Mostrando entradas con la etiqueta Jim Carrey. Mostrar todas las entradas
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Yo, yo mismo e Irene

🌟🌟🌟🌟🌟


“Yo, yo mismo e Irene” ha sido la entrada más leída durante diez años en este blog carente de lectores. Desde que publiqué la versión original, allá por 2015, rápidamente escaló posiciones y se convirtió en la niña mimada de las estadísticas. Hoy que he vuelto a ver la película he releído su contenido y he quedado... horrorizado. Antes de borrar el texto para siempre y de sustituirlo por esta confesión con penitencia incluida, he comprendido al fin mi destierro a los mundos muy fríos y poco transitados. El sospechoso y sempiterno silencio de los visitantes.

Ahora sé que el navegante que caía aquí por casualidad buscaba la entrada más vista para hacerse una idea general y salía espantado al constatar la nula profundidad de mis análisis y la verborrea supuestamente chistosa que en realidad no es más que adolescencia retardada. Un poco lo mismo que hago ahora, la verdad, pero por entonces mucho peor escrito, más descarado para mal, grosero y directo como una película de los hermanos Farrelly. Una película,  por ejemplo, como “Yo, yo mismo e Irene”, que he vuelto a disfrutar en la intimidad más profunda de mi soledad para que nadie se entere de las imperfecciones más imperfectas de mi alma. 

Leyendo aquella entrada que parecía mi estandarte y sin embargo era mi perdición, he recordado que fue justo entonces cuando presenté en sociedad a Max, mi antropoide interior, ese australopiteco que vive instalado en mis tripas como Leon vive instalado en la casa de Larry David en “Curb your enthusiasm”. Max, como Leon, como el Hank que se apodera de la personalidad de Charlie,  sólo vive pendiente de la belleza de las mujeres y fantasea mundos imaginarios donde las conquista.  

En esa entrada inaugural, Max vivía enamorado hasta los sobacos de  Renée Zellweger y yo, para tenerle contento y que no diera mucho la barrila, le dediqué a su musa más de media entrada alabando su cabello de trigo y sus pómulos de lapona. Un poco como sigo haciendo ahora, a veces, pero a lo burro, a lo Farrelly, sin tacto ni delicadeza, para que se rían cuatro gatos -o ni eso- y se espanten todas las mujeres que buscan la sensibilidad. Ay. 




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Man on the moon

🌟🌟🌟🌟

“Man on the moon” fue la primera película que vi en el cine cuando vine a vivir a La Pedanía, hace ya un cuarto de siglo. Un cuarto de siglo...

Porque sí: hubo un tiempo en que yo también iba a las salas de cine a “compartir la experiencia” con mis semejantes. A escuchar sus ruidos, sus voces, sus plásticos estrujados... El rebuscar de las palomitas. Sus teléfonos móviles, que ya entonces empezaban a dar mucho por el culo. Sus gracias y sus exabruptos. El cine como iglesia, como comunidad de los creyentes... Menuda gilipollez. Quién hubiera sido un hombre sobre la luna silenciosa y vacía, man on the moon.

Yo iba al cine para ver las películas en pantalla grande, no para socializar ni para celebrar una eucaristía. No había otro remedio: en 1999 las pantallas gigantes aún no existían en los hogares. Y si existían, costaban un huevo y se veían de puta pena por culpa de las definiciones paleolíticas. Pero ahora, en 2024, hasta los funcionarios del tipo B podemos montarnos nuestra "cinema experience" sin tener que aguantar a los demás, y además en versión original, y con subtítulos, y con pausas discrecionales para levantarse a repostar. Todo son ventajas en los tiempos modernos.

No había vuelto a ver “Man on the moon” desde entonces. En mi recuerdo era una ida de olla con grandes aciertos y muchas excentricidades. Demasiado autorreferencial para el público europeo. Como si estrenáramos en Los Ángeles un biopic sobre el señor Barragán o sobre Chiquito de la Calzada. "Uno que llegarrr..." Quién iba a entender allí el meollo de la broma, la cosa celtibérica, más allá de la cuestión universal de los límites del humor.

Pero el otro día, en la terraza del bar, el amigo de La Pedanía me dijo que había vuelto a ver "Man on the moon" en una plataforma digital y que le había sorprendido lo buena que era. “Anímate", me dijo, y yo le hice caso porque venimos a coincidir en un 60% de los casos, que no es un porcentaje baladí. Hablo de cine, claro, de ficciones en general, porque en lo tocante a la belleza de las mujeres o al aprecio general por nuestros semejantes somos como esos libros escritos por Millás y Arsuaga: la vida contada por un sapiens a un neandertal. Y viceversa.




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Kidding

🌟🌟🌟

Casi al mismo tiempo que se estrenaba la serie Kidding, y nos quedábamos enganchados al primer episodio porque lo dirigía Michel Gondry y lo protagonizaba Jim Carrey, uno de los guionistas de Epi y Blas aparecía en la prensa para confirmar que, en efecto, los dos muñecos de Barrio Sésamo eran pareja homosexual, y que sus tontunas y desencuentros eran la adaptación de sus propias vivencias reales, con su compañero de toda la vida.

    El aire de la entrevista es un "sí, claro, por supuesto", como si el tipo se sorprendiera, a estas alturas, de que el periodista se cuestione todavía tal evidencia palmaria: dos hombres que duermen juntos, en el mismo dormitorio, que se levantan todas las mañanas con algo que reprocharse.... Hay que ser muy corto -viene a decir - para dejarse engañar por el escenario de las dos camas separadas. Un mentecato de tomo y lomo, para no tener presente que los espacios para niños los escriben personas adultas, y que nada de lo que acontece en sus tramas surge de la casualidad, y que siempre hay un reflejo de los autores, una vivencia, un desahogo, una enseñanza, una pequeña maldad incluso...


     Éste es, más o menos, el leitmotiv que anima la serie Kidding. O que, al menos, la animaba al principio, antes de perderse en tramas confusas y reacciones inexplicables (el afán de distinguirse, de hacer algo novedoso, de auteur, que al final termina por joderlo todo...). Kidding habla de la contradicción entre el adulto que vive y el adulto que sale en pantalla para divertir a los niños. El tipo que vestido de civil se llama Jeff y llora por su hijo fallecido, y por su esposa divorciada, y que camina por la vida con el gesto perdido y la alegría olvidada, porque lo que antes era cotidiano ahora es extraño y pesadillesco. El mismo tipo que luego, para ganarse el sustento, se disfraza de Mr. Pickles ante las cámaras de su show infantil, y encarna al señor divertido y amable de toda la vida, al que los niños esperan para echarse unas risas o aprender una pequeña sabiduría. La lucha interior de ese hombre es terrible, desgarradora, y Jim Carrey, con su cara de goma, acierta con todos los registros. Es una pena que luego la serie se... desvanezca, se enrede en los hilos de sus propias marionetas. O a lo mejor soy yo, que Kidding me ha pillado en malos tiempos para la lírica, como cantaba el añorado Coppini.


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Un loco a domicilio

🌟🌟🌟

En este pueblo donde vivo se practican dos ocios fundamentales: el chato de vino y la misa del cura. Y el fútbol, los sábados, en el campo de tierra, donde los chavales se dejan la piel del orgullo y la piel de las rodillas. Si no fuera por esto último, por el campo de fútbol, que es donde yo hago el compadreo y la vecindad, y calmo la preocupación de quien ya me intuía muerto en mi covacha, diríase que vivo como un ermitaño sin más compañía que mis soledades, como decía pomposamente el poeta.
 
    Tan alejado de los bares como de los curas, sin tierras que regar ni cosechas que recoger, mi ocio diario, mi circo ambulante, mi compañía de títeres, es la televisión por cable. Y cuando digo cable, exagero la modernidad de estas tierras, que ni la fibra óptica llega todavía a sus lindes, y en realidad estoy hablando del satélite suspendido sobre los cielos, que emite sus frecuencias como un dios ecuménico que no distingue ciudades de aldeas, urbanitas de rústicos. Cuando termino la jornada me pongo las ropas de andar por casa, y mientras mis vecinos hablan del pedrisco en la barra del bar, y del turno de regadíos, y del vino peleón que fermenta en sus bodegas, yo cojo el mando a distancia y me teletransporto a mi universo de películas subtituladas, de series estrenadas, de caballeros atildados jugando al billar o de bestias peludas persiguiendo el balón oval. Éste es mi micromundo, mi tema de conversación, que sólo puedo compartir con gentes que no viven aquí, sino en la capital del municipio, a varios kilómetros que parecen la travesía de un mar, o el tránsito de un desierto.


    Si se me estropea la lavadora, la calefacción, la conexión wifi incluso, no sufro un ataque de nervios inmediato. Cojo el teléfono y llamo al técnico pertinente. Todo es subsanable, soportable, al menos durante unos pocos días. Todo, menos una avería en la antena parabólica, o en el codificador de Movistar que transforma sus señales. Ahí es donde yo me neurotizo,  y me tiro de los pelos, y sufro ataques de ansiedad que no puedo narrar sin ser tachado de majara. La persona más importante de mi vida -fuera de los círculos afectivos, y del funcionario que tramita mi nómina- es el chico del cable. Que aquí es el chico de la antena. Sólo ha venido dos veces en casi veinte años. Pero su llegada ha sido tan trascendental como la visita de un Papa, o el hospedaje de un rey. Es tal mi alegría al verlo aparecer, con su maletica de herramientas, con su sapiencia sobre aparatos mágicos, que yo le entregaría cualquier cosa que él me pidiera. La mano de mi hija, si la hubiese tenido. La amistad eterna, como solicitaba el personaje de Jim Carrey. La  virginidad de mis posaderas, incluso, en un arrebato de loca gratitud. Cualquier cosa. 

    El bar del pueblo es un lugar terrible, y la misa, una ceremonia siniestra, así que sólo tengo mi televisor para asesinar las horas. Él es mi amigo y mi compadre. Y cuando un amigo se va –aunque sea por unas horas- algo se muere en el alma.






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El show de Truman

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que ves El show de Truman sólo estás pendiente, lógicamente, de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone. Que ya quisiera uno -digo yo- pasar unos cuantos años en la inopia vital, vigilado por un dios con boina francesa, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique danzas melanesias al calor de las fogatas.

    Hoy que he vuelto a ver El show de Truman con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en los otros personajes que viven atrapados con él en Seahaven Island. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores y actrices que se dedican a engañarle, son unos prisioneros del trabajo bajo la bóveda del gran estudio de Christof.

     Quiero decir: la mujer de Truman no es su mujer de verdad, sino una actriz que a veces parlotea incoherencias publicitarias mirando hacia el infinito, pero en realidad también se pasa todo el día allí, esclavizada, fingiendo un matrimonio que tal vez empieza a traspasarle la piel. Supongo que por el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro, unos empleados del show adecentan su casa y bajan al supermercado y Meryl Burbank aprovecha el asueto para refugiarse por unas horas en su casa verdadera, seguramente a pocas millas del trabajo por si a Truman le da la ventolera, y convivir unas pocas horas con el señor Gill y sus hijos semiabandonados. ¿Qué pensará de todo esto, me pregunto, el señor Gill, un tipo que lleva años viviendo un vis a vis carcelario y que ve a su esposa en la tele no fingiendo el amor como una actriz profesional, sino haciéndolo de verdad como una actriz porno, aunque sea protegida por una cortinilla televisiva, por un fundido en negro con acompañamiento musical, cuando ella se entrega al débito conyugal para que Truman siga sin coscarse del gran negocio que se mueve a su costa?   

    ¿Qué pensará de todo esto la mujer verdadera de Marlon, el tipo entrañable, el amigo del alma, el borrachín que nunca suelta el pack de seis latas para presentarse al lado de Truman en las duras y en las maduras? Ese tipo que siempre está cuando Truman necesita un apoyo, o una juerga, o un lavado de cerebro. Un tipo omnipresente al que los productores reclaman a cualquier hora cuando saltan las alarmas de Truman mosqueado, de Truman que reflexiona, de Truman que casi muere aplastado por un foco que se desprendió. Marlon también lleva una vida verdadera fuera de Seahaven, pero sólo durante unas horas al día, sin sábados ni domingos, tal vez sólo las vacaciones de verano, quince días al año, cuando le dice a Truman que está de viaje en Singapur y en realidad sólo está tres kilómetros más allá, al otro lado del decorado, descansando con otra familia, en otro pueblo, con otros amigos más verdaderos. 





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¡Olvídate de mí!

🌟🌟🌟🌟🌟

El eterno resplandor de la mente inmaculada es uno de los sueños inalcanzados del ser humano. The eternal sunshine of the spottless mind, que dijo el poeta. El alivio de la mente sin recuerdos, de la memoria despojada de pesares. Quién tuviera, ay, acceso a su propio trastero, para quemar los rastrojos y convertirlos en humo; no volver a recordar el rostro, la voz, la nota de despedida. La sonrisa que se tornó en desplante. Para estos menesteres del olvido sólo tenemos el alcohol, que arrasa cualquier recuerdo sin distinción, como una mala quimioterapia de la uva. Y el tiempo, claro, el tiempo, que ni siquiera es un invento nuestro, y que en realidad no sabe olvidar, el muy inútil: sólo tapar, maquillar, añadir capas y capas de recuerdos sobre la herida supurante. Un tonto del culo que pone filtros de color sepia a fotografías que no sabe borrar.

      En The eternal sunshine of the spotless mind, Jim Carrey acude a la consulta del doctor Mierzwiak para que le sea extirpado, neurológicamente, de una vez para siempre, el recuerdo de Clementine, la extraña mujer con la que compartió la gran felicidad y el gran pesar. Unos electrodos rastrearán la presencia de Clementine en cada rincón de su cerebro para eliminarla imagen a imagen, conversación a conversación, hasta convertirla en una total desconocida. The eternal sunshine of the spotless mind se tradujo en España con un irrespetuoso ¡Olvídate de mí! que nos vendía una comedia loca y no una reflexión única sobre el amor y el desamor, el olvido y la memoria. Sobre el desencuentro entre hombres y mujeres que sin embargo viven abocados a entenderse. Algún imbécil patrio vio a Jim Carrey en el póster promocional y pensó: “otra majadería de chistes malos y mandíbulas desencajadas”. Diez años después todavía me encuentro a gente que me dice: “¡Hostia, sí, la vi! ¡Y lo que me reí!” ¿Reírse? ¿En ¡Olvídate de mí!? O no la han visto, y mienten, o sí la vieron, y son gilipollas perdidos. En cualquier caso, ojalá pudiera borrarlos de mi memoria. A ellos, y a otros muchos. The eternal sunshine of the spotless mind…

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