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Gosford Park

🌟🌟🌟

Gosford Park es una película que pone a prueba la inteligencia de los espectadores vulgares. Y yo, que soy uno de ellos, confieso que he naufragado en este mar proceloso de los cien personajes que se reúnen en la mansión a tomar el té y cazar la perdiz. Tan ocupado estaba en resolver el puzle de los parentescos putativos y las relaciones extramatrionales, que no he podido admirar los movimientos maestros de la cámara, ni las composiciones pictóricas del plano, que decían los críticos de la época. Donde otros fueron capaces de apreciar la percepción áurea de la toma y la segunda intención de los diálogos, yo, menguadico de entendederas, bastante tengo con recordar los nombres de los personajes, y trazar las líneas imaginarias que los unen con sus maridos y mujeres, amantes y sirvientes. Un lío morrocotudo que Robert Altman tampoco hace mucho esfuerzo por desenredar, la verdad, quizá porque prefiere quedarse con un puñado de espectadores exigentes, y no con una tropa de cinéfilos de tres al cuarto que no valoran sus osadías.



        Las películas como Gosford Park me causan una pequeña depresión, porque uno, aunque se sabe limitado, siente una punzada en el orgullo cuando tal limitación es puesta a prueba, y sobrepasada por las circunstancias. No es lo mismo saberse tonto que ser llamado tonto a la cara. Esta vez, sin embargo, he contado con el consuelo de mi señora madre, que anda de visita por estos pagos, y que alentada por la magnificencia de la campiña británica se ha apuntado a la sesión nocturna del sofá. 

    Cada vez que me perdía en los laberintos, yo, de reojo, escrutaba su rostro para descubrir un atisbo de inteligencia, pero sus ojos, fijos en la pantalla, brillaban con el mismo deslucimiento que los míos. Era obvio que andaba tan perdida como yo, y que seguramente, cuando yo no la miraba, me buscaba con la misma tribulación del espíritu. Me queda, pues, el consuelo de la genética. Yo no soy tonto, como decía Homer Simpson de su gordura: es el metabolismo. Un gen de más o de menos que me niega la proteína adecuada para comprender estos fárragos y otros parecidos. O eso, o que nosotros, mi madre y yo, como en el cuento de Andersen, hemos señalado al emperador desnudo.


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Closer

🌟🌟🌟

Y de pronto, en la tarde invernal del domingo, en la melancolía que se presenta puntualmente cada siete días a tomar el café y las pastas, siento la pulsión irrefrenable de ver a Natalie Portman en mi televisor. Siento la necesidad acuciante de perderme en su hermosura, y esconderme del mundo para que tarden mucho tiempo en encontrarme. Sin salir de la habitación voy a fugarme muy lejos, a un país lejano y utópico en el que Natalie me dice sí, que all right, para ir juntos de la mano y pintar la vida de colorines. Yo enamorado, y ella conformada con su destino, como en los anuncios cursis de la televisión, como en la vida extremadamente feliz de las películas tontainas. 


            Enciendo los aparatos y descubro que los buenos dioses, en un acto milagroso y benevolente han guardado Closer para mi solaz en el disco duro. Tienen que haber sido ellos, porque yo no recuerdo haber saqueado esta película en ninguna razia bucanera. Me habrán guiado en un momento de somnolencia, de inconsciencia, en previsión de este momento fatídico que siempre termina por llegar.  Aunque Natalie Portman es en Closer actriz principal y mujer guapísima, el recuerdo que tengo de la película es el de una nadería sin sustancia, el de una supina gilipollez que cuenta como dos pijos y dos pijas de la City londinense se aman y se desaman con diálogos absurdos y argumentos para besugos: "No me dejas entrar en tu amor", "Me consume la soledad de no tenerte", "Necesito tu corazón para llenar mi vacío", y tonterías parecidas a éstas, que sólo se escuchan en las novelas pedantes, en los culebrones sudamericanos. Y a veces, también, cuando me dejo llevar por la impostura literaria, en algunos rincones muy vergonzosos de este diario.


            Como he llegado a Closer cegado por el deseo de reencontrar a Natalie, aparco mis dudas y me dejo llevar por  la inercia de mi carrera hasta el punto kilométrico de la media hora. Es ahí donde de pronto me paro, fatigado ya de seguir tanta conversación estúpida. La belleza de Natalie Portman no basta para reflotar este barco que naufraga haciendo glu-glú.



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