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Cuando Aaron Sorkin se pone en modo verborreico me cuesta seguirle. Y en Molly’s Game sus personajes no paran de hablar: sobre póker, sobre chanchullos financieros, sobre traumas psicoanalíticos de la mocedad. Sin espacios en blanco, sin pausas para respirar, como gángsters de Chicago que ametrallaran las palabras.
Cuando Aaron Sorkin se pone en modo verborreico me cuesta seguirle. Y en Molly’s Game sus personajes no paran de hablar: sobre póker, sobre chanchullos financieros, sobre traumas psicoanalíticos de la mocedad. Sin espacios en blanco, sin pausas para respirar, como gángsters de Chicago que ametrallaran las palabras.
Ésa es la primera discapacidad que hoy vengo a confesar: que yo presumo de ser un seguidor incondicional, pero si tengo que decir la verdad, de todo lo que dicen sus personajes no me entero de la misa la media. Les pillo algunas ocurrencias, algunas gracias, porque tampoco soy un estúpido integral, y con esas pequeñas perlas voy construyendo el mito de nuestra estrecha relación: él escribiendo cosas para inteligentes y yo aspirando a la inteligencia de comprenderlas. Pero es falso. Sólo me tiro el rollo para que los cinéfilos fetén, los seriéfilos con pedigrí, caigan de vez en cuando por estas páginas.
Tras el sueño reparador que me ha curado la jaqueca, he tenido que venir a internet para deshacer el enredo argumental que tenía en la cabeza. Para atar cabos y poner en orden cronológico esta historia tan verídica como inverosímil de Molly Bloom, la esquiadora olímpica, la estudiante en Harvard, la timbera del póker, la millonaria precoz, la amiga de los cineastas, la consejera de los forrados, la víctima de la mafia, la hiperinteligente operativa y la –quizá- deficiente emocional.
Tras el sueño reparador que me ha curado la jaqueca, he tenido que venir a internet para deshacer el enredo argumental que tenía en la cabeza. Para atar cabos y poner en orden cronológico esta historia tan verídica como inverosímil de Molly Bloom, la esquiadora olímpica, la estudiante en Harvard, la timbera del póker, la millonaria precoz, la amiga de los cineastas, la consejera de los forrados, la víctima de la mafia, la hiperinteligente operativa y la –quizá- deficiente emocional.
Molly’s Game, además, se me atraganta porque en ella concurren, como en un chiste sobre el colmo de los colmos, otras dos discapacidades que han lastrado gran parte de mi vida, y gran parte, también, de mi cinefilia. La primera es que no entiendo los juegos de cartas. Sólo me quedo con los muy idiotas, o con los muy simples, los que se enseñan a los niños para que vayan metiéndose en el vicio. La otra discapacidad es en realidad el compendio de unas cuantas: la sordera, la mudez, la estulticia, el no dar pie con bola cada vez que Jessica Chastain aparece en una pantalla. Y más si lo hace pintada para la guerra, con la mirada agresiva, y los pechos altivos y apretados. Y esa voz que derrite montañas, y evapora mis océanos…