🌟🌟🌟🌟
Que la vida social es una farsa ya lo sabían los antiguos griegos, y supongo que los antiguos sumerios también, como añadiría Javier Cansado. Desde que me levanto por la mañana hasta que llega la hora de la película, no dejo de interpretar este papel de cuarentón abrumado por la vida. Tengo, además, para mayor disimulo, unas sienes plateadas que los dioses me regalaron por un cumpleaños, y unas gafas de pasta que me hacen parecer más inteligente de lo que soy. Y este gesto adusto que algunos confunden con la profundidad de pensamiento, y que sólo es bostezo y ganas de salir pitando de la escena. Mis poses no provienen de la maldad del narcisista, ni del cálculo del tramposo, sino del humilde anhelo de quien desea sobrevivir sin problemas, y que lo le dejen en paz el mayor tiempo posible.
Nunca salgo de casa sin llevar un juego completo de máscaras, porque cada contexto requiere de una farsa, de un papel concreto con unas líneas de guion determinadas. Las máscaras son un fastidio, y un esfuerzo, y no dejo de contar las horas que faltan para volver a guardarlas en el armario, junto a los calzoncillos y los calcetines. Sólo cuando llego al sofá nocturno puedo despojarme de ellas, y volver a ser el hombre de la expresión sincera y natural. En la soledad de la habitación nadie me observa ni me calcula. Sólo los dioses de Invernalia, a los que elevo de vez en cuando mis plegarias. A solas con mi película puedo volver a ser el imbécil genuino de toda la vida. El niño, el adolescente, el inmaduro, el mentecato. Me entrego a la función diaria con el alma limpia y el corazón en la mano, como se entregan las monjas a Jesucristo, o las chavalas al chico rubio del instituto. Mis reacciones ante lo que veo son las únicas sinceras de toda la jornada. Si alguien pudiera verme por el ojo de la cerradura, accedería de inmediato al sanctasanctórum de mis verdaderos pensamientos. Otros se muestran tal como son cuando follan, o cuando conducen, o cuando toman tres copas de más con los amigos. Yo sólo soy yo mismo con un mando a distancia en la mano, y unos auriculares bien calados en los orejones.
Hoy, por ejemplo, si alguien hubiera escuchado mis carcajadas mientras veía Supersalidos, habría comprendido inmediatamente que el adulto de cuarenta y dos años vive fuera de la habitación, en el pasillo, o en la cocina, preparando la comida de mañana, holograma falsario de mi triste realidad, y que es el adolescente irreductible quien se lo está pasando bomba con los chistes de guarrerías y las caricaturas de los penes. Nada ha cambiado desde los tiempos de Porky's, de cuando iba con los amigos al videoclub para echar unas risas y ver alguna teta subrepticia. Supersalidos es un Porky's más trabajado, más ocurrente, pero en esencia sigue siendo el mismo humor simplón y deslenguado, colegial y cochinoso. Nadie cambia, nadie madura, nadie se mueve ni un centímetro de sus posiciones iniciales. Sólo aprendemos a fingir y a disimular, para que nadie se ría de nosotros. Eso también lo sabían los griegos, y los sumerios antes que ellos, apunta por aquí don Javier.