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El secreto de la pirámide

🌟🌟🌟


Me acordaba. Han pasado 35 años, pero me acordaba. Son esos escaparates siempre iluminados de la memoria... Me acordaba de que al final de la peli, tras los títulos de crédito, cuando ya no quedaba nadie sentado y salíamos del cine comentando el efecto especial de la vidriera y lo guapa que era la chica protagonista, había otro re-final que te dejaba con cara de tonto y abría la puerta a una secuela que finalmente -creo- nunca se rodó.

Quiero decir que con ese final me quedé con más cara de tonto todavía, porque yo, con trece años -y las fotografías de entonces no me desmienten- aún la tenía más agudizada, la cara de tonto, que ya es decir; esa cosa como de empanado, como de autista con luces que siempre me acompañó. Muy lejos de la cara de listo del joven Sherlock Holmes, siempre tan vivaz y tan despierto

Yo era un tolai, sí, pero tenía muy buena memoria. Y eso me ayudaba mucho con los estudios y con el recuerdo de las cosas cinéfilas. Daba el pego tan bien como ahora, que me desenvuelvo entre los adultos con cierta solvencia, incluso con cierta fama de intelectual. Mi memoria, si la materia me interesa, sigue siendo prodigiosa a su modo estúpido y dislocado. Sobrevivo por asociaciones, por traer a colación cosas remotas, pero no por entender de verdad los asuntos primordiales. Ese es el secreto de mi pirámide. El secreto que me llevaré a la tumba egipcia cuando decida no enterrarme aquí, en La Pedanía, sino en las arenas del desierto, preservado de la humedad, para que los extraterrestres del futuro encuentren mi cuerpo más o menos momificado y me concedan una oportunidad de resurrección gracias al ADN conservado.

Mi mente es como un bazar chino desordenado; como un puesto en el rastro de cachivaches curiosos pero inservibles. Mi memoria jamás se ha quedado con nada útil que me ayude a guiarme. En eso soy más lerdo que las amebas, o que los gusanos nematodos, que al menos esquivan lo que una vez les produjo un dolor o un calambrazo. El hombre -ya lo decían los sabios griegos- es el animal que tropieza dos veces con la misma piedra, o con la misma pirámide, e incluso tres, las que sean menester.  




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La cortina de humo

🌟🌟🌟🌟


Ahora que estamos en guerra contra Rusia -estamos en la OTAN, al fin y al cabo- convenía volver a ver “La cortina de humo”. En ella se explica que las guerras también se azuzan, se prefabrican... Incluso se inventan. Que intervenidas por el poder pueden convertirse en un espectáculo sin contexto, ya solo para el telediario. Un reality show con decorados naturales y víctimas destripadas que conmueve a los votantes y cambia el signo de los gobiernos.

La invasión de Ucrania no es desde luego una realidad inventada, pero conviene no hacer mucho caso de lo que cuentan los periodistas. Ya digo que somos parte interesada, aunque de momento no beligerante. (¿Enviar armas no es otro modo de beligerancia...?) Nuestros medios de comunicación están intervenidos por el gran capital, y el gran capital, ahora mismo, por unos cálculos secretos e inextricables, prefiere que Rusia sea su enemigo, y no como antes, que se acostaba con ella en las reuniones del G8 con muchas promesas de enamorados.

Para informarme de la guerra pongo el telediario de vez en cuando, leo las principales cabeceras, escucho los noticieros de la radio... Y tengo la impresión de que me cuentan sola una parte de la verdad. Y que la parte que me enseñan tampoco viene limpia del todo. En esta cadena de suministros las noticias pasan por demasiadas manos antes de llegar a mis entendederas. Hay muchos intereses en juego. En la película sólo están Robert de Niro y Dustin Hoffman haciendo de intermediarios entre la guerra inventada y el público norteamericano. Pero aquí, en la penúltima guerra europea, hay empresarios de la electricidad, inversores del petróleo, generales de la OTAN, fabricantes de armas, gobiernos nacionales, dueños de imperios televisivos... Estrategias electorales ¿Qué nos queda, al llegar a destino, de la matanza original, del bombardeo indiscriminado, del afán imperialista de Vladimir Putin? A saber. Nadie se para nunca explicar la geopolítica del asunto y eso ya es bastante sospechoso. Todo es emotivo y amigdalítico. No se trata de que opinemos, sino de “crear un estado de opinión”.





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Rain Man

 🌟🌟🌟🌟


El primer autista que vimos en nuestra vida no era un autista, sino Dustin Hoffman, haciendo de tal. Dicen que es injusto otorgar el Oscar a quien hace de tullido o de deficiente. De “persona con capacidades diferentes”, como reza ahora el manual del buen ciudadano. Pero es que Dustin Hoffman no “interpretaba” el papel de Raymond: él “era” Raymond. En aquella gala no se premió una exactitud en los gestos, sino una conversión espiritual. Una enajenación transitoria. Uno de aquellos milagros que se producían en el viejo celuloide.

Hasta 1988 nadie sabía lo que era un autista. No, al menos, en mi barrio, en mi círculo social. Nada se decía de ellos en el currículum científico y humanístico de los hermanos Maristas. Bautista sí, por san Juan Bautista, que nos lo metían hasta en la sopa. Pero así, sin la “b”, nada de nada. Yo vi “Rain Man” en el cine Pasaje de León -del que me acuerdo cada día cuando me pongo a escribir- y con 16 años ni siquiera sospechaba que algún día me ganaría la vida educando precisamente a niños autistas, a Raymonds pequeñitos. A Hoffmans todavía más bajitos que don Dustin.

Antes de empezar a trabajar, en los estudios previos de la Universidad, ya nos explicaron que los autistas de los colegios provinciales no iban a ser como Raymond Hoffman, o como Dustin Babbitt. Su personaje no era un autista común, sino una excepción a la regla. Más bien un idiot savant: un mezcla extraña -aunque muy real- de discapacidad cognitiva e islotes de genialidad. “Hay 246 palillos, hay 246 palillos...”. Y sí: en aquella época todavía decíamos “idiot savant”, una expresión que tras varias remodelaciones académicas quedó finalmente en Síndrome de Savant, que suena mejor a nuestros oídos.

En mi aula, a lo largo de los años, he tenido alumnos más canónicos, más ceñidos a la definición del autismo. La realidad, en su crudeza, supera a la ficción de la película.



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Paterno

🌟🌟

Lo bueno que tienen todas las películas en las que sale Al Pacino es que sale, precisamente, Al Pacino. Luego, si la película es buena, pues de puta madre, miel sobre hojuelas; pero si sale mala, como Paterno, y uno siente la tentación de bajarse a medio metraje, queda el aliciente de su presencia, de su jeto arrugado, de su voz cascada: la original, cuando se puede, o la del doblaje, si no hay otro remedio, que también es un icono de nuestra cultura.

    La biología, que es una hija de puta concienzuda, nos va a dejar sin Al Pacino dentro de pocos años, Lo matará, o lo demenciará, o lo confinará en su mansión con piscina. Y aunque lo tenemos inmortalizado en nuestra videoteca, en un puñado de películas imprescindibles, siempre es un consuelo saber que el viejo Al sigue por ahí, trabajando, alquilando su prestigio, como si fuera un tío lejano que vive en Nueva York al que llamamos de vez en cuando para saber que sigue bien, y que todavía no vamos a heredar.

    Paterno, la verdad, olía a rollo a distancia, a sobremesa de cadena privada, por mucho que viniera avalado por la HBO -que ahora está un poco decadente- y por Barry Levinson -que se ha refugiado en la pequeña pantalla- y por Riley Keough, la chica de The Girlfriend Experience, que nos la han puesto de reclamo sexual y no se apea el jersey en toda la película. "Me temía que era una majadería... y confirmado", dice Carlos Boyero en la promo que utilizan para su espacio en la cadena SER. Y yo digo lo mismo, respecto a Paterno. Pero claro: al final te dejas liar, porque sale Pacino, y porque el mundo del deporte siempre es tentador aunque se trate de fútbol americano. Y porque lees la sinopsis y te piensas que esto va a ser como Spotlight pero ambientado en el mundillo de los vestuarios, que es el segundo espacio más propicio para el abuso infantil después de las sacristías. 

    Pero Paterno, ay, está a años-luz de Spotlight, que era una obra maestra sobre la investigación periodística. Aquí todo es confuso, acartonado, aburrido hasta el bostezo. Y es muy posible, incluso, que esté hecho así adrede, para respetar -hasta donde deje la decencia- la figura de Joe Paterno, el mítico manager de Penn State que supo de las debilidades de su asistente pero no denunció a tiempo, o no denunció lo suficiente, o no lo hizo gritando. A true and a sad story.




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