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El chip prodigioso

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Para nuestra generación, “El chip prodigioso” fue una divertida introducción al mundo de la nanotecnología. En 1987, de chavales, llegamos a pensar que cuando fuésemos mayores –o sea, más o menos como ahora- los médicos nos recibirían en las consultas, nos harían un par de preguntas protocolarias sobre nuestro achaque y luego -como Dennis Quaid en la película- se meterían en una máquina miniaturizadora para hacerse chiquititos, casi microscópicos, y así poder hurgar en nuestras entrañas después de que una enfermera cañón -por lo menos tan guapa como Meg Ryan- inyectara la nave espacial en el torrente sanguíneo o nos la metiera por el culo gracias al amable excipiente de un supositorio. 

Ese era el futuro que imaginábamos a cuarenta años vista: los médicos como navegantes de nuestro espacio intercelular, casi más espeleólogos que facultativos. Más parecidos a Miguel de la Quadra-Salcedo que al doctor Beltrán que poco después se haría famoso en Antena 3 televisión. La de chistes que hicimos, con la tontería de los médicos moleculares, o de las doctoras jibarizadas, ahora ya irreproducibles porque las ciencias políticas han avanzado mucho más deprisa que las ciencias medicinales. De hecho, si no fuera por el desarrollo de la tomografía axial computerizada, estaríamos más o menos como en 1987, sondeando el interior de nuestros organismos casi con la misma tecnología que desarrolló el matrimonio de los Curie en su laboratorio.

“El chip prodigioso” muestra otro avance de la ciencia que no tiene visos de cumplirse ni siquiera a medio plazo. Otra estafa futurista de Hollywood, aunque a ratos resulte muy entretenida. La nanotecnología, al final, resultó ser una cosa de máquinas biónicas tan pequeñas como las moléculas: robots hacendosos cortando tejidos muertos o empalmando cadenas de ADN. Una ciencia muy útil, y a su modo también muy fantasiosa, pero muy poco peliculera para hacer un éxito de taquilla con rubias guapísimas y hostiazos a gogó.





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Tienes un e-mail

🌟🌟🌟

Hay que creer en el amor. No queda otra. Aunque sea viendo películas tan ñoñas. Para eso están: para alimentar la ilusión cuando alguien nos espera al otro lado de los cachivaches electrónicos. Si les pasó a esos suertudos de Tom Hanks y de Meg Ryan, ¿por qué no nos iba a pasar a nosotros aunque no seamos tan simpáticos, ni tan rubias, ni vivamos en Nueva York cuando llega la Navidad? Para eso está Hollywood: para que nuestros corazones no dejen de latir. Hollywood es el servicio de cardiología que nos atiende a través del televisor, cuando la congoja sube por el pecho y la oscuridad de noviembre se adueña de las ventanas.

Los soñadores del amor, en 1998, usaban unos ordenadores portátiles como maletines de la señorita Pepis, y se carteaban a través de los emilios, en los chats, que es como si nos hablaran de hachas de sílex en la cultura auriñaciense. Hay un personaje en la película que le pregunta a otro: “¿Tú te conectas a internet?” Es como ver un episodio de “Los Picapiedra” y en realidad no fue hace tanto. Pero da igual: el retraso tecnológico no te saca de la película. La esperanza del amor verdadero era entonces la misma que ahora: en los trogloditas, y en Meg Ryan y en Tom Hanks cuando el esplendor de su juventud. Él siempre tuvo cara de panoli pero lo disimulaba de puta madre, y ella era guapa, guapa a rabiar: el sueño anglosajón de cualquier platónico mediterráneo. A mí, al menos, Meg me ponía mucho.

Tenía que ver “Tienes un e-mail” porque a mi alrededor se están derrumbando amores que parecían destinados a la eternidad. Dos casi en la misma semana. Los terroristas del nihilismo han estrellado sus aviones contra dos torres bien altas, de cimientos profundos y consolidados, y han conseguido dañar su estructura fundamental. Hay bomberos trabajando en el incendio, pero me dicen que está la cosa muy jodida. Que son malos tiempos para la lírica. Lo cantaba Germán Coppini mucho antes de que se inventaran los correos electrónicos.



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En carne viva

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Antes de rodar “En carne viva”, Meg Ryan fue la reina indiscutible del amor sin sexo. En sus comedias románticas ella ponía ojitos, morritos, te seducía con todos los vestiditos bien abrochados. Meg te enviaba e-mails conmovedores, o se subía a los rascacielos más altos para besarte, que son cosas muy tiernas de mujer enamorada. Pero luego, a la hora de la verdad, jamás te concedía la contemplación de su cuerpo desnudo. Eso solo sucedía tras la cortina de los títulos de crédito, y casi siempre con Tom Hanks de compañero sexual, así que durante años flotó en el inconsciente colectivo el enigma de su cuerpo sin ropa,  tan guapa como era de cara, y tan pizpireta de gestos, con ese punto perverso de sus ojos azules.

Y sin embargo, Meg Ryan había fingido un orgasmo como pocos se habían visto en las salas del cine respetable: un orgasmo de la hostia, a pleno pulmón, a todo lo que da el organismo. La reina del amor sin sexo demostró que también podía ser la reina del sexo sin amor. Pero pasaron muchos años antes de que alguien le concediera una oportunidad. Y la oportunidad, finalmente, se la concedió Jane Campion, en esta película que es tan rara como todas las de Jane Campion. Mira que “El piano” nos parecía rara de cojones y al final resultó ser la más ortodoxa de sus películas. Y también la más bella.

“En carne viva” es una historia tortuosa, reptiliana... rara. Va de un policía con bigote y de una profesora de literatura que follan por puro instinto, por puro morbo, que es a lo que nos referíamos antes con lo del sexo sin amor. Una cosa muy respetable, desde luego, pero que aquí se convierte en enfermiza, y en peligrosa, porque una cosa es zumbarte a un tío que en el fondo te la sopla y otra, muy diferente, zumbarte a un tipo que sabes que podría asesinarte. Ya digo que “En carne viva” es una película muy rara... Pesadota de seguir. Pero sale Meg Ryan en carne viva, eso sí, y según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, una película que da lo que promete merece al menos nuestro respeto.





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Cuando Harry encontró a Sally

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El orgasmo más famoso de la historia del cine salía en Cuando Harry encontró a Sally, o viceversa, y era uno fingido. Y ni siquiera tenía lugar en una cama, o en un coche aparcado en la colina, sino en mitad de una cafetería. Una real, por cierto, en Manhattan, que todavía hoy indica el lugar del crimen con un cartel. Si usted no sabe de qué orgasmo le estoy hablando, una de dos: o es demasiado joven, o acaba de salir del convento a conocer mundo, antes de morir.

(Yo, por cierto, en esta última revisión, me he fijado en lo que comía Sally antes de lanzarse a la actuación, para pedir lo mismo que ella, claro, como en el chiste que remataba la escena: es un sándwich de carne y queso, con pan integral, al que ella, tan dotada para la farsa como maniática para las comidas, va despojando poco a poco de las lonchas).

Supongo que el orgasmo de Sally es una metáfora del propio cine, que no deja de ser un placer fingido por las neuronas espejo, mientras nuestro cuerpo, despatarrado en el sofá, ni siente ni padece. Supongo que también viene a demostrar que el sexo no visto siempre es más perturbador que el sexo explícito. No más excitante, eso no, porque ante los cuerpos desnudos el periscopio se activa casi sin querer, pero sí más morboso y seductor... Me consta que Meg Ryan se desnudó una vez en pantalla, decidida a ganar el Oscar, y sin embargo, aunque estoy seguro de que yo miré por una rendija, no recuerdo nada de su belleza interior. Decididamente, me pone mucho más Sally hablando de sexo que Meg mostrando sus esplendores. Y eso que yo, como muchos, estábamos enamorados de ella: de su cara de muñeca, de sus ojos azules, de su pinta de exalumna de las monjas... Mientras los críticos sesudos la atizaban, nosotros, en secreto, la mirábamos, y la remirábamos, y la admirábamos... Durante varios años fue la gran estrella de Hollywood. Con Meg, como quien dice, aprendimos a mandar emails a nuestros amores lejanos. Luego, en homenaje, la Unión Astronómica Internacional le puso su nombre a un asteroide, el 8353 Megryan. No es una estrella, vale, pero surca el firmamento.




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