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Días de radio

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Ahora que sabemos lo que pasó -y lo que no pasó, y lo que dicen que pasó- se hace extraño ver a Mia Farrow en las películas de Woody Allen cuando era la actriz y la amante, la musa y la compañera. Es como si un amigo divorciado te pasara el vídeo de su boda, o de su luna de miel, en Bora Bora, con esa mujer que ahora le odia y desea su ruina completa. Eran tan dichosos entonces... A todos nos ha pasado esto del vídeo traidor que te vomita el pasado feliz, sólo que nosotros solemos tirar esas cosas a la basura, o a la papelera de reciclaje, y ya no queda ni rastro de su hijaputez. O las guardamos en discos duros tan ultrasecretos que luego ya no sabemos ni dónde están. Pero las películas de Woody Allen son historia, patrimonio público, y sus tiempos gozosos con Mia Farrow están a la vista de todos, como un recordatorio de que todo es efímero y enclenque en el amor.

    De todos modos, el papel de Mia Farrow en Historias de la radio es episódico, intermitente, porque se trata de una película coral, sin personajes principales, y estos pensamientos se diluyen en el resto de anécdotas y recuerdos. Historias de la radio es el homenaje de Woody Allen a la radio de su infancia, allá en Brooklyn, cuando el invento de Marconi era el rey del salón, y toda la familia se reunía a su alrededor para conocer las noticias del mundo, y las canciones de moda, y los inventos maravillosos que se anunciaban en las pausas. Fue mucho antes de que se inventara la tele, y siglos, eones, antes de que un ovni venido de Andrómeda nos trajera lo de internet.

    Aunque en mi casa teníamos televisor,  la infancia radiofónica de Woody Allen se parece mucho a la mía, y quizá por eso la película me toca cierto tuétano de los huesos. En mi casa la radio estaba encendida a todas horas. Mi madre hacía sus labores llevando la vieja Grundig por todas las habitaciones, y eso empapaba la casa de ondas hertzianas, a veces lejanas, a veces cercanas, según dónde estuviera la tarea. Cuando mi padre llegaba del taller, comíamos con la radio puesta, para escuchar el parte. Todavía hoy, cuando visito a mi madre, comemos con la radio puesta, en la mesa de la cocina, para comentar las noticias... Yo me apropiaba de la Grundig por las tardes, para escuchar los partidos de fútbol, y Los 40 principales, cuando me entró la tontería. Luego, por la noche, mi madre hacía las cenas con ella puesta, al hilo del último noticiero, y cuando mi padre llegaba del cine, a las tantas, escuchaba los deportes con José María García, y yo a veces me asomaba por allí, a ver qué decían del Madrid...  


    Tengo muchos recuerdos de la tele, pero creo que tengo más de la radio: de las voces, de las sintonías, de los anuncios. Había unos puros que se llamaban como yo, y que tenían mucha vitola.





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