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Manson, los archivos perdidos

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Charles Manson, ante su rebaño, en el delirio sobre el delirio, afirmaba ser Jesucristo redivivo. O redimuerto, porque a veces uno se pierde en este puente aéreo de los evangelios. Yo me pregunto: si mueres, resucitas, te apareces ante los apóstoles, y luego, sin morir, te elevas de nuevo hacia el Cielo… ¿en qué estado de la vida o de la muerte regresas a la Tierra para señalar el fin definitivo de los Tiempos? Sí, queridos amigos, y queridas amigas: comprender el misterio de la Parusía es como comprender el misterio de Schrödinger y de su gato, aquel minino imaginario cuya función de onda aún no colapsada afirmaba que estaba vivo y muerto al mismo tiempo, para quebradero de nuestras cabezas.

    Pero da igual, todo esto, para el caso que nos ocupa. Porque Charles Manson, obviamente, estaba como una puta regadera, tomaba drogas, tenía visiones, y a veces, en la paz que prosigue al orgasmo, cuando se calzaba a una de sus adeptas de ojos trastornados, también decía -como nuestro exministro del Interior- que el diablo había venido a destruir su país. Dios los cría y el Demonio, tan juguetón, les junta en extraños diagramas de Venn…



    Si juntáramos a todos los locos que, como Charles Manson, se han creído Jesucristo en estos últimos dos mil años de espera, tendríamos para llenar varios cientos de manicomios, y ahora mismo, en la era 2.0 de internet, varios foros de iluminados. Y habrá muchos más, supongo, hasta el final de los Tiempos, cuando Jesús venga de verdad a enfrentarse al Anticristo, o cuando un virus más letal que el coronavirus arrase con todos sin darnos tiempo ni a criticar al presidente del Gobierno.

    Yo, por mi parte, en los 48 años que llevo sobre el planeta, puedo afirmar que he visto a un tipo haciendo milagros. Y no de tapadillo, para cuatro adeptos tarados, sino ante las cámaras de televisión que retransmitían su labor para medio mundo. No sé si el tipo es Jesús redivivo o Jesús redimuerto, pero desde luego forma parte de la sagrada familia. Nació en Móstoles, en 1981, en una familia tan humilde como la de Belén. Yo, de hecho, cuando mi hijo era pequeño, decía que en mi casa no poníamos belenes, sino móstoles, y nadie me entendía. El hombre-dios, por supuesto, es Íker Casillas. Yo le vi volar -no estirarse, no agigantarse, digo volar- de un palo a otro en el Sánchez Pizjuán, para pasmo de Diego Perotti, que cayó fulminado en el césped, de rodillas, lamentando el gol fallado y al mismo tiempo rezando, devoto, al nuevo Mesías.




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