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Babygirl

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Si “Eyes Wide Shut” terminaba con Nicole Kidman pronunciando la palabra “follar”, “Babygirl”, un cuarto de siglo después, comienza con Nicole Kidman follando con un brío desatado. Un verdadero empalme. Una elipsis narrativa a la altura del hueso espacial de Stanley Kubrick. 

De hecho, si hacemos caso omiso de algunos detalles, Nicole Kidman podría estar interpretando al mismo personaje. Las dos Nicoles son turbias, inteligentes y viven en los barrios caros de Nueva York. Las dos tienen fantasías sexuales que sólo confiesan al marido cuando ya no queda otro remedio o cuando un buen porro desata su lengua retozona. Eso sí: en “Babygirl” el marido de Nicole ya no es Tom Cruise -que seguramente se decantó por las orgías que celebraban los millonarios- sino Antonio Banderas, que también es guapo a rabiar y luce unas canas en la perilla que son la mar de seductoras. (A mí, sin embargo, que no soy famoso y vivo en las provincias deshabitadas, se me ha quedado toda la perilla congelada, como de explorador perdido en el Ártico, y las mujeres me bajan mucho la puntuación cuando sacan los cartelitos con la nota).

“Babygirl” quiere ser una película feminista y termina siendo la nueva entrega de “Cincuenta sombras de Grey” o la segunda parte de “Nueve semanas y media”: puro morbo sobre las alfombras. Sexo raro y enfermizo. Pocos espectadores van a sentirse incómodos o aludidos por la ridícula polémica. “Babygirl” podría haberla rodado cualquier ser humano no gestante y no nos habríamos ni enterado. Así de confusa y de contradictoria resulta su reivindicación.

(Nicole Kidman -por cierto- sigue enseñando un cuerpo de anglosajona longilínea y perturbadora. Pero ella, claro, lo tiene todo a su favor: la genética, y la pasta, y los tratamientos exclusivos. Eso sí: se ha olvidado de operarse la ceja izquierda, que luce con muchos menos pelos que la ceja izquierda. Alguien de confianza debería decírselo. Hay veces que la mirada se te queda clavada en el descampado y te pierdes parte de la trama).



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El triángulo de la tristeza

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Confieso que soy un marxista que nunca ha leído “El Capital”. Del abuelo Karl solo leí “El manifiesto comunista”, que es un librito más directo y manejable. Una vez, de joven, quise abordar “El Capital” y me desfondé en la página 20 como quien sube un puerto de montaña. Nuestro libro fundamental no es más que germanía económica y está dirigido a los especialistas en la materia. Es como ser un católico analfabeto: no entiendes la Biblia, pero te fías de la Palabra. Los marxistas también tenemos una fe que mueve montañas -aunque ahora no estemos en nuestro mejor momento- y confiamos en nuestros traductores cuando nos dicen que la explotación del hombre por el hombre es una puta vergüenza y que jamás va a detenerse hasta que los proletarios nos levantemos indignados.

Han pasado casi dos siglos desde que el abuelo soñara con la revolución definitiva y seguimos más o menos como estábamos. Si en su época los marxistas eran una minoría vociferante, ahora que podríamos predicar nuestro evangelio gracias al milagro de internet -inventado por los capitalistas, todo hay que reconocerlo- nos vemos resignados a sobrevivir en un margen borroso de la historia. Es por eso que se agradece que de vez en cuando, en algún libro, en alguna tertulia de la radio, en alguna película procedente de la idílica Escandinavia, se recuerde que los ricos son unos hijos de puta que viven como príncipes a costa de acaparar las plusvalías. Que el lujo de sus fiestas, tan deslumbrante, tan de revista del corazón, no es más que la ostentación impúdica de nuestra miseria. Y que la única solución que esos cerdos no proponen es que desertemos en plena batalla y nos pasemos a sus filas: que nos arranquemos los escrúpulos de cuajo, o que la belleza física nos abra las puertas de sus santuarios.

Sin embargo, por muy marxista que uno sea, también hay que admitir que la naturaleza humana es muy jodida y atravesada, y que a los pobres, cuando llegan al poder y se ponen a impartir justicia, se les pone una cara de esclavistas que también da mucho asco contemplar.  Eso también lo explican en “El triángulo de la tristeza”.


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