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Confieso que soy un
marxista que nunca ha leído “El Capital”. Del abuelo Karl solo leí “El
manifiesto comunista”, que es un librito más directo y manejable. Una vez, de
joven, quise abordar “El Capital” y me desfondé en la página 20 como quien sube
un puerto de montaña. Nuestro libro fundamental no es más que germanía económica
y está dirigido a los especialistas en la materia. Es como ser un católico analfabeto: no entiendes la Biblia, pero te fías de la Palabra. Los marxistas también tenemos
una fe que mueve montañas -aunque ahora no estemos en nuestro mejor momento- y
confiamos en nuestros traductores cuando nos dicen que la explotación del hombre por el hombre es una
puta vergüenza y que jamás va a detenerse hasta que los proletarios nos
levantemos indignados.
Han pasado casi dos
siglos desde que el abuelo soñara con la revolución definitiva y seguimos más o
menos como estábamos. Si en su época los marxistas eran una minoría vociferante,
ahora que podríamos predicar nuestro evangelio gracias al milagro de internet
-inventado por los capitalistas, todo hay que reconocerlo- nos vemos resignados
a sobrevivir en un margen borroso de la historia. Es por eso que se agradece que de vez
en cuando, en algún libro, en alguna tertulia de la radio, en alguna película procedente
de la idílica Escandinavia, se recuerde que los ricos son unos hijos de
puta que viven como príncipes a costa de acaparar las plusvalías. Que el lujo de sus fiestas,
tan deslumbrante, tan de revista del corazón, no es más que la ostentación impúdica
de nuestra miseria. Y que la única solución que esos cerdos no proponen es que desertemos en plena batalla y nos pasemos a sus filas: que nos arranquemos los escrúpulos de cuajo, o que la belleza
física nos abra las puertas de sus santuarios.
Sin embargo, por muy
marxista que uno sea, también hay que admitir que la naturaleza humana es muy
jodida y atravesada, y que a los pobres, cuando llegan al poder y se ponen a
impartir justicia, se les pone una cara de esclavistas que también da mucho
asco contemplar. Eso también lo explican
en “El triángulo de la tristeza”.
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