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El primer autista que
vimos en nuestra vida no era un autista, sino Dustin Hoffman, haciendo de tal. Dicen
que es injusto otorgar el Oscar a quien hace de tullido o de deficiente. De “persona
con capacidades diferentes”, como reza ahora el manual del buen ciudadano. Pero
es que Dustin Hoffman no “interpretaba” el papel de Raymond: él “era” Raymond. En
aquella gala no se premió una exactitud en los gestos, sino una conversión
espiritual. Una enajenación transitoria. Uno de aquellos milagros que se producían
en el viejo celuloide.
Hasta 1988 nadie sabía lo
que era un autista. No, al menos, en mi barrio, en mi círculo social. Nada se decía
de ellos en el currículum científico y humanístico de los hermanos Maristas. Bautista
sí, por san Juan Bautista, que nos lo metían hasta en la sopa. Pero así, sin la
“b”, nada de nada. Yo vi “Rain Man” en el cine Pasaje de León -del que me
acuerdo cada día cuando me pongo a escribir- y con 16 años ni siquiera sospechaba
que algún día me ganaría la vida educando precisamente a niños autistas, a
Raymonds pequeñitos. A Hoffmans todavía más bajitos que don Dustin.
Antes de empezar a
trabajar, en los estudios previos de la Universidad, ya nos explicaron que los
autistas de los colegios provinciales no iban a ser como Raymond Hoffman, o como
Dustin Babbitt. Su personaje no era un autista común, sino una excepción a la
regla. Más bien un idiot savant: un mezcla extraña -aunque muy real- de discapacidad
cognitiva e islotes de genialidad. “Hay 246 palillos, hay 246 palillos...”. Y
sí: en aquella época todavía decíamos “idiot savant”, una expresión que tras
varias remodelaciones académicas quedó finalmente en Síndrome de Savant, que
suena mejor a nuestros oídos.
En mi aula, a lo largo de
los años, he tenido alumnos más canónicos, más ceñidos a la definición del autismo.
La realidad, en su crudeza, supera a la ficción de la película.
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