El candidato
Scoop
🌟🌟🌟
Lo que le ocurre al personaje de Scarlett Johansson en Scoop
es un conflicto clásico, de amígdala enfrentada a lóbulo temporal. El instinto
y la razón; la emoción y el pensamiento. La jodienda y el cálculo. La
neurología moderna habla mucho de todo esto... Los seres humanos -y las seras
humanas, para que no se enfade doña Irene- sufrimos esta maldición del cerebro
escindido, medio esquizofrénico, que sufre torzones continuos y vaivenes de
mareo. Por eso la naturaleza, para remendar un poco su chapuza, fabricó el
cerebro con un tejido esponjoso y medio elástico, para que no se rasgara en las
contradicciones de la voluntad, que tiran de él como caballos desbocados en
distintas direcciones.
En Scoop, la señorita Johansson sospecha que ese dandy
tan guapo es un serial killer de tomo y lomo, y para demostrarlo, y estar lo
más cerca posible de las pruebas del delito, no se le ocurre otra cosa que acostarse
con él una noche de verano. La pasión y el peligro a cambio del prestigio
profesional, del reconocimiento eterno de intrépida reportera. La adrenalina
desbocada... Lo que no entraba en sus planes era enamorarse de quien podría
asesinarla en cualquier momento. Scarlett se confiesa con su amiga, con el
mago, consulta con varios psicólogos fuera de pantalla. No se entiende a sí
misma. El peligro de morir no mete miedo en su libido desbordada, que puede con
cualquier muro, con cualquier fortificación, como un tsunami que llegara
arrasando con todo.
Un animal, en su situación, saldría huyendo como pájaro que
corta el viento, pero los humanos, y las humanas, somos una complicación
andante. Tenemos un cableado que da mil vueltas en la cabeza y a veces se enreda
y cortocircuita. Al mismo tiempo que nos cagamos de miedo, nos puede la
curiosidad; amamos y odiamos en oleadas de sentimientos que a veces no se
anulan, sino que se superponen. Esta capa de corteza de cerebral extra, de la
que tanto presumimos, es a la vez nuestra gloria y nuestra condena. Dolor y gloria,
como en aquella película de Almodóvar.
El truco final
Uno viene a las películas de Christopher Nolan a entretenerse.
Pero también, por qué no, a que le estimulen la inteligencia. Lo que pasa es
que esto es como la estimulación anal: que a veces, cuando hay confianza -y con
Christopher Nolan hay confianza- uno se deja acariciar el ojete, se relaja, se siente
tratado como una persona inteligente y sensible, y de pronto, zas, te
encuentras con que el fulano te la ha metido doblada, y que se descojona a tus espaldas,
mitad amante y mitad cabronazo. Terminada la experiencia -quiero decir, la película-
ya no sabes muy bien qué pensar: por un lado ha sido excitante, y por otro, una
humillación. Sea como sea, se te queda la cara de tonto...
Aquí, en El truco final, la cuestión es saber si la
máquina de Tesla produce o no fotocopias de las cosas, y ya puestos a
electrocutarse, fotocopias de uno mismo. Saber si Nolan ha hecho una película
de ciencia-ficción o si el mago Angiers sólo perpetraba otro de sus trucos, apoyado
en la existencia de su gemelo... Da igual: quien la haya visto, sabrá
de qué hablo, y quien no, se va a quedar como estaba, porque esto es como
hablar en chino, y no desmenuzo gran cosa con el spoiler.
Después de apagar el DVD, recomponer el gesto y tantearme
subrepticiamente el ojete, me he puesto a pensar qué haría yo con una máquina
de Tesla que funcionase. Lo primero, eso seguro, fotocopiarme a las ocho de la
mañana para que Álvaro Bis fuera a trabajar mientras yo me quedo durmiendo un
rato más. Luego sacaría al perrete sin prisas, y haría un poco de ejercicio, y avanzaría
un poco en la nueva escritura sin recorrido... O sea, vivir. El problema iba a
surgir cuando Álvaro Bis regresara al hogar. No íbamos a disputarnos el mando a
distancia, eso no, porque somos idénticos en los gustos, y a los dos nos mola
Broncano y la NBA, pero ya, para empezar, habría que poner dos platos, y dos
lavadoras, y dos de todo... Eso no sería problema: lo haría por una mujer aventurera, aí que cómo no iba a hacerlo con mi clon, que soy yo mismo. Lo que pasa es que, como dicen en la
película, cuando tu clon descubre que dependes de él para seguir con el truco,
estás en sus manos, y una de dos: o cedes en todo, y te conviertes en su esclavo, o le asesinas -o sea, te asesinas- o tienes
que inventarte otro número para seguir de vacaciones.
La estafa
La mayoría de las cosas que veo en las películas jamás suceden en la Pedanía. Y eso que en la Pedanía también hay extraterrestres, amores rotos, muertes imprevistas, virus de China que nos obligan a llevar mascarilla. Hasta un zombi, todos los días laborables, a eso de las ocho de la mañana, que soy yo mismo sacando al perrete entre las brumas del sueño. Pero la Pedanía es lo que es: un villorrio con viñas y huertos, calles y caminos, vecinos que no llevan vidas singulares que justificaran la escritura de un guion, ni que luego viniera Amenábar a ponerlo en imágenes. Lo que pasa aquí, groso modo, pasa en todos los sitios, y Netflix, y los DVDS, y las salas de cine que todavía sobreviven, están para enseñar otras cosas más excitantes.