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Truelove

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Los llamamos amores verdaderos y todavía no sé por qué. ¿Para distinguirlos de los falsos? Menuda tontería. Todos los amores son verdaderos porque si son falsos ya no serían amores. La veracidad va implícita en la definición. Es curioso que no establezcamos esa diferencia con el odio, que es su sentimiento hermanado. Jamás decimos “odio verdadero” para distinguirlo del odio a secas, o del odio menos beligerante. El odio es prístino y categórico.

Al amor, en cambio, lo dividimos en mil categorías inservibles.  Una de ellas es su duración. ¿Y qué más da?  “De fin de mi vida/de fin de semana”, cantaba Javier Krahe cuando recordaba los suyos en “Abajo el alzhéimer”. Que levante la mano quien no haya tenido un amor indudable que sólo haya durado un par de segundos, cruzando un paso de cebra o esperando turno en una panadería. Amores, y por tanto amores verdaderos, yo diría que hemos tenido cientos, o miles, a lo largo de la vida, y no siempre los más largos han sido los más arrebatados. Yo mismo, una vez, estuve dispuesto a dejar mi vida entera a cambio de una sonrisa anónima y sostenida. 

“Truelove”, por tanto, es una serie de título redundante, y además un poco confuso, porque en el original se escribe “Truelove”, todo junto, mientras que en las páginas hispanohablantes lo escriben separado “True love”, lo que no sé si es un detalle sin importancia o una cuestión semántica que explica la doble vía de la trama. 

Las sinopsis hablan de un grupo de ancianos que han decidido matarse unos a otros cuando vayan enfermando y no quieran sufrir más. Pero eso sólo es el banderín de enganche. La serie, poco a poco, va girando hacia el único tema que a mí ya me conmueve en las ficciones (y casi en la vida real): el del amor perdido o traicionado. Si es cierto que todos los amores son verdaderos, también es cierto que sólo hay uno que reina sobre los demás. El primus inter pares. Si no sabes cuál es, pregúntate cuál es el que más te dolió al perderlo. La estaca de Van Helsing más profunda y afilada. 



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