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Anatomía de un instante

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A los militares, al final, les apaciguaron con dinero. Es una práctica muy eficaz que ya se usaba en tiempo de los romanos.

- ¿Cuánto cuesta tu patriotismo, tu españolía, tu huevada peluda dentro del calzoncillo? ¡Pues toma, como estos!

Así les dijeron desde el gobierno de la UCD -que apenas duró unos meses más tras el golpe de estado- y luego desde el gobierno de los socialistas, que ya eran ex socialistas por entonces y nos enteramos mucho después a fuerza de desengaños. 

En el colegio teníamos un conocido que era hijo de un capitán y pasó de la noche a la mañana de ser un purrela como nosotros a ser un burgués alejado de nuestros gustos: de pronto ya vestía con mejores ropas, y jugaba al tenis en el cuartel, y veraneaba en un apartamento que les concedía el Ministerio de Defensa a orillas del Mediterráneo. Su padre era un bocazas fascista que no volvió a proclamar en público sus desavenencias con la democracia. La democracia era una cosa inventada por los rojos que sin embargo le había sonreído con una lluvia de billetes.

Así fue como terminó todo: con un soborno. Los militares se retiraron a sus cuarteles de invierno y prometieron no volver a sacar los tanques a pasear. Solamente –se sobreentendía- si el Partido Comunista ganaba las elecciones o si los catalanes se escindían de la patria. La propaganda oficial, sin embargo, nos decía que los militares se habían convertido, o reconvertido, que sólo quedaban cuatro fachas nostálgicos y cuatro tarados belicosos. ¡Ya hablan inglés!, nos decían, como si hablar inglés te curara las veleidades.

El golpe de Tejero ya parecía una cosa ridícula de beneméritos bigotudos hasta que un día los comunistas gobernaron en coalición y los catalanes amagaron con convertirse en europeos de verdad. De pronto se oyó otra vez el ruido de sables y los milicos pidieron más dinero para dejar de entrechocarlos. En los cuarteles, mira tú, brotaron los fachas como setas. Estaban ahí. Siempre estuvieron ahí, vigilándonos. La patria es suya y solamente nos la prestan. Con condiciones. No me lo invento yo: lo decían en sus wasaps. 



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El 47

🌟🌟🌟


En La Pedanía no podemos quejarnos porque aquí llegan cuatro autobuses que nos unen con la civilización: el 2, el 5, el 6 y el 7. El servicio municipal llega justo hasta el número 7 y además hay una línea circular que recorre el perímetro de Ciudad Capital y que siempre transita vacía de viajeros. Son esos misterios de la administración competente, que lo mismo deniega líneas necesarias que pone otras donde nadie las pidió.

(Para llegar a tener un autobús con el número 47 estos territorios tendrían que multiplicar por siete su población, un objetivo utópico dado el cierre de las industrias y el tren de Mínima Velocidad que todavía nos une con la Meseta).

Los autobuses no llegan a La Pedanía porque aquí viva mucha gente, sino porque hace treinta años edificaron el Hospital Comarcal sobre una laguna donde vivían felices las ranas y las cigüeñas. Desconozco si antes de 1994 llegaban los autobuses municipales hasta aquí. Yo vine a vivir en el año 99 y me da pereza averiguarlo. Sea como sea, esto, desde luego, no es Torre Baró, con sus cuestas empinadas y su lejanía en la montaña, sino una planicie cortada a cuchillo por una línea recta y asfaltada. La logística, en el caso de La Pedanía, era prácticamente nula, pero tampoco creo que estas gentes hayan necesitado jamás el servicio municipal. No me imagino a ningún pedáneo autóctono secuestrando un autobús al grito de “¡A tomar por el culo!”.  

Aquí todo el mundo siempre ha tenido un coche -e incluso dos- y una moto, y un tractor, y una furgoneta, y hasta un quad para el hijo que nació medio tonto, y jamás he visto a uno de mis vecinos -los oriundos, digo, los que hablan esa mezcla de gallego y castellano que es el idioma de la tierra- coger un autobús para hacer nada en la capital. Los usuarios de los autobuses -dejando aparte a los que vienen y van del Hospital– somos los charnegos del lugar, los chavales semiautónomos, las viudas que nunca aprendieron a conducir y los tolais que dejamos la bici aparcada en el invierno porque aquí ir en bici -ni siquiera para recorrer 5 kms. escasos – es jugarse el pellejo en cada rotonda y en cada adelantamiento de los Fitipaldis.





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La casa

🌟🌟🌟

Si yo hubiera heredado una casa como ésta, en el pueblo perdido de la montaña, pasaría largas temporadas en ella y sólo me verían el pelo los que vinieran a visitarme. 

Para disfrutarla como se merece no le perdonaría a la vida ni un puente, ni una vacación, ni una ausencia injustificada. Allí sería feliz como un monje medieval que sólo tiene amantes los años bisiestos Y si la amante de turno me dijera que no le gusta la casa, pues mira: puerta. El mercado del amor está muy jodido, pero no tanto como el mercado inmobiliario.

Pero yo, ay, provengo del proletariado ramplón, de la estirpe de los desheredados. De mis antepasados rurales sólo me quedan estos genes imperfectos y esta cara de merluzo. En los pueblos de mis raíces todo se vendió o se malogró antes incluso de que yo naciera. En mi infancia jamás hubo una casa del pueblo a la que ir en vacaciones. En mi familia hubiéramos matado por tener una, y ya ves: los hijos de Antonio, en la película, huyen de la suya porque se aburren, porque sus mujeres prefieren la playa o sus maridos son más de viajar por países raros y presumir luego ante las amistades. Es imposible no odiarles. 

Todo el mundo me cae mal en esta película y no lo puedo remediar. Por ahí se me va la empatía y se me arruina el melodrama. Los hermanos Callejo lloran, ríen, se abrazan con mucha ternura, pero yo sólo contemplo a urbanitas caprichosos que traicionaron a su padre. Es como vivir en Etiopía y ver una película sobre alta cocina en Nueva York. Don Antonio tendría que haberlos desheredado para dejarme la casa a mí. Yo sí que se la hubiera valorado. Dios le da pan a quien no tiene dientes. 

Me he pasado toda la película imaginándome a la sombra de ese naranjo, leyendo los libros fundamentales con una concentración que sólo encontré una vez en la vida, en otra casa que tampoco era la mía. También es verdad que si yo tuviera una casa como ésta, aislada pero integrada en la civilización, mis vecinos de alrededor se pasarían todo el día con el chunda-chunda y todas las noches celebrando fiestas en el jardín. La mochufa, que diría Santiago Lorenzo. Yo atraigo la desgracia. Soy el Destructor de Mundos, como Galactus.




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