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El imperio de la luz

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Me habían vendido -o quise comprar- que “El imperio de la luz” era una película sobre un cine similar al cine Pasaje de mi infancia, con su pantalla galáctica y sus butacones, sus porteros y sus acomodadores. El proyeccionista en la cabina y la fila para los mancos. Una historia sobre su gloria, su decadencia, su asesinato a manos de un centro comercial amparado por la ley. 

Y así empieza, de hecho, la película, siguiendo a los trabajadores que lo ponen todo en marcha antes de abrir las puertas para que los cinéfilos, los aburridos, los que van a pasar el rato o a buscar el sentido de su vida, traspasen la puerta de esa quinta dimensión. Porque está el espacio-tiempo por un lado y el cine por el otro, que es una experiencia distinta y aún no descrita por las ecuaciones. 

En esos prolegómenos yo siento una nostalgia que tiene muy poco de bonita y sí mucho de paraíso perdido. Mi padre era el portero de aquel cine de León que ya no existe, suplantado por un DIA, y yo era el hijo que entraba gratis a las sesiones, y subía a la cabina como el niño de “Cinema Paradiso”, y levantaba las butacas al finalizar la proyección para entregar los objetos perdidos y meterme en el bolsillo las monedas caídas -por las posturas, por los sobresaltos, por los escarceos sexuales- que nunca se devolvían. Porque las monedas pertenecían todas al rey, o a Franco, que eran los sátrapas que ponían su jeta para marcarlas. Y a esos, por mis muertos, y por orden soviética de mi padre, no se les devolvían ni los buenos días. 

Pero esto, ya digo, es solo el principio. Una vez presentado el cine físico -que luego ya no es más que decorado- lo que queda son las aventurillas de sus trabajadores, que están más vistas que el TBO o producen vergüenza ajena. La prota es una esquizofrénica a la que el cine no le conviene mucho como terapia. Porque yo, al menos, sé dónde empieza la realidad y donde termina la ficción, aunque a veces las fronteras sean difusas y problemáticas. Pero esta mujer ha encontrado en el cine la disociación de su disociación, y así ya son cuatro, y no dos, las personalidades que ha de enfrentar Olivia Colman con su oficio de disociarse. 




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