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La dolce vita

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En las películas del neorrealismo italiano, los trabajadores se ganaban el pan entre las ruinas de los bombardeos. Pero al fondo de los planos ya aparecían las primeras grúas de la reconstrucción, que es el negocio más lucrativo de cualquier posguerra civil o mundial. Federico Fellini, quizá cansado de ver tantas películas de ladrones de bicicletas y de mujeres obligadas a prostituirse, contó en La dolce vita cómo vivían los aristócratas que se forraban con la recalificación de los terrenos, y los burgueses que construían los bloques de pisos en los arrabales. 

    En el neorrealismo se follaba poco, y mal, porque la prioridad de la vida era conseguir un empleo, alquilar una covacha, y dar de comer a los hijos hambrientos. Los polvos eran tristones, casi protocolarios del sábado por la noche. Pero aquí, en La dolce vita, las clases pudientes se pasan las jornadas laborales y festivas -porque ellos no conocen esa distinción- jodiendo alegremente, en guateques que comienzan nada más terminar el reposo del anterior. En los pisos más caros de Roma, y en las mansiones más exclusivas de las colinas, los ricos de toda la vida, y los ricos que se van sumando a la fiesta, montan orgías a la antigua usanza de sus gloriosos antepasados: los romanos de la copa de vino y del racimo de uvas suspendido sobre la boca.

    Y allí en medio, ejerciendo como cronista de sociedad, pero metiendo cebolleta cuando puede, está Marcello Rubini, que se lo pasa en grande acostándose con las baronesas borrachas, con las ricachonas infieles, con las estrellas de cine deprimidas… Marcello apenas tiene tiempo de escribir sus artículos porque los saraos se suceden día y noche, ora en el Aventino ora en el Quirinal. Marcello, tan guapo, tan simpático cuando se baja las gafas de sol hasta la punta de la nariz, siempre tiene una mujer pendiente de sus favores sexuales. Sin embargo, para sorpresa de muchos espectadores,  Marcello no es feliz. En cada resaca de alcohol y sexo, él sueña con una vida distinta, doméstica, en la que hace feliz a su novia decente y escribe la novela del siglo que ahora no tiene tiempo para estructurar. Esa vida que nunca llega transcurre como un río subterráneo que él jamás explora porque en la superficie hay manantiales de sobra. De vivir desgarrado entre dos vidas incompatibles, prefiere, de momento, quedarse en el lado orgiástico de la verbena. Nos ha jodido.




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