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Maricón perdido

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A veces, tras la tercera y última cerveza, que es justo la que me desata la lengua y me colapsa el organismo, le digo al amigo que yo, cualquier día, como diría Bob Pop, maricón perdido. Que quizá llevo toda la vida equivocándome de empeño, y que era tal vez en la otra isla donde me aguardaba la felicidad.

Al amigo le suelto esta boutade cuando hablamos del tema mujeres -el tercero en importancia de nuestros asuntos tras la página deportiva y la política nacional- y llegamos a la conclusión de que sería mejor vivir sin ellas, aunque duela, aunque tengamos que hacer un esfuerzo heroico por olvidarlas. Aunque luego, nada más levantarnos de la terraza, enterremos todo lo dicho y corramos desesperados a su lado, para guarecernos bajo sus pechos, cuando están.

El amigo, en caso de apostasía, se decantaría abiertamente por el celibato, de tal modo que en sus fantasías él vive entregado a la huerta, al deporte televisado, a las cañas con los amigos. Y cuando llegue el apretón, pues a mirar para otro lado. Yo, por mi parte, que todavía tengo al diablo entre las piernas, siempre he envidiado la facilidad con la que los hombres se entienden con una mirada y se van a la cama sin tener que celebrar rituales decimonónicos, cortejos y conversaciones, protocolos y demostraciones, exámenes y circunloquios, pláticas sin fin, persecuciones circulares, malentendidos sin fruto... No, nada de eso: primero el sexo, para aliviar la tensión, y luego, si el amor viene detrás, pues mira, cojonudo. Y si no, que me quiten lo bailado.

¿Y la serie? Pues nada, una decepción. Maricón perdido es él Cuéntame de los Alcántara pero en versión gay pop. Como el guion era de Bob, y lo producía Berto, y salía Candela, y lo anunciaban mucho en los late nights del Movistar +, uno pensaba que esto iba a ser una cuchipanda llena de humor y chascarrillos. Pero nada más lejos de la realidad. Lo de ser homosexual en tiempos de la Transición no debía de dar, por lo que se ve, para mucha comedia. Poca broma.




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