The New Pope
Recuerdos
🌟🌟🌟🌟
“Recuerdos” empieza con una pesadilla que al parecer es
universal y no solo patrimonio de mi inconsciente. Woody Allen viaja en un
vagón de tren destartalado, acompañado de gente con cara de sufrimiento:
famélicos, o enfermos, o refugiados de alguna guerra. Allen les mira con cara
de no entender. “¿Qué hago yo aquí?”, se pregunta. Al otro lado de las vías,
detenido en paralelo, hay otro tren con viajeros que se lo están pasando pipa:
gente joven, dicharachera, vestida para una fiesta. Hay bailes, besos,
carcajadas... La mismísima Sharon Stone se percata de que Woody Allen les espía
y le planta un beso en el cristal. Allen protesta al revisor antes de arrancar:
“Yo no debería estar aquí y tal”, pero el revisor le ignora, el tren arranca, y
Allen, desesperado, intenta tirarse del vagón en marcha, pero la puerta no
cede, y la ventanilla no se baja...
La pesadilla es horrible, y yo me siento reconocido en ella
porque la he soñado muchas veces. Pero no exactamente así: mis pesadillas cuentan
que me subo a un autobús que va en dirección contraria, o que pierdo por un
minuto el tren que partía hacia el Paraíso. De todos modos, es la misma
sensación de que la felicidad siempre está en otro sitio, en otra vida, inalcanzable
por culpa de un equívoco, o de un retraso, o de una mala pata secular. De ser
uno como es, y de ser los demás como son.
La moraleja que yo saco es que da igual que seas un
chiquilicuatre de provincias que un hombre como Woody Allen en 1980, aclamado
por sus seguidores, poseedor de un apartamento de lujo y seductor de las
mujeres más bellas del mundo (mujeres como Charlotte Rampling, por ejemplo, que
revienta la pantalla con sus dos ojazos asimétricos y gatunos; la belleza absoluta,
quizá, por animal e indescifrable). Al final van a tener razón los psicólogos
de la felicidad: que se nace feliz o no se nace. Que eso va en unos genes de
nombre alfanumérico muy escondidos en el cromosoma. Una puta lotería. Que hay
gente feliz con el palo de una escoba y gente infeliz que se asoma cada mañana a
Central Park mientras Charlotte te reclama de nuevo desde la cama.
Desafío total
🌟🌟🌟🌟
Hacía dieciséis años -porque lo he mirado en los registros de
Filmaffinity -que no veía Desafío
total. Y nada más empezar la película he entendido la razón: la música de
Jerry Goldsmith está asociada en mi cabeza con las derrotas del Real Madrid en
Tenerife, inexplicables y consecutivas. Maldita sea... “Dreams” era la
fanfarria que ponía Canal + al inicio de cada partido, y aquellas dos tardes de
domingo, soleadas y campestres en el Heliodoro Rodríguez López, la música de
Goldsmith atronaba en el televisor como un tambor de guerra antes del saque inicial.
La victoria del Madrid estaba al alcance de un solo gol afortunado, de una parada
milagrosa de Paco Buyo. Las matemáticas estaban de nuestro lado, pero los dioses
del balón nos negaron la gloria y la alegría.
Con este mal recuerdo en la cabeza, todavía no ha aparecido
el primer personaje de la película y ya siento la tentación de abandonar el
empeño. Para qué sufrir, me digo, con la cantidad de DVDs que apilados en el
montón... Es entonces recuerdo que yo estoy aquí porque en el podcast “Tiempo
de Culto” hablaron el otro día de “Desafío total” en plan nostálgico y vintage,
explicando curiosidades que me inocularon unas ganas irresistibles de revisitar.
Yo me entiendo... Y en esas estaba, dudando entre proseguir o abandonar, cuando
de pronto apareció Sharon Stone vestidita con un salto de cama y todas las
dudas se apagaron de repente como bombillas reventadas a disparos. No se hable
más, me susurré.
Desafío total va, precisamente, de un gilipollas
casado con Sharon Stone que sueña con una vida mejor y se mete en un lío de
tres pares de marcianos, y de unos hijos
de puta que han logrado el viejo sueño de cobrarnos por respirar mientras ellos
inhalan oxígeno, nitrógeno y argón sin forma definida, y además gratis. Parece
una cafrada, sí, pero aquí, de momento, en el planeta Tierra, ya nos están
sacando un ojo de la cara por encender una lamparita. Lo de cobrarnos por
centímetro cúbico de aire es el próximo proyecto de las élites emprendedoras.
Primero lo probaran en Madrid, claro, con esa sociópata inaugurando el primer
Oxímetro entre carcajadas y chiribitas.
Casino
🌟🌟🌟🌟
La familia Corleone repartía los negocios ilegales -que eran
casi todos- entre Las Vegas y Nueva York. En Nueva York se dedicaban a sus
cosas de toda la vida: a la extorsión, al trapicheo, al atraco de furgones
cargados de whisky o de tabaco, y para ello reclutaban a tipejos como los que
retrató Martin Scorsese en “Uno de los nuestros”, que era como una película costumbrista
de la vida en los bajos fondos.
En Las Vegas, por el contrario, por aquello de las luces de
neón y de Frank Sinatra cantando con pajarita, los Corleone robaban de una manera
más civilizada, enguantada, desfalcando las cajas de sus propios casinos sin
dejarle ni un duro a la Agencia Tributaria. Para que los maletines llegaran
repletos de dinero, los Corleone, y otros apellidos ilustres del mundo
emprendedor, reclutaban a gestores tan eficientes como Ace Rothstein, que se
ocupaban de alimentar y engordar las cajas fuertes, y a psicópatas sin
escrúpulos como Nicky Santoro, que le pegaban un tiro o le soltaban un navajazo
a cualquiera que se interpusiera en el negocio bien lubricado.
Scorsese, como se ve, decidió hacer en Casino una
segunda parte de Uno de los nuestros, pero esta vez centrada en el
proletariado de Nevada que rinde cuenta a sus patronos. Aunque bueno, lo de proletariado
es un decir, porque estos sujetos manejan una pasta gansa que no manejaban sus compadres
de la costa Este. En Las Vegas siempre hay un maletín que se extravía, un fajo de
billetes que se queda en algún bolsillo. Los gángsters de Casino viven
mucho mejor que sus primos de Nueva York, pero por eso mismo, ay, están más
expuestos a conocer a mujeres como Sharon Stone, que te seducen con su cuerpo
de infarto, y sus ojos de gata, y su inteligencia supina, y luego te dejan la
cuenta corriente, y la caja de seguridad, temblando en el vacío cuántico de una
telaraña. Las amantes que se agenciaban los chiquilicuatres de Uno de los
nuestros eran chicas sencillas, algo más feas, pero nada problemáticas, que
se contentaban con un abrigo de pieles por Navidad.
Instinto básico
La primera vez que Catherine Tramell descruzó las piernas
para dejar el potorro al aire, todo sucedió demasiado rápido y sin avisar. Los
espectadores, en las butacas del cine, nos quedamos con una duda existencial
que habría de resolverse muchos meses después, ante el pelotón del VHS, cuando Instinto
básico estuviera disponible en el videoclub y pudiéramos diseccionarlo
con el material quirúrgico del mando a distancia. Porque al salir de los cines
unos decían que sí, que lo habían visto, y otros decíamos que no, que ni de
coña, lo del coño, y que la sombra malhadada del muslo, y la proyección oscura
de la película, sólo dejaba intuir lo que otros perjuraban haber admirado.
Cuando llegó el VHS a los videoclubs, los
cerdícolas y los cinéfilos -y los que éramos ambas cosas a la vez- nos
abalanzamos sobre las estanterías sacando codos para que nadie pudiera cogernos
la posición, como pívots de la NBA protegiendo el rebote. Pero al llegar a
casa, y analizar la escena con el pause y con el step,
las opiniones volvieron a dividirse: unos decían que sí, que lo habían
capturado, y congelado, el pitote, mientras que otros, los frustrados, y los escépticos,
volvimos a decir que no, que el reino de aquel intramuslo seguía siendo un
paisaje difuso, y muy mal iluminado, envuelto en las neblinas del deseo. Porque
además, la cinta de VHS, cuando la avanzabas fotograma a fotograma, sufría como
una temblequera, como un párkinson analógico, y le salían rayajos horizontales
que no permitían discernir si aquella fruta afloraba o se quedaba entre las
hojas.
Y así, entre tirios y troyanos, el asunto del
asunto quedó en la indefinición perpetua, en la disputa sin vencedores, y con
el tiempo lo fuimos olvidando. Hasta que el otro día, en los canales de pago,
me topé con Instinto básico en alta definición, un HD
milagroso que por fin, casi treinta años después del estreno, iba a dictar
sentencia definitiva sobre si aquello era carne o fantasma, realidad o deseo.
Sólo tuve que pulsar el rec... Y tengo que decir que
sí, que está, fugaz y rasurado, apresurado y juguetón, pero está, sin duda, el
Santo Grial de la cinefilia. Así que tenían razón, y es justo reconocerlo, los
entusiastas y los optimistas. Los que tuvieron fe en su contemplación y predicaron
la buena nueva durante años, contra viento y marea, increpados por los gentiles
y por los impíos como yo, hasta que los dioses de la alta definición descendieron
sobre nosotros y les concedieron la última victoria. Caso cerrado, lo del
potorro de Sharon Stone. Y amén.