hoy, en otra película del mismo Eric Rohmer, otra mujer se enamora perdidamente de un hombre que -para decirlo llanamente- no le hace ni puñetero caso. Ni puto caso, como decíamos en mi barrio.

Estamos, pues, en el contrapunto exacto. En el tormento verdadero del amor, que es el amor unidireccional, el que no recibe respuesta satisfactoria de la persona amada. Solo cortesías y evasivas al teléfono. Un amor que no entra en “feedback”, como dicen ahora los ponentes en los cursillos. El amor que en el culo rebota y en tu cara explota, que también decíamos en el barrio.

La buena boda no es una boda real, sino la que Sabine, enamorada de Edmond tras solo un par de conversaciones, ya planea con todo lujo de detalles. Y no solo la boda, sino la vida marital, con ella convertida en un ama de casa tradicional, a contracorriente de los tiempos. Sus amigas se escandalizan, y la tachan de neoconservadora, de contraria el feminismo. Pero Sabine, en un argumento sorprendente, quizá más feminista que ninguna, les razona que lo mismo da ser esclava de un marido que de un empresario que la explote. Que la esclavitud es el destino último e insoslayable hasta que no llegue la revolución proletaria. O sea, que no habrá feminismo sin socialismo, y viceversa.

Sabine es una mujer extraña, ensimismada, ciega a las señales evidentes. Tiene, además, una amiga medio boba que la anima a perseverar cuando es obvio que el tal Edmond no está por la labor. Se dan todos los ingredientes necesarios para una tragedia morrocotuda si no fuera porque Sabine tiene una capacidad envidiable para engañarse a sí misma. Un ego más alto que la torre Eiffel, y más extenso que los viñedos de Burdeos. Capaz de construir todo tipo de castillos en el aire: los negativos y los positivos. Una desnortada de manual. Un caso clínico.