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Succession. Temporada 2

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El apellido es el destino, y no tiene remedio. Da igual que corras, que reniegues, que sueñes con provenir de otra familia... El apellido es como la sombra, como el careto. En “Léolo”, Léo Lauzon fantaseaba con no ser hijo de su padre, que era el portador de la demencia, y para ello llegó a imaginar que su madre se había caído sobre el esperma de otro hombre apellido Lozone, en Sicilia, para fecundarla con otro destino que no fuera la locura y el manicomio. Y no lo consiguió, claro, porque el apellido forma parte de ti, y viaja contigo a todos los lados. Y aquí, en España, viajamos con dos, a diferencia de los anglosajones. Así que fíjate...

Desconozco si el apellido se puede cambiar en el registro civil, como hizo Homer Simpson cuando se rebautizó como Max Power. Lo mismo soñaba, en otro episodio, su hija Lisa Simpson, cuando comprendió que el apellido Simpson era una condena de por vida. Si todo está en los libros (como decía aquella sintonía) todo está, también, en Los Simpson... Pero ya digo que no hay remedio: ni para Homer, ni para Lisa, ni para nadie. Ni para el pobre Léolo. Ni para mí... El apellido es mucho más que una sucesión de letras, que una etiqueta genealógica. El apellido son los genes, y los genes -al menos de momento- no se pueden extirpar en una mesa de operaciones, o en un blanqueamiento administrativo. Hay que apechugar.

Succession, en realidad, despojada de las hojas exteriores, de los insectos voraces y los pulgones parasitarios, es una lechuga habitada por un solo hombre, Kendall Roy, que es el único Roy que desearía no apellidarse como su padre. Kendall tiene una hermana arpía, un hermano psicópata y un hermano tonto del culo. El gen de los Roy, dependiendo del cruzamiento, provoca daños irreparables en el feto. Pero en el caso de Kendall algo se torció en la embriogénesis, y al nacer se encontró con unos escrúpulos en el estómago que le hacen dudar, y recelar, y le vuelven medio humano a nuestros ojos. Medio humano, he dicho... Kendall preferiría no tener esas excrecencias morales, como los demás. Pero los escrúpulos, como el apellido, tampoco se pueden extirpar.  



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Crash

🌟🌟🌟


La sexualidad humana es rara de cojones. Donde los bonobos simplemente chingan y desfogan el instinto, nosotros, sus bisnietos, hemos elaborado una contradicción biológica en la que cabe el asco, la castidad, la perversión, la parafilia... La rutina aburrida del sábado-sabadete, que es quizá la práctica más satánica de todas. Como cantaba Javier Krahe de su esposa ficticia: “su arte de amor es tan sólo el barroco/las líneas sencillas le dicen bien poco”.

A decir de los antropólogos y los primatólogos -que vienen a ser, en esencia, la misma profesión- la orgía perpetua de los bonobos es el Paraíso Terrenal del que se habla en el Génesis. Sexo a todas horas, de buen salvaje, desprejuiciado y muy benéfico para el miocardio, hasta que llegó la evolución de las especies a joderlo todo: el homo sapiens, la agricultura, el afán de poseer y la envidia de los vecinos, y todo eso, simbolizado en el ángel flamígero, convirtió el sexo en algo oscuro y vergonzoso. El deseo reprimido que Freud encontró en la cueva del inconsciente. El amor libre, que predicaron los hippies cuatro millones de años después, y que venía a ser el rescate de aquella filosofía tan sencilla como jovial. Algún día sabremos qué hizo la CIA con ellos... Con Freud y con los hippies.

El sexo reprimido es un volcán que nunca sabes por dónde va a salir. El magma aflora a veces por grietas insospechadas, fallas del terreno donde no esperabas que pudiera manar la excitación sexual, la erección sorpresiva del pene o de los pezones. Estos chalados de Crash han encontrado en los accidentes de coche -y en sus quirúrgicas secuelas, cicatrices y ortopedias- el puntito morboso que los enciende por dentro como si estuvieran hechos de yesca, y no de química orgánica. Uno, la verdad, no entiende su parafilia, ni se excita con ella, pero entiende, de sobra, que tengan una parafilia. El que esté libre de una rareza que tire la primera piedra. En realidad, aquella parábola de Jesús en los evangelios versaba sobre las desviaciones sexuales. A mí, por ejemplo, me ponen cantidubi las orejas sin pendientes.

La otra teoría que viene a explicar estas chaladuras de Crash es que todos sus protagonistas son tan guapos, y tan guapas, y están ya tan hartos de follar por los caminos trillados, tan acostumbrados a que les digan que sí en el Tinder o en la cama de matrimonio, que se lanzan a explorar territorios salvajes y desafiantes, a ver qué pasa por ahí. Lo mismo que decía, en su monólogo inmortal, Pablo Calavera de John Lennon, cuando conoció a Yoko Ono.





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La ley de Comey

🌟🌟🌟🌟

Nuestras vidas se dividen en períodos de cuatro años. Los antiguos griegos ya conocían ese fenómeno regular de nuestras biografías, y celebraban los Juegos Olímpicos para clausurar una etapa de la vida e inaugurar la siguiente, admirando a los atletas untados en aceite que lanzaban el disco o la jabalina.

    Los griegos llamaban “olimpiada” al interludio de cuatro años en el que nacían y morían los amores, se declaraban y se cerraban las guerras, y se construían los monumentos para adorar a los dioses y a las ciencias. Ahora los Juegos Olímpicos ya no son lo que eran, y ya sólo los ponemos para admirar a las gimnastas, a los nadadores, a los americanos de la NBA, y a Rafa Nadal, si está por la labor. Nuestras vidas se siguen rigiendo por cuatrienios como en los tiempos antiguos, pero ahora son los mundiales de fútbol, y las elecciones democráticas, los eventos que ponen los hitos en el camino. Cada cuatro años se celebra un Mundial de fútbol, y uno siempre es el mismo, pero más curtido, más baqueteado, cuando se sienta en el sofá a ver el partido inaugural. Pasa lo mismo cuando hay elecciones generales en España, que uno se acuerda mucho de lo que estaba haciendo cuatro años antes, cuando fue a votar, y luego maldijo los resultados en la noche electoral. Uno estaba con Pepita, y Fulano todavía seguía vivo, y Mengano aún no levantaba dos palmos del suelo... En cuatro años da tiempo para todo. Caben muchos llantos, varias alegrías, la hostia de decepciones, y unas cuantas risotadas de esas que se recuerdan para siempre.

   Hace cuatro años que Donald Trump ganó las elecciones en Estados Unidos, y lo cierto es que en este periodo de tiempo nos ha sucedido de todo, en lo global, y en lo personal. Ayer, mientras veía “La ley de Comey”, yo recordaba aquella noche en la que Donald Trump se alzaba con la victoria. Mientras yo dormía, y los americanos recontaban, mi teléfono se iba llenando de decenas de whatsapps que inauguraban una olimpiada de tormentas... No tenían nada que ver con Donald Trump, ni con los griegos, ni con el fútbol.



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La gran enfermedad del amor

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En La gran enfermedad del amor –que ya el título, de por sí, es cojonudo, porque el amor es verdaderamente un sarampión de los testículos, una papera de los ovarios, un trastorno psiquiátrico que no conoce vacuna ni tratamiento- Kumail y Emily se pasan dos horas de metraje yendo y viniendo, afirmando y negando. Metiendo sólo la puntita del zapato, o de la curiosidad, o del miembro viril, a la espera de que pase la borrasca de las dudas. Pero al final –y esto no es un spoiler, porque es una comedía romántica- ambos acaban compartiendo el mismo virus que los hizo enfermar.

    Ambos se saben predestinados desde el primer saludo devuelto con una sonrisa, porque en esas cosas el instinto es un viejo zorro que raras veces se equivoca. Sólo muy borracho, y muy ardiente, en el marero estroboscópico de las discotecas… Kumail y Emily se aceptan desde la primera noche en que se conocen y se acuestan, porque ellos son dos chicos modernos, desprejuiciados, que primero tantean los cuerpos y luego, si la cosa funciona, alinean con esmero los karmas y los espíritus, en el orden inverso al tradicional. ¿Quién dijo que el conocimiento carnal vale menos, es más inmoral, menos aconsejable, que la cháchara eterna que mantiene la tensión sexual y alimenta el estrés y la desconfianza? 

    Kumail y Emily tienen que rellenar una película entera con hojas deshojadas de la margarita. Dar un pasito pa’lante y un pasito pa’tras, como en el baile de Ricky Martin. Y esto, además, no lo olvidemos, es la true story del propio Kumail y de su esposa Emily, coautora del guion, y hay que atenerse a los hechos fundamentales aderezándolos con buenos actores y con chistes ingeniosos que no suenen a viejuno ni a chotuno. La película es, por cierto, tan cojonuda como su título.

     No queda más remedio que poner barreras, impedimentos, jodiendas de todo tipo para separar a los amantes el tiempo prescrito que dura un largometraje. Y la primera cuestión es que ellos son jóvenes, y guapos, y listos de la hostia, y ligan con suma facilidad en la noche de Chicago, y están acostumbrados a no quedarse con el primero que pasa, ni con la primera que asiente. La noche es promiscua, y la juventud florida, y tras el primer encuentro prefieren tomarse un respiro y una duda. Seguir posándose en otras flores, alimentándose de otros néctares, a ver si alguno mejora lo que ya han catado y les trastorna el gusto y los otro cuatro sinsentidos.



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