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La roca

🌟🌟🌟


Ya apetecía, la verdad, después de ver tanta película posmoderna, dejarse llevar por una trama prehistórica de hombres empoderados. Recordar los viejos tiempos del patriarcado ahora que todo es demolición del Antiguo Testamento y cruzada cultural contra la testosterona. Menos mal que existen las filmotecas, las videotecas, las plataformas... El emule. Museos arqueológicos para recordar cómo eran aquellos tiempos del cine hecho para hombres muy hombres, y para mujeres a medio concienciar que caían prendadas de sus bodies.

Porque además, en “La roca”, los hombres están empoderados de cojones: uno es presidente de Estados Unidos, otro es asesor presidencial, otro general en el Pentágono y otro general rebelde en Alcatraz. Y luego están los dos héroes, el doctor Cage y el señor Connery, el primero un agente del FBI y el segundo un espía al servicio del MI6. La pera limonera. Lo mejor en versión XY de cada casa. Y el arsenal que manejan, claro, porque en “La roca” el que no tiene un fusil ametrallador amenaza con un misil cargado de veneno o pilota un avión de combate de mil millones de dólares. Es casi una película porno, todo el rato sacándose el símbolo fálico a ver quién la tiene más grande y consigue el primer turno para preñar. 

“La roca”, por supuesto, suspende sobradamente el test de Bechdel. Sólo cumple un ítem de los tres. Un 33% de feminismo. Y me parece mucho para lo visto en pantalla. ¿Personajes femeninos? Pues tres: la hija de Sean Connery -que solo aparece en una escena-, una amiga que la acompaña y que luego no dice ni mu, y, por el otro lado de la trama, la novia de Nicolas Cage, que tras un primer polvo inicial se dedica a esperar que su guerrero vuelva de la batalla para consumar el matrimonio y la crianza del hijo que ya esperan. Ya digo que es cine de antes, y que se disfruta con mucha culpabilidad en el par 23 de los cromosomas. 

Siguiendo el test de Bechdel, no hay mujeres sosteniendo una conversación entre ellas, y sospecho, además, que si hubieran llegado a entablarla, el tema central habrían sido los maridos o los amantes, que con tanto tiro y tanta hostia ya no iban a llegar a tiempo para cenar. 






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Fuga en Dannemora

🌟🌟🌟🌟

He recomendado Fuga en Dannemora a varias personas durante estas pasadas Navidades, porque en Navidades uno se encuentra con gente que no ha visto en mucho tiempo, cuñados de las islas, o amigos de la infancia, y la vida personal  da para rellenar, como mucho, un café apresurado, entre lo que uno resume y lo que uno calla por pudor. Las series de televisión son el tema de moda, el pegamento social, la no-conversación que da que hablar a los ciudadanos que despachan los meteoros del tiempo en dos simples pinceladas: pues hace frío, es que es invierno, claro, y tal... Y digo no-conversación porque en realidad, lo de las series casi siempre es un monólogo cruzado: “tendrías que ver”, y “tendrías que ver tú”, y salvo dos o tres coincidencias en el mainstream más básico, nadie ve en realidad las mismas cosas, de tantas como hay, y de tan distintos como somos todos. Sólo en los foros de internet encuentra uno del consuelo de la coincidencia, del desbarre, del análisis detallado, como cuando éramos niños y todos veíamos las mismas series en TVE 1 por la noche, después de cenar, y a la mañana siguiente las destripábamos en la cola del patio, o en las tertulias del recreo.

    En este monólogo de ficciones navideñas me he liado varias veces con lo de Fuga en Dannemora, porqie a veces la he recomendado con doble n, correctamente, pero otras con doble mm, Dammenora, o incluso con mn, Damnemora. Lo peor es que yo me daba cuenta de la trabucación, y trataba de corregir sobre la marcha, y mis interlocutores, educados pero perplejos, pensaban que menuda recomendación de mierda, la mía, si ni siquiera era capaz de pronunciar el nombre de la serie.

    Dannemora, coño, finalmente, que no me salía, que es un pueblo perdido en el estado de Nueva York donde una cárcel de alta seguridad ocupa más o menos la mitad de los antiguos barbechos de los colonos. Una cárcel para tipos muy peligrosos que en realidad se limita a poner unos muros de hormigón muy gordos y deja que sus funcionarios se dediquen al trapicheo y a la molicie, e incluso al intercambio sexual con los reclusos. Una chapuza de alta seguridad que parecería sacada de los tebeos de Mortadelo y Filemón si no fuera porque los hechos son reales, casi de ayer mismo, y estos tipos que tratan de fugarse, y esa funcionaria que les ayuda, son bastante tenebrosos y dan más miedo que risa, la verdad.





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En tierra hostil


🌟🌟🌟🌟

Yo, que soy nacido y criado en León, también vivo en tierra hostil, en el Bierzo, la comarca que reniega del escudo leonino. Las gentes de aquí son leonesas porque lo pone en el DNI, y porque a veces tienen que arreglar asuntos en la capital. Aquí todo es verde, y ondulado, y tiene acento gallego, y en mi patria todo es ocre, y allanado, y hablamos un castellano muy apreciado por el telemarkéting. Aquí comen pulpo, y no bacalao, asan castañas, y no chorizos, y matan por una empanada, y no por unas sopas de ajo. Es otra cultura, otro paisaje, un extrañamiento secular de puertos nevados. Y cuando los bercianos van a la playa,  o a la universidad, o al médico importante que les hará un segundo diagnóstico, cruzan los otros montes para irse a Galicia, que es su deriva natural, su comunidad más verdadera.


    Vivo en tierra hostil, sí, y además sólo quedan dos días para el Ponferradina - Cultural, que es el derbi provincial, el duelo de la máxima, que decían los antiguos locutores. Entro en las tiendas del barrio y todo está engalanado con bufandas de la Ponfe, camisetas blanquiazules, banderas del orgullo berciano... Los que saben de mi origen foráneo, cazurro, del otro lado del Manzanal, me lanzan unas puyas simpaticonas: forastero, cazurro, "invasor", os vamos a meter una manita que os vais a enterar, leonés, a ver dónde te escondes el lunes por la mañana para que no te encontremos y tal. Y yo, que no soy artificiero del ejército yanqui, pero sí llevo un chaleco antipalabras para que me reboten los alfileres, les sonrío con ironía, y les digo que menos lobos, y que un respeto, que yo soy de la capital y ellos del extrarradio provincial, y gilipolleces por el estilo mientras te cobran el pan, o te sirven el café, como de barón encastillado que ha bajado a la aldea para mezclarse con el populacho. Nos descojonamos de la risa, claro, los unos y los otros, pero eso es porque aquí no hay petróleo en el subsuelo.





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Doce monos

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Como ya sucediera en Brazil, el artificio barroco de Doce Monos sólo es el envoltorio que utiliza Terry Gilliam para contar una historia de amor. Doce Monos -con sus viajes en el tiempo, su humanidad arrasada, sus gadgets de Mortadelo y Filemón- sólo es una película de ciencia-ficción en apariencia. Gilliam, por debajo de esa creatividad desbordada, de esa fama de ex miembro pirado de los Monty Python, no es más que un romántico incurable que esconde sus sentimientos bajo toneladas de cacharros y de efectos especiales. Un tímido que se pondría rojo como un tomate rodando directamente una comedia romántica, o una pasión amorosa de las que anegan los ojos y mojan las camas, o viceversa.

    De todos modos, los amoríos que ocupan a Terry Gilliam son de un tipo muy raro, altamente infrecuente. Son esos amores que uno crea en la imaginación y luego sueña continuamente en la profundidad de la noche, o en el marasmo del día, como una obsesión enfermiza. Ectoplasmas bellísimos y sonrientes que de pronto, por el azar de un milagro -como le sucedía a Jonathan Pryce en Brazil- o por el capricho de una paradoja temporal -como les sucede a Bruce Willis en Doce Monos- se vuelven reales y tangibles, y uno no termina de creérselos del todo hasta que la realidad de la carne se impone con un beso o con un bofetón.

    Cuando en Doce monos el viajero del futuro y la psiquiatra del presente cruzan sus miradas por primera vez, no pueden evitar un primer conato de atracción, pero también, surgida de la galería de los sueños como una voluta de humo, una extraña sensación de reconocimiento. Un déjà vu que la doctora, tan racional, tan formada en su materia de trastornados, achacará a la fiebre primeriza de todo enamorado. Porque ella todavía no sabe -como sí sabe el viajero del tiempo- que ellos ya se conocían de mucho antes, de otra línea temporal aún más fantástica que los sueños...


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