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Marco

🌟🌟🌟🌟


“¿Y quién no ha mentido alguna vez?”, dice Enrique Marco con la voz muy baja y la mirada perdida, cuando por fin reconoce que ni estuvo en el campo de concentración de Flossenbürg ni se le esperaba por allí. “Todos mentimos”, insiste, cuando al fin confiesa que todo su rollo de abuelo cebolleta contando que él también sufrió trabajos forzados y que vio las chimeneas terribles que funcionaban 24 horas al día, no era más que un producto de su ego necesitado de atención o de cariño. 

Toda la película pivota sobre esa escena decisiva. Los espectadores ya sabemos que Enrique Marco era un impostor porque su caso salió mucho en los telediarios y fue un escándalo del copón. Lo que esperamos es ese momento de derrota para saber si hay que apiadarse del pobre diablo o llamarle hijo de puta haciendo coro con los verdaderos supervivientes. En esa escena decisiva, la película lo apuesta todo a la actuación de Eduard Fernández: de la inflexión de su voz o de su mirada de cordero degollado depende que entremos en el maniqueísmo del insulto o en el reino de los grises.

Yo, por mi parte, reconozco que en ese momento siento algo de pena por el personaje. Porque todo el mundo miente, como sostenía el doctor House, y Enrique Marco simplemente fue un campeón de la mentira. Mintió en algo muy sagrado y por eso se merece nuestro repudio. Lo que nos espanta es la gravedad de su pecado, no el pecado en sí mismo, puesto que todos somos pecadores y quebrantamos continuamente el octavo mandamiento. Que tire la primera piedra el que no viva dentro de una mentira sostenida en el tiempo. Enrique Marco fingió su victimismo como otros fingen su heroísmo cotidiano, su estirpe inventada, su rendimiento sexual, su nivel de inglés, su trabajo ímprobo, su entrega a la causa, su cultura inabarcable...  No conozco a nadie que no se tire el rollo. Yo también lo hago. Son mecanismos evolutivos. Lo que pasa es que casi siempre nos quedamos en ínfulas veniales, en soberbias de barra de bar. Nada muy dañino o muy ofensivo en realidad. Mentirijillas de andar por casa. Lo de Enrique Marco mancilló a muchos héroes de verdad y además lo vimos todo por televisión. 





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Cites. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


“Cites” es una comedia romántica, no un pedazo de realidad. No pretende que el espectador se vea reflejado en sus personajes ideales. Ni siquiera los usuarios de las apps del ligoteo, que quizá buscaban aquí inspiraciones o soluciones. Aquí los tíos son todos muy guapos, o muy simpáticos, o las dos cosas a la vez, mientras que ellas están jamonísimas y además son agradables y comprensivas. 

En la primera temporada aún existía alguna concesión a la gordura, a la calvicie, al mal carácter de algún personaje. A la vida real. Pero en la segunda temporada, salvo un tronado y un viejo cascarrabias, ya todo es apostura y buen rollo. Han depurado los especímenes hasta dar con la raza destilada de hombres y  mujeres. En esa Barcelona ideal de “Cites” no existen los cavernícolas ni las trastornadas. La lorza está proscrita; la barba desarreglada también. Hasta los cincuentones y las cincuentonas parecen sacados de un anuncio web de Ourtime. Porque además hay mucho estilo, o mucho dinero, entre los comparecientes. Los burgueses se citan en restaurantes muy caros y luego follan en apartamentos de lujo con vistas al mar, mientras que los perroflautas, aunque no tienen un duro, viven en buhardillas muy molonas decoradas con gusto exquisito.

A mí lo que más me cruje es que nadie se enfada con nadie. Enfadarse de verdad, quiero decir. Como mucho, una rabieta temporal: un vete a tomar por el culo coloquial que en cualquier momento puede volverse un ven a tomar por el culo literal. Y eso que a veces las putadas son enormes, y las traiciones imperdonables. Mi amigo -que veía la serie en paralelo- dice que es porque son todos catalanes, y que aquello es más Europa que España, más civilización que meseta garbancera. Yo le doy un cuarto de razón, pero no más. Yo creo que al ser todos muy follables se lo perdonan todo y ya está: es la magia de la belleza. A un guapo le condonamos lo que a otro jamás le transigiríamos. Es el instinto, que es muy poderoso. Siempre existe una probabilidad matemática -por ínfima que sea- de acostarse con ese bellezón que interactúa con nosotros. Y en “Cites”, desde luego, los cálculos algebraicos son mucho más halagüeños. 





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