Hay que creer en el amor.
No queda otra. Aunque sea viendo películas tan ñoñas. Para eso están: para alimentar la ilusión cuando alguien nos espera al otro lado de los cachivaches electrónicos.
Si les pasó a esos suertudos de Tom Hanks y de Meg Ryan, ¿por qué no nos iba a pasar a
nosotros aunque no seamos tan simpáticos, ni tan rubias, ni vivamos en Nueva
York cuando llega la Navidad? Para eso está Hollywood: para que nuestros
corazones no dejen de latir. Hollywood es el servicio de cardiología que nos atiende
a través del televisor, cuando la congoja sube por el pecho y la oscuridad de
noviembre se adueña de las ventanas.
Los soñadores del amor,
en 1998, usaban unos ordenadores portátiles como maletines de la señorita
Pepis, y se carteaban a través de los emilios, en los chats, que es como si nos
hablaran de hachas de sílex en la cultura auriñaciense. Hay un personaje en la
película que le pregunta a otro: “¿Tú te conectas a internet?” Es como ver un
episodio de “Los Picapiedra” y en realidad no fue hace tanto. Pero da igual: el
retraso tecnológico no te saca de la película. La esperanza del amor verdadero era
entonces la misma que ahora: en los trogloditas, y en Meg Ryan y en Tom Hanks cuando el esplendor de su juventud. Él siempre tuvo cara de panoli pero lo disimulaba
de puta madre, y ella era guapa, guapa a rabiar: el sueño anglosajón de
cualquier platónico mediterráneo. A mí, al menos, Meg me ponía mucho.
Tenía que ver “Tienes
un e-mail” porque a mi alrededor se están derrumbando amores que parecían
destinados a la eternidad. Dos casi en la misma semana. Los terroristas del nihilismo han estrellado
sus aviones contra dos torres bien altas, de cimientos profundos y consolidados,
y han conseguido dañar su estructura fundamental. Hay bomberos trabajando en el
incendio, pero me dicen que está la cosa muy jodida. Que son malos tiempos para
la lírica. Lo cantaba Germán Coppini mucho antes de que se inventaran los
correos electrónicos.
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