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Muerte entre las flores

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El otro día, en el podcast de Javier Aznar, un filósofo decía que la inteligencia era el bien mejor repartido de la Creación, mucho más que la riqueza o que la belleza. Porque la pobreza, o la fealdad, son desgracias que se pueden confesar con la guardia baja, cuando hay un espejo delante o un amigo que conversa. Pero la inteligencia... Ay, la inteligencia... Nadie se considera a sí mismo un estúpido, como nadie se confiesa a sí mismo un loco, o un votante del fascismo.

Escuchando al filósofo me acordé de pronto de “Muerte entre las flores”, quizá porque mi paseo transcurría por un bosque de La Pedanía, con las hojas caídas, y la neblina entre los troncos, y Eddie que correteaba persiguiendo a los gamusinos. Un recodo del bosque era tal cual el Miller’s Crossing donde Gabriel Byrne fue a matar a John Turturro y luego se arrepintió. “¡Mira dentro de tu corazón...!”, le suplicaba Turturro en la escena inmortal. La de veces que se lo dije yo a la mujer que me dejaba como deporte: “¡Mira dentro de tu corazón...!” También arrodillado y tal. A Turturro le funcionó una vez; a mí dos. Pero a ninguno nos bastó.

Yo creo, en mi humildad intelectual, pues padezco del sesgo contrario, que el filósofo, se estaba olvidando de la ética. Porque la ética es otra medalla de oro que se compra muy barata en los chinos para luego lucirla en el cuello. Ética es la palabra que sobrevuela todo el metraje de “Muerte entre las flores”. Los personajes son gánsteres, psicópatas, estafadores, corruptos... Parece el Congreso Nacional de un partido político que yo me sé. Y sin embargo, todo quisqui se aferra a la ética para justificar sus crímenes o sus traiciones. También como en el partido ese, mira tú por dónde.

El imperativo categórico de Immanuel Kant ha arraigado en cada personaje para crear una moral muy conveniente y personal. Como en la vida misma, vamos. Y como todos los personajes de “Muerte entre las flores” se creen buenos, al final resulta que no hay buenos ni malos. Sólo negocios, y amores que tiemblan.

Y cosiendo unas cosas con otras, una obra maestra del cine.






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Hacia rutas salvajes

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Yo también voy a veces into the wild, por los montes de la pedanía, a extasiarme con la soledad, y con la belleza del paisaje. A sentirme desnudo de gente, introspectivo, filosófico incluso, con un libro sesudo en la mochila, y hecho uno con la naturaleza, que por aquí, en algunos recodos, parece intocada, como si el ser humano no rondara las cercanías. Está el rumor persistente de la autopista que se filtra por los valles, pero a poco que el viento sople en las hojas, o canten los pajaruelos en la rama, el efecto se parece mucho a la Alaska casi virginal que buscaba Alexander Supertramp. Aquí también hay coníferas, y arroyos caudalosos, y lugareños con camisa a cuadros que saludan con parquedad. Pero todo construido a escala ibérica, claro, más modesto y menos imponente. También hay sustento por los caminos -cerezas en mayo, peras en agosto, castañas en octubre- y uno a veces sale a sobrevivir cargado con la mochila del pequeño latrocinio, y en un alarde de imaginación me descubro indómito, aventurero, dependiente de los frutos silvestres, asilvestrado, como enfrentado a la dura tarea de un bosquimano occidental... Son fantasías estúpidas, claro, de Jeremiah Johnson de andar por casa, o de Alexander Supertramp vagabundeando con lorzas, porque a las dos horas de aislamiento social y de búsqueda profunda del yo, me empieza a rugir el estómago, y pienso en mi frigorífico, y en mi despensa, todo ello tan pequeño-burgués, y además recuerdo que juega el Madrid a tal hora, o que he quedado con el amigo para la caña, o que ya me duelen los juanetes de andar dando tumbos por las colinas, con el perrete sirviéndome de guía y avisándome de la fauna salvaje, que ésa sí que la hay: corzos que bajan a beber, jabalíes que vienen a la viñas, conejos y serpientes…



    Conozco a un vecino que estuvo una vez into the wild de verdad, de pastor en los montes cercanos, aislado por voluntad propia durante los meses de invierno, pero una vez me confesó que cada cierto tiempo, con la entrepierna ya escaldada, se acercaba los putiferios de León -no a los de aquí, para no ser reconocido- a revolcarse un poco en el lodazal de la civilización  Muy prosaico todo… Nada que ver con el periplo de Christopher McCandless, un ermitaño de verdad, consecuente hasta el final, íntegro y empecinado, aunque uno sospeche que en su fuero interno habitaba un macho alfa que destilaba algo de arrogancia. Un brindis por él, en cualquier caso. La película de sus andanzas siempre me deja estupefacto, jodido, como acusado de algo, no sé muy bien de qué...




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