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Cuando cae el otoño

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El final de la vida, digo yo, si nos ponemos poéticos, se producirá en el invierno, y no en el transcurso del otoño. Es como si los poetas vivieran con un calendario de solo nueve meses. Una vida nuevemesina. 

En sus versos se comen casi todo lo mejor. ¿Qué hay de las nieves, del frío reconfortante, del vaho juguetón saliendo por nuestras bocas? Cuando llega el otoño aún quedan tres meses antes de palmarla. Y quizá sean los más sabios y placenteros. Pero ellos, los poetas, no sé por qué, insisten en que el otoño es la estación última de nuestro viaje, y se ponen muy pesaditos con la caída de las hojas y las noches que se extienden: las ciento y una metáforas sobre la decadencia. En realidad, una tosca poesía sobre la pitopausia y la pérdida del deseo. 

Yo, en cambio, asocio el otoño al renacimiento de la vida. Con el otoño se acaba el calor y empieza el fútbol en la tele. Dos hitos celebrados con champán. Vuelven las viejas rutinas y hay uvas y peras por los caminos. El otoño es jovial y fecundo. El otoño es lluvia y mantita. Es la muerte del mosquito y el silencio del chumba-chumba. Es el sofá orejero al lado de la ventana cerrada y empañada. El verano, sin embargo, es la muerte y la molicie, la agresión continua de la naturaleza. El verano es un sacacuartos pernicioso inventado por los hosteleros. Y el verano de la vida un poco igual: un engaño masivo. Una juventud exprimida y desperdiciada.

Digo todo esto porque ahora mismo estoy viviendo el otoño de la edad y aún me encuentro fuerte y entusiasta. Hay caídas, sí, y recaídas, pero si tengo suerte aún quedan años para llegar a la edad provecta de estas abuelas de la película. Y qué abuelas, además, sanotas y joviales. Es lo que tiene vivir en esas casas de campo de los franceses, siempre apartadas del ruido y de la gente, con su huerta y su piedra, su bosque y su arroyo... Son las mismas casas que sacaba Eric Rohmer en sus películas de burgueses, pero aquí parece que se las regalan a cualquiera que se jubile y haya cotizado lo suficiente. Un poco como hacían los romanos con los legionarios retirados. 




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The Young Pope

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Si algún día me cayera del caballo camino de Damasco, o de La Pedanía, y recobrara la fe perdida de la infancia, y siguiera los pasos educativos y doctrinales necesarios para ser elegido obispo de Roma por el Espíritu Santo, creo que me convertiría en un papa tan reaccionario y tan cacho cabrón como este Pío XIII imaginado por Paolo Sorrentino. Tan guapo no, desde luego, porque ya no me acompaña la edad y nunca me acompañó el fenotipo.

Yo entiendo perfectamente a Lenny Belardo, ese Darth Vader de la Iglesia vestido de blanco impoluto: o se está, o no se está. No hay término medio cuando se defiende la fe verdadera. Porque si es verdadera, es innegociable. Yo en eso entiendo a los fanáticos del catolicismo o del barcelonismo, que son mis enemigos mortales. Desde mi trinchera anticlerical me cae mejor el Pío XIII ficticio que cualquier papa aperturista de la realidad. Porque en la concesión al enemigo, en la apertura de mentes, va escondida la carcoma del edificio. La Iglesia es una institución caduca y medieval, retorcida y equivocada, pero si quiere ser Iglesia tiene que seguir siendo lo que es: un invento oscurantista.

“Yo no quiero cristianos a medias: yo quiero fanáticos de Dios”, les dice Lenny Bernardo a los cardenales en su primera alocución. Y los deja temblando, claro, porque muchos ni siquiera creen en Dios, o andan más calientes que el palo de un churrero, perdiendo el partido por goleada contra el sexto mandamiento. Son pecadores, sí, pero también son dignos de lástima, porque el sacerdocio no es la única profesión que puede ejercerse sin creer en el fundamento... 

Yo mismo soy un anticlerical que se cargaría el Concordato como Alejandro Magno se cargó el nudo gordiano: de un machetazo. Y que vengan a protestar... Hay que ponerse muy firmes con las creencias personales. Es por eso que tampoco aguanto a los madridistas que se dicen tales y luego no defienden nuestra fe contra viento y marea: en privado se admiten dudas porque todos somos imperfectos, pero en público... ¡excomunión al que retroceda en uno solo de los argumentos!



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