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Medianoche en Paris

🌟🌟🌟🌟

Medianoche en París es una película desconcertante, que al principio cuesta mucho digerir. Y no porque tenga viajes en el tiempo, que eso ya es un recurso familiar, sino porque cuenta la historia de un tipo que está a punto de casarse con Rachel McAdams, y de entroncar con su familia forrada de millones, y sin embargo, por un desvarío que no tiene antecedentes en la psiquiatría, reniega amargamente de su destino. Cualquier otro hombre hubiera dicho: “Hasta aquí hemos llegado. Esto es el finis terrae: el matrimonio con Rachel, y la riqueza de por vida.  La suerte ya no puede depararme nada mejor…”. Los hay que darían un ojo o una pierna -si eso no menoscabara el amor de Rachel - por resignarse a semejante derrotero. Pero este individuo de la nariz aplastada y los ojuelos de soñador es un inconformista, o un gilipollas, o las dos cosas a la vez, y aunque él está en París con su noviaza, de pre-luna de miel, y ella es bellísima, y encantadora, y le anima a perseverar en la escritura gracias a la solvencia de papá, él sueña con vivir en el París de los años 20, sin Rachel, y pobretón, a la bohemia, codeándose con Hemingway y Picasso, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein. Una sinrazón, desde luego, esto de preferir la cultura al sexo, la enfermedad a la penicilina, el dolor de muelas a la anestesia con el Dr. Howard. Es muy probable que Gil, el protagonista, no se llame así por casualidad...



    La primera media hora de la película es maravillosa, de gran cine, con postales de París y diálogos acerados. Puro Woody Allen. Pero la confusión en el espectador sigue ahí, como un gusanillo en el estómago, incomodando y royendo, hasta que Gil, en uno de sus viajes al pasado, conoce a Marion Cotillard, que también anda huida de su tiempo y de su realidad, ligando con Picasso y con muchos más.. Entonces la cosa cambia, porque la Cotillard es tan guapa o más que Rachel McAdams, y le ofrece a Gil la posibilidad ilusionante de quedarse allí para siempre, en el tiempo soñado, desdeñando el riesgo de morirse de una simple gripe o de una simple infección. Porque los años 20 de París fueron muy cultos, y muy excitantes, pero también muy peligrosos.


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Puro vicio

🌟🌟🌟

Inherent vice es el término legal que designa el defecto oculto de una mercancía. Una tara que no se ve al comprarla pero que termina por estropearla, y que faculta al comprador a exigir una compensación. En el contexto de esta película inexplicable, donde es difícil acertar con los argumentos o con las metáforas, se supone que esta expresión alude a la decepción final de los amores, pues todos llevamos de nacimiento un defecto que al principio no se ve, o que se prefiere obviar, en aras del amor, pero que tarde o temprano acaba por marchitar la relación.

     En la versión al castellano de la novela primigenia, el responsable de la editorial tradujo Inherent vice por Vicio propio, que ya sabemos todos las connotaciones que acarrea: el manubrio, el dedo índice, el consuelo de Onán, para que el lector abrumado por las novedades editoriales se quedara paralizado con el reclamo, apelado a su instinto, a su cerebro no racional, que es un truco muy viejo y muy burdo, pero muy efectivo. Sin embargo, al responsable de distribuir la película le pareció que eso de Inherent vice no se iba a entender, y que eso del Vicio propio sonaba a película clasificada “S”, de cines guarros de antaño, de factoría de Enrique Cerezo en la tele nocturna de Madrid. Así que se decantó por este Puro vicio que en realidad es una descripción bastante acertada de lo que se ve en pantalla todo el rato, si asumimos, claro está, que el sexo libre y el porro encendido son vicios que merezcan un tratamiento peyorativo.

     De todos modos, ya digo que esto del inherent vice está un poco cogido por los pelos, porque la película no se entiende muy bien. Y no es que uno ande un poco despistado, abrumado por otras cuitas, sino que es opinión general entre la feligresía de Paul Thomas Anderson: que esta película es un experimento que le explotó en las manos. Una osadía, esto de hacerle un homenaje porreta a El sueño eterno en el que apenas se entiende nada, y en el que se da a entender, además, que tampoco importa gran cosa entender las peripecias. Fascinante, hipnótica, ininteligible…




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Zoolander

🌟🌟🌟

El 27 de marzo de 2009, en otro foro de cinéfilos más concurrido que éste, un yo mismo que aún no transitaba la crisis de los cuarenta escribía estas cosas sobre Zoolander, la tontaca de Ben Stiller sobre el mundo de la moda y sus chanantes sujetos:

            "Es una peli, que si te la cuentan, sales huyendo. No tiene ni pies ni cabeza: es ridícula, absurda, gilipollesca. Sin embargo, cuando la ves en una noche tonta, acabas riéndote como un imbécil. Zoolander no es, desde luego, una comedia de Billy Wilder (y que los dioses me perdonen por introducir aquí su nombre), pero tiene el mérito incuestionable de ser una chorrada autoconsciente de serlo. La película no engaña a nadie, no va de proyecto interesante, se parodia cruelmente a sí misma. Y esa honestidad me llega al alma. Ben Stiller podrá ser obvio, zafio, bobo, pero no es, desde luego, ningún majadero que presuma de hacer comedias con mensaje. La escena del "duelo en la pasarela" es de lo más demencial y divertido que he visto en mucho tiempo".


            Ése era yo con treinte y siete tacos recién cumplidos. Casi un chaval que se reía por cualquier cosa. Que le sacaba zumo incluso a una película tan lamentable como Zoolander. Un cinéfilo mucho menos exigente que el que ahora se adueña del sofá, que tiene más canas y más kilos, y se ríe haciendo esfuerzos con los labios. Estos seis últimos años han sido como de vida perruna: cuarenta y dos, en realidad, si los multiplicamos por siete de los humanos. En los ochenta tacos, pues, me he puesto en un visto y no visto. Quizá por eso, anciano y medio gagá, con las pastillicas y la babilla, hoy no le he sacado ni una sonrisa con Zoolander. Ni con la famosa escena del "duelo en la pasarela", que parecía una cosa de Los Morancos haciendo el merluzo sobre el Puente de Triana. 

    O ha sido, tal vez, la derrota del Madrid en Turín, el enésimo Waterloo de nuestras huestes en los campos europeos, la que me ha tiznado el humor de negro, una suciedad de vergüenza que seguramente necesitaba un detergente más poderoso que éste de Ben Stiller y su alegre muchachada. 




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