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Poquita fe

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En ninguno de los 12 episodios de “Poquita fe” aparece la clásica advertencia de que “Ningún animal fue lastimado en el rodaje de esta serie”. Y no porque los hayan maltratado, sino porque no sale ninguno en estas tramas costumbristas del siglo XXI. Los protagonistas de “Poquita fe” viven en Madrid y no tienen tiempo para nada: entre el trabajo y los desplazamientos ya se les van doce horas al día. Y luego hay que preparar la comida, fregar los cacharros, bajar la basura, ver Netflix, tomarse un carajillo, recibir la visita de los padres, echar un polvo o cascarse una paja (más lo último que lo primero, como sucede en provincias)...  No hay tiempo ni espacio para pasear a un perro o acariciar a un gato. Los únicos animales que pululan por “Poquita fe” -aparte de varios merluzos y de algunas cacatúas- son unas palomas que cagan sobre los seguratas a la puerta de un Ministerio. 

Sí sale, sin embargo -o puede que yo lo haya soñado-  un rótulo que indica que “Ningún cura, monarca, obispo, picoleto, militar, policía nacional o político de derechas ha sido ofendido en el rodaje de esta serie”. Son los nuevos tiempos de Movistar +. Desde que pusieron a una ultraderechista al mando de los contenidos ya solo se toleran chistes sobre sexo, drogas y rock and roll. El neoliberalismo no tiene ningún problema con esto porque forma parte del negocio. Hace dos años entrevistaron a Bertín Osborne en “La Resistencia” -y no solo eso: hubo piropos, confraternidad, lameteo cruzado de los ojetes- y comprendí que se cerraba una época de rebeldía ilustrada que venía de los tiempos del viejo Canal +.

En “Poquita fe” nunca sabrías a qué partido vota cada personaje. Ni remota idea. Es una serie sobre... nada. Como “Seinfeld”, pero de categoría regional. Los tertulianos de La Cultureta -entusiasmados, claro, con una serie tan poco dañina para las encuestas- dicen que es una serie sobre el aburrimiento. Y tienen razón: cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta a las moscas. Así que sale mucho Raúl Cimas espantando moscas al estilo peculiar de Raúl Cimas. Ya sólo con eso te entretienes y te ríes de vez en cuando. 






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Justo antes de Cristo


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Los romanos que vivieron justo antes de Cristo también decían cosas como “me pica un huevo esta mañana”, o “me cago en los dioses”, “o qué buena estás con la túnica, Emilia Claudia”. Parece una perogrullada, sí, pero salvando a los enemigos de Astérix, y a la corte de Pijus Magnificus en La vida de Brian, todos los romanos conocidos salen envarados en las películas, y en las series, los péplums lamentables que ya nadie ve ni en Semana Santa. Romanos que nunca cagaban ni meaban, ni carraspeaban cuando iniciaban el discurso, siempre impolutos en sus trajes militares o en sus togas del Senado, departiendo en latín literario, impecable, de precisión militar o burocrática, lisonjeando a las damas con poemas de Lucrecio o de Virgilio que ahora serían el descojono de las chicas del instituto. Personajes teatrales y muy poco terrenales que en realidad nunca nos creímos; ya no sólo distantes en el tiempo, sino también habitantes de otro sentido común, casi de otra especie humana que dejó acueductos enormes como legado histórico, y no puntas de hueso en las cavernas de la cordillera.



    Los creadores de Justo antes de Cristo han visto en la desacralización de los romanos, en su humanización puesta al día, un filón humorístico para que los abonados de Movistar + -que somos los únicos que vamos a ver la serie, y no todos, visto lo visto- nos descojonemos de la risa y nos reconciliemos con nuestros tatarapasados. Aquí todos llevamos sangre del Lacio en las venas, en mayor o menor proporción, y conozco a más de un norteño que fantasea con ser descendiente del mismísimo Augusto que vino a combatir a los cántabros, y fue dejando bastardos imperiales en que cada ciudad que fundaba, o en cada campamento que levantaba. 

    Lo que pasa es que la serie sólo tiene gracia  en su primer episodio, y pasada la tontería de ver a los romanos hablando como humanos del siglo XXI, el resto es como encontrar un trébol de cuatro hojas entre otros muchos que sólo ofrecen tres: alguna gilipollez que no compensa el esfuerzo de ir todo el rato agachado, con la vista en el suelo, descartando brotes insustanciales… Los tgéboles, que hubiera dicho el gran Pijus.






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