Mira lo que has hecho

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En una entrevista promocional, Berto Romero, el gran Berto -como aquel cañón enorme de la I Guerra Mundial, el Gran Berta- defiende que su serie comienza donde terminan las otras comedias románticas. Que más allá de la boda, de la reconciliación definitiva, del gran polvo que sella el armisticio en la cubierta del portaaviones, son muy pocos los que se aventuran en el terreno pantanoso de la convivencia. Como si el amor terminara justo ahí, donde las películas y las series ponen el The End, y lo otro fuera una puta miseria que ya no merece tal nombre. Más bien una sarta de eufemismos que enmascaran el conflicto y la decadencia, la rutina, y el día a día. El ir-acostumbrándose-a-las-manías-y-a-los-defectos-del-otro. Y la crianza de los hijos, claro, que tiene muy poco de romántico, y es en cierto modo el fin del engaño, y del autoengaño, la trampa que nos esperaba al terminar el último trozo de queso.

    Mira lo que has hecho se atreve a dar ese paso. Se aventura en los lodazales donde la pareja ya no folla ni tiene ganas de intentarlo. Es el tiempo de ir a toda hostia a cualquier lugar, medio dormido, medio zombi, con el bebé a cuestas, en el carrito, en el coche, en el maxi-cosi, como en esas novatadas universitarias que te obligan a ir todo el día paseando a una oca de la correa. Mira lo que has hecho es como empezar a ver Catastrophe por la segunda temporada, pero sin las cuchipandas ni jolgorios de la primera. Catastrophe, además, que podría ser un referente temático de Mira lo que has hecho, juega en otra división, en otra categoría. Es una comedia en el sentido estricto de la palabra. Los personajes son como usted y como yo: buenos, pero malos; nobles, pero rastreros; generosos pero egoístas. Y a veces ni siquiera eso. Son imperfectos pero creíbles. Cínicos pero humanos.

    El Gran Berto defiende, en esa misma entrevista, que su producto no va a caer en la ñoñería del “to er mundo e güeno”, pero resbala varias veces en ese charco maldito, y sale con el culo manchado de agua sucia. Hay comedia, sí, y a veces comedia de la buena, curiosamente cuando la historia se desplaza a los tiempos pretéritos de la pareja, que eran los que no venían a cuento en su serie. Pero todo lo demás sale como ranciuno, como noventero, y tiene un aire a telecomedia familiar de cadena privada de las de no pagar, con sus abueletes, sus cuñados, sus niños pesados… Sólo falta la criada andaluza que suelta refranes entre sartenes. La familia al completo, vamos, ésa que pinta el “gran fresco” de las relaciones conyugales, pero que queda tan ridícula como la familia de Carlos IV en el cuadro de Goya.





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The Deuce

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“¡SEXO!... Y ahora que ya tiene nuestra atención, queremos comunicarle la próxima apertura de Almacenes Prieto, en el centro de la ciudad…” 

    Hace años esta era una táctica habitual en el mundo de la publicidad. Uno iba caminando por la calle tan ricamente, pensando en el fútbol o en la lista de la compra, y de pronto, como en una sacudida, te encontrabas con la palabra SEXO escrita en mayúsculas, y era como si tu homínido interior despertara del letargo. Y se te iba la vista, claro, a la octavilla, o al cartel publicitario, y por un segundo llegabas a pensar que estaban anunciando rebajas en el sector de la compañía, o que los poderes públicos lanzaban una campaña animando a la coyunda para subir los índices de natalidad. 

    La táctica de asociar el sexo con los Almacenes Prieto -o con las campañas humanitarias, incluso- duró sólo unos cuantos meses. Hasta que aprendimos a no seguir leyendo la letra pequeña que venía tras el reclamo. Con el riesgo evidente, eso sí, de perdernos alguna oferta verdadera, libidinosa, de las de tirarse luego de los pelos porque los amigotes si fueron y la gozaron en grande. Como Tom Cruise en la mansión de Eyes Wide Shut, pero sin equivocarse de contraseña en la segunda puerta.

    A los que ya conocemos las series de David Simon no nos hacía falta el anzuelo del sexo para ver The Deuce. Si hubiera tratado de dos ancianas inglesas que toman el té mientras charlan sobre sus nietos y sus achaques, en ocho capítulos idénticos donde sólo cambiaran los juegos de café y las mesitas de sobremesa,  la hubiéramos visto igual. Algo habríamos sacado en claro tratándose de Simon. Nuestra fe en él es ciega.  Pero como sus seguidores somos habas contadas, y sus series, aunque muy alabadas por la crítica, dejan números muy escasos en las audiencias, los responsables del marketing fueron vendiendo la moto de que The Deuce trataba sobre el nacimiento de la industria del porno allá en Nueva York, en los años setenta, cuando Time Square y sus alrededores no eran precisamente un paraíso para el turista, y el chulo putas, y la puta explotada, y el navajeo, y el bar da mala muerte, y el drogadicto tirado en el portal, disuadían al ciudadano universal de pasearse por allí haciendo foticas.

    Y no es que nos hayan mentido del todo, los responsables del marketing, con eso de que en The Deuce había mondongo, y se veían cosas impensables en otro show para la televisión. Haberlo haylo, el asunto, pero se nota a la legua que a David Simon no le interesa demasiado. La industria del porno de The Deuce –como la droga de The Wire o el huracán Katrina de Treme- sólo es el mcguffin que le sirve para trazar retratos de personajes. Porque The Deuce trata, básicamente, sobre las gentes de The Deuce, que es el barrio neoyorquino donde se cortaba el bacalao. Gente - y gentuza- que se levantaba por las mañanas a ver qué novedades les deparaba la vida. Una historia de barrio cutre, esforzada y resudada, que si no fuera por la industria del porno podría haberse ambientado perfectamente en el barrio de Vallecas.



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Blade Runner 2046

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O yo lo he entendido muy mal, o no sé dónde está el misterio de la reproducción replicante. Los replicantes no son androides ni cyborgs. No son los sintéticos que joden la marrana en todas las películas de la saga Alien, que los parten por la mitad y se ponen como locos y salen cables como intestinos y borbotean líquidos lechosos de alimentación. Si estamos hablando de fisiología –que no de filosofía- los replicantes son hombres y mujeres exactamente iguales a nosotros. La única diferencia es que no han sido cocinados en un útero, ni han salido al mundo atravesando un cuerpo de mujer. Y que sus creadores -esos hijos de puta de la Tyrell, o de la Wallace- los fabrican con fecha de caducidad muy corta para que no den muchos problemas y trabajen a destajo en las colonias.


    En ningún momento de Blade Runner -la original- ni de Blade Runner 2046 -la secuela- se nos dice que la espermatogénesis y la ovogénesis sean procesos cancelados en sus funciones corporales. Y el sexo, además, como se intuía entre los personajes de Rutger Hauer y Daryl Hannah –una cosa muy salvaje- y entre Harrison Ford y Sean Young -un asunto más sosegado- no parecía un comercio prohibido por la legislación. En Parque Jurásico, al menos, los genetistas tomaban la precaución de que todos los dinosaurios fueran hembras. Aunque luego la vida se abriera camino… Los replicantes, en cambio, son fabricados sexuados, y muy atractivos por lo general, y aunque lleven un código tatuado bajo el ojo, lloran, sangran y mean como todo hijo de vecino, y suponemos –o suponíamos- que el semen fluía entre sus cuerpos con los riesgos evidentes de procreación.

    Pero se ve que los seguidores de la aventura estábamos equivocados. Así las cosas, convertida la reproducción entre replicantes en un milagro de la biología, Blade Runner 2046 se parece más a un evangelio futurista que a una segunda parte de la película original. Hay una criatura nacida de una Virgen María sin posibilidad de concepción; un rey Herodes apellidado Wallace que lo persigue sin descanso para diseccionarlo; un departamento de Policía que lo busca en paralelo porque teme que algún día encabece la revolución de los esclavos. Deckard resucita de entre los muertos. Hay un ángel del Señor, incorpóreo, que se pasea por la Tierra con el nombre artístico de Joi. Y hay, por supuesto, enhebrando el relato de tales maravillas, un Jesucristo replicante que duda de su naturaleza íntima hasta el último momento. ¿Sueñan los androides con caballos de madera?



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The end of the f***ing world

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La adolescencia es el fin del puto mundo. En un sentido literal. De pronto, ante nosotros, tras el camino de baldosas amarillas, el mar. La montaña por escalar. El desierto que atravesar. The end of the fucking world... El túnel en la carretera. Y al otro lado, esperándonos con impaciencia, el yo que seremos. El que ya éramos en realidad, pero que vivía replegado, escondido, como el Alien que se ocultaba entre las tuberías de la nave. 

La infancia no es un camino de rosas, pero al menos uno duerme como eso, como un niño, a piernecilla suelta. Aún no sabemos que hemos nacido condenados por nuestro carácter, por nuestra herencia. Sufrimos contrariedades, reveses, pero el fuego de la certeza no nos tortura por dentro. Soñamos con ser astronautas, futbolistas, médicos de la hostia. Tipos interesantes, o mujeres triunfadoras. No conocemos nuestros límites. El voluntarismo chorra que ahora nos sermonea todos los días –tú puedes, sólo es cuestión de proponérselo- es un razonamiento pueril, un vestigio de la etapa preescolar.

    De pronto, un día, con doce o trece años, te levantas con un retortijón en el estómago, con una nube de lluvia suspendida sobre la cabeza. Los vellos incipientes ya anunciaban esta conversión en cucaracha autoconsciente. Toda la vida soñando con ser mayor ante la máquina de Zoltar y de pronto sientes esa punzada, ese dolor. La certeza exacta de saber quién eres. Un susto del copón. La asfixia de percibir los límites, los defectos, las incapacidades, como los tres malvados atrapados en el plexiglás de Superman II. Y sí: también ciertos virtuosismos, ciertas habilidades, que de todos modos nunca van a compensarnos. El golpe de conciencia es muy doloroso. Como volver a nacer, pero dándose cuenta de todo. No es cierto que la adolescencia sea el tiempo de la duda o de la indefinición. Del construirse. Es un tópico literario, cinematográfico. Nacemos sentenciados, y la pubertad sólo dura un segundo de brutal revelación. El resto sólo es literatura y pajas a mansalva. Basta un revés amoroso, un fracaso escolar, para comprenderlo todo de un solo chispazo de la inteligencia. Lo que pasa es que unos lo asimilan a la primera y otros prefieren rebelarse contra el destino, para terminar derrotados.

    En ese sentido, los dos chavales de The end of the f***ucking world son un tópico ambulante. Dos rebeldes sin causa. Dos estereotipos. Por muy psicópata que presuma ser él y por muy destroyer que presuma ser ella. Alyssa y James se fugan de casa, roban, asesinan, se dan a la supervivencia, pero en el fondo todavía son unos niños. Unos adolescentes de maduración tardía. Los más retrasados de su instituto, ellos que presumen de darles mil vueltas a los demás. Si con diecisiete años aún no sabes quién eres, es que vas muy corto de vista, o  te estás engañando a ti mismo. Aunque vayas de listo o de diferente. De hipermaduro. Uno es, casi siempre, lo que parece.


 

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Ruby Sparks

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Uno escribe para que le lean. Los diarios íntimos son cosa de adolescentes tímidos o de escritores consagrados que entrenan el estilo. Escribir supone un ejercicio, un desahogo, un esclarecimiento de las propias ideas. Incluso un modo de ganarse la vida. Pero todo eso viene después, como consecuencia, no como causa. Escribir, en su impulso primario, consciente o inconsciente, confesado o inconfesado, es llamar la atención del prójimo. Y, más en concreto, si seguimos la pista de la selección sexual, de la prójima. Escribir es pavonearse, distinguirse, ponerse de puntillas para que le vean uno entre la multitud. El intento de demostrar que poseemos una inteligencia, una inquietud por la vida, cuando fallan los atributos básicos de la conquista: el atractivo físico y la simpatía natural. Ganarse el respeto de los hombres, y la admiración de las mujeres. Atraer clientes a nuestro puesto en el mercadillo, tan vacío de existencias como una tienda soviética de la Perestroika.

    En Ruby Sparks, el apocado Calvin ha olvidado las verdaderas razones de su vocación. Inflamado por el éxito de su primera novela, ahora que trata de escribir la segunda se cree un artista, un creador, un sublimador de los instintos, y las palabras gloriosas se enredan en su mente. Las musas, que no dan abasto con tanto escritor como anda suelto, no pueden atenderle, pero sí lo hará un demiurgo juguetón que convertirá en carne exacta, transustanciada, la descripción que Calvin hace de su personaje femenino: una chica guapa, jovial, que viene a alegrarle la vida y al mismo tiempo a complicársela. “Escribes para esto, imbécil”, viene a decirle el demiurgo.

    Calvin se ha convertido en un dios creador de la literatura. En un sentido literal. La Fantasía Masculina hecha realidad. “En nombre de todos los hombres: no nos falles”, le dice su hermano, muerto de envidia. Ruby Sparks –que así se llama el milagro de la carne- es su criatura. Hace exactamente lo que Calvin teclea en su máquina de escribir. Ella llora, o baila, o se vuelve loca de contenta. Calvin puede retocar lo que no le guste. Añadir nuevos atractivos. Morales y físicos. Quitar pegas y defectos. Todo vale. Ruby es plastilina hecha con bases nitrogenadas.  Y nunca se queja, porque no sabe… 

La mente se vuelve muy perversa en esta fantasía. La tentación es muy fuerte; el dilema moral, de la hostia. Ruby ha dejado de ser un personaje para ser una persona. Por fantástico que sea su origen. Y las personas tienen derecho a ser felices. A decidir por sí mismas. No diré tanto como libre albedrío -que es un engendro filosófico- pero sí algo parecido. Calvin, que es un tío con moral, lo sabe. Y ahí empieza su drama de escritor enamorado.  



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Tiempo de revancha

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En las películas de Adolfo Aristarain, cuando aparece la empresa Tulsaco jodiendo la marrana, es que sus personajes –casi siempre Federico Luppi y su señora- están a punto de perder lo que tenían. O la empresa provoca su ruina cuando ya iban sacando la cabeza, o certifica que su vida pequeñoburguesa se ha terminado por culpa de la crisis mundial, o de la cíclica, o del corralito, que los argentinos, pobrecitos, las han sufrido de todos los colores en las últimas décadas.

    En Un lugar en el mundo, Tulsaco era la empresa que se cargaba el trabajo de aquellas gentes que hacían socialismo agropecuario en la Pampa; y en Lugares comunes, era la inmobiliaria que vendía la casa de Fernando y Lily para rubricar su caída a los infiernos de la clase depauperada. Este ingenioso ardid de usar el mismo logo para perpetrar latrocinios diferentes -¿o se trata, quizá, de un holding florentiniano que abarca mil actividades?- empezaba en Tiempo de revancha, en los páramos picapedreros donde Tulsaco era la empresa minera que fingía sacar cobre para atraer inversores, y que, para hacer un poco de paripé, y presentarse como una industria seria del sector, se cargaba un obrero de vez en cuando en explosiones muy poco controladas con condiciones mínimas de seguridad.

    Tulsaco es la encarnación del Mal empresarial. La SPECTRE de James Bond. La Federación de Comercio de la galaxia lejana. El juguete simbólico y vitriólico de Adolfo Aristarain, que tiene registrado ese nombre para que ninguna empresa verdadera pueda utilizarlo. Pero si Tulsaco representa a los gigantes malvados, Federico Luppi, en las películas, es el Quijote muy cuerdo que se enfrenta a ellos lanzado al galope. No sé si son las canas, o la voz, o la presencia, o la conjunción serena y a la vez desafiante de estos atributos, pero los personajes de Luppi hablan, o actúan –o se expresan a través de la lengua de signos, como en Tiempo de revancha- y uno queda prendado de su triste y  combativa figura, aunque sea de un modo no-sexual. No, al menos, en mi caso. Más bien de un modo bolchevique, tocacojones, idealista hasta casi la inocencia.


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Matrimonio de conveniencia

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En Matrimonio de conveniencia, la señorita Brontë, ciudadana americana residente en Nueva York, con un peinado de los años noventa idéntico al que lucía Elaine Benes en Seinfeld, aspira a vivir en un ático con invernadero tropical y vistas diáfanas de los rascacielos. Pero la comunidad de vecinos, que vela por las buenas costumbres de los residentes, exige que miss Brontë presente un certificado de matrimonio para empezar a negociar el contrato. Ella es demasiado guapa, demasiado sexy, y los vecinos no quieren ver un desfile de maromos entrando y saliendo del edificio. Quieren ver estabilidad en la escalera, en el ascensor, en los espacios comunes de esparcimiento. Quieren que los ruidos conyugales procedan siempre de la misma fuente varonil. Saber que siempre es el mismo señor Brontë el que exhala y proporciona los gemidos de placer. Habituar el oído. Sonreír complacidos en el sueño desvelado.

    Por su parte, Georges Fauré es un ciudadano francés que busca el permiso de residencia en Estados Unidos. La green card del título original. Caducado su visado de turista, Georges sobrevive en trabajos mal pagados a la espera de un golpe de suerte, o de una patada en la puerta que inicie los trámites de deportación. Georges es un hombre con estudios, con aspiraciones, con inquietudes musicales incluso, y siendo francés no se entiende muy bien qué narices pinta en Estados Unidos pidiendo la limosna de un DNI. Como si en Francia no les dieran trabajo a los músicos o a los artistas. Si fuera un exiliado libanés, o tanzano, que son países muy poco proclives al I+D de sus habitantes, el personaje de Gérard Depardieu tendría otra credibilidad, otra consistencia. Pero claro: ya no podrían poner a Gérard Depardieu como actor estelar en la película.

    La única salida que les queda a estos dos personajes atribulados es un matrimonio de conveniencia, que aquí en España, tan buenos como somos con los eufemismos, se llama matrimonio de complacencia. La señora Brontë y el señor Fauré no tienen, por supuesto, ninguna intención de vivir juntos, pero una inspección gubernamental les obligará a guardar las apariencias durante unos días de mutuo conocimiento. Y así, sin proponérselo, surgirá el amor. Es una vieja teoría que corre por ahí. Hay incluso un programa de televisión que la usa como argumento principal. Quizá el orden correcto no sea primero el acercamiento, luego la intimidad, y más tarde la convivencia. Tal vez nos iría mejor si probáramos a hacerlo a la inversa: primero convivir con el desconocido que nos hemos topado en el bar o en el speed dating; luego testarlo en las condiciones más críticas de la vida doméstica, y de los fragores más exigentes de la batalla sexual, y ya más tarde, si la cosa funciona, plantearse si el romanticismo tienen cabida en esa extraño proyecto de pareja que empezó construyéndose por el tejado.


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The trip to Spain

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En manos de otro director menos original que Michael Winterbottom, el viaje a España de estos dos comediantes hubiera sido un recorrido por los lugares más trillados de nuestro turismo: la paella en Valencia, el flamenco en Sevilla, la playa en Benidorm, la cola interminable ante la Sagrada Familia en Barcelona… Y, por supuesto, “a relaxing cup of café con leche en Plaza Mayor”, para hacerle un homenaje a Ana Botella y recordar que el olimpismo eligió políticos más serios y más preparados con el idioma universal.

    Winterbottom sabe -o le han explicado- que España es un país mucho más complejo y variopinto: un país más montañoso que playero, más agropecuario que urbano, con más historia en los pueblos que chiringuitos en la playa. De momento... Con un Norte desconocido donde llueve y todo es verde, y se come de puta madre, y a veces parece que uno está en la Europa de los suizos cantonales. Sólo hay dos concesiones al tipical spanish en la película: la visita a los molinos de viento, en Consuegra, con Coogan y Brydon disfrazados de Quijote y Sancho Panza para cumplir unos compromisos publicitarios, y la visita ineludible a la Alhambra de Granada –que no es tópico, sino bendita obligación- donde el personaje de Steve Coogan –¿o Steve Coogan mismo?- encontrará la paz interior para enfrentar los avances de la pitopausia y los reveses de la profesión.

    A bordo de un Range Rover de la hostia que lo mismo devora autopistas del siglo XXI que senderos muleros del año de la peste, Coogan y Brydon se pierden por provincias tan provincianas, tan alejadas de la chancleta y la mariconera, que incluso nosotros, los españoles menos viajados, los que vivimos abducidos por el sofá y el puto fútbol, tenemos que echar mano del “pause” en el mando para saber en qué Parador de Turismo están comiendo mientras imitan a Mick Jagger; en qué Castillo de Nosédonde están cenando mientras ironizan sobre los achaques de la edad; en qué habitación de hotel palaciego parodian a Marlon Brando haciendo de inquisidor o imitan a Roger Moore haciendo de moro con linaje de la morería. 

En ese sentido, el viaje España de Coogan y Brydon es idéntico al que perpetraron en Italia hace unos años, o al primero de todos, en Inglaterra, aquel que dio origen a esta saga incalificable que básicamente consiste en comer y en hacer el idiota, mientras la realidad de la vida, con sus responsabilidades y sus inquietudes, queda suspendida allá en Londres, o en Nueva York.



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