La buena esposa

🌟🌟🌟

Detrás de cada gran hombre siempre hay una gran mujer, se decía no hace mucho cuando llegaba el momento de entregar los galardones. Se suponía que detrás del héroe político, de la estrella del deporte, del escritor afamado, había una esposa que llevaba las riendas del hogar y el peso de los hijos. El sostén afectivo en las depresiones, y el sostén sexual, en los apretones. La brújula moral incluso. El retorno seguro tras las excursiones por el mundo, o los viajes lejanos de la creatividad. El baricentro de la vida. La cama hecha, la cena caliente, y la comprensión asegurada. La corbata bien puesta. en los nervios previos al homenaje. El inmortal cliché que hemos visto tantas veces en las películas...

    Lo curioso es que al revés, cuando era una gran mujer la galardonada, casi nunca se decía que había un gran hombre en la retaguardia, porque se suponía que detrás de ellas sólo había una lesbiana irredenta, o un marimacho sin apetencias, o una asexuada que criaba telarañas en los bajos. Detrás de cada gran mujer que publicaba novelas o batía récords del mundo en atletismo no había nadie. A lo sumo, según algunas crónicas, un calzonazos que consentía ser el segundo plato de las entrevistas, el personaje secundario de las bélicas hazañas. ¿Por qué al marido de Margaret Thatcher le llaman "el árbol de Navidad"?: porque lleva las bolas de adorno.

    Hoy en día, por mucho que nos quejemos de lo poco que avanzamos como sociedad, ya nadie dice estas cosas sobre quién está detrás de quién cuando llega la hora de entregar el premio Nobel de Literatura, o la Estrella Michelín de la temporda. Detrás de cada personaje ilustre está quien le sale de los cojones, o del coño. O nadie en particular. Ya no nos interesa. O sí, pero sólo para entender el contexto, a modo de apunte. Ya no hay un género que conquista y otro que acarrea la impedimenta. Nos da igual. Somos, por fin, ciudadanos, como nos enseñó la Revolución Francesa, y tardamos tanto tiempo en aprender. La posición de mear, o la posición de follar, ya es solo anecdotario, y tontería.


Leer más...

Shame

🌟🌟🌟🌟

Todos somos adictos al sexo. Adictos de serie, de fábrica, quiero decir, aunque luego nos lo pensemos diez veces antes de irnos a la cama. Bonobos implumes, que se visten por la mañana para que la sociedad funcione, los trenes no descarrilen y la gente llegue al trabajo en lugar de andar fornicando por las esquinas, o por los rincones de los parques. 

    Somos antropoides que han desarrollado un neocórtex para no andar jodiendo la marrana todo el día. Si no fuera por él, no trabajaríamos, ni haríamos las otras cosas muy placenteras de la vida que cantaba Javier Krahe en No todo va a ser follar... El precio, como diagnosticó el abuelo Sigmund, es la neurosis, la insatisfaccion, el acecho, la incomprensión... Pero no hay problema. Dentro de unos millones de años la evolución nos devolverá los placeres de las frondosidades, y dejaremos que la selva se coma las autopistas y los centros comerciales. O tal vez, en el reverso de la trama, nos prive por completo de los aparatos genitales, porque ya nos limitaremos a clonarnos y punto pelota, ensimismados en el narcisismo de unos genes que nunca compartiremos con nadie.


    Digo esto porque leo las críticas sobre Shame y casi todas coinciden en señalar al personaje de Michael Fassbender como un “adicto al sexo”. Y yo, la verdad, no veo la adicción por ningún lado. Fassbender es un tío guapo que encandila a las mujeres con sólo mirarlas. Lo hace a todoas horas, el muy suertudo, en el metro, en la oficina, en el bar de copas donde los ejecutivos salen a cazar  tras haber pescado a los clientes. Fassbender, que vive sólo y sin compromiso, en su apartamento de Nueva York con vistas a los hormigueros, simplemente se deja llevar por el deseo correspondido. Nada más. Esto es seducción, no vicio. Que luego su personaje -por asuntos oscuros que la película nos medio explica, que si los incestos o los traumas de juventud- no disfrute de los polvos en su cama cojonuda, último modelo, ya es harina de otro costal. Y sí: para los ratos de asueto, de ausencia de mujeres, el personaje tira de porno on-line. No creo que sea el único en su comunidad de vecinos...





Leer más...

La historia del cine: una odisea

🌟🌟🌟🌟

La Historia del Cine de Mark Cousins era un libro difícil de seguir para la cinefilia más plebeya, a la que pertenezco con muy poca honra. Un libro con mucha explicación de la germanía y muchas citas de los cineastas ignotos. Su adaptación al documental televisivo, sin embargo, que el mismo Cousins ha llevado a cabo en prolija sucesión de episodios, le  reconcilia a uno con las nobles intenciones de este hombre, y lo nombra, en íntima ceremonia, Historiador Oficial del Cine en estos reinos exiguos de mi habitación.

            Si es verdad que una imagen vale más que mil palabras, unas imágenes en movimiento valen más que mil láminas explicativas. Lo que en el libro resultaba árido de entender, aquí, en la televisión, con la paciencia infinita que Cousins dedica a sus espectadores, se puede entender, deja entrever parte del  misterio. Yo mismo, tan lerdico, me siento comulgante en este milagro de las películas. Cousins habla de los avances técnicos que fueron conformando el cine, otorgándole su sintaxis y su gramática. Cousins nos explicotea, con voz de británico atildado -que suena didáctica y entusiasta como la de un profesor de Oxford o de Cambridge- las intuiciones geniales de los pioneros en el montaje, de los aventurados en el encuadre, de todos los que abrieron caminos al andar, plano a plano, y verso a verso.

    Mientras se desgranan las imágenes que sirven de introducción a los capítulos, y que son estampas de los cinco continentes unidos en la pasión universal por el cine, Cousins casi susurra:

    “A finales de la primera década del siglo XIX, nació un arte nuevo. Se parecía a nuestros sueños.”





Leer más...

Todos lo saben

🌟🌟🌟

Existe una leyenda urbana que asegura que el 10% de los niños que juegan en los parques, o que se dejan la miopía en la Playstation, no pertenecen al padre que los cría. Pero esta cifra, obviamente, es una exageración de periódico sensacionalista, de tabloide científico que ponen al cierre del telediario. Carnaza para Ana Rosa Quintana y su escuela de imitadoras. 

    De ser cierta esta exageración putiferil, este vodevil de infidelidades, uno, que entrena cada año a un equipo de fútbol con once criaturas ávidas de balón, no podría reunirse con los padres a la salida del entrenamiento sin preguntarse, continuamente, a veces divertido y a veces compungido, cuál de esos señores que reciben a sus chavales con una caricia en el pelo está alimentando la autoestima de unos genes que él no sembró en el huerto matrimonial. Quién lleva, en fantasmagórica osamenta, unos cuernos de cérvido engañado, de vikingo panoli que a lo mejor salió a por lana y volvió trasquilado a la cabaña de madera.

    La cifra correcta de padres que cuidan del huevo equivocado es, según el doctor Google, del 1%, una cifra más tolerable para la paz social, y también, desde luego, para la paz mental de mis entrenamientos. Porque eso significa que sólo hay un padre, en los últimos ocho o nueve años, que venía a recoger al niño que no debía. Y además creo que sé quién es... 

        Una cifra, el 1%, que curiosamente es muy estable del uno al otro confín, y que casi no varía del Amazonas al Jordán, de la Europa civilizada a las yurtas de los mongoles. Lo que habla de que la infidelidad de las mujeres, como la infidelidad de los hombres, es más una cuestión genética que de cultura, como casi todos los defectos que nacen en la viña del Señor.

    De viñas va, precisamente, y de huevos de cuca, esta castellanada -que no españolada- que ha rodado Asghar Farhadi en nuestro país. Solo que aquí, en este dramón de secuestros y familias rotas, casi no se habla del padre que trajo los gusanos, sino del padre que fecundó el huevo, y que pone la misma cara de sorprendido que el otro al conocer la noticia.



Leer más...

First Man

🌟🌟🌟

Yo soy de los que piensan, como Íker Casillas, y como la madre que me parió, que el ser humano nunca llegó a pisar la Luna. Para mí, Íker Casillas es el segundo advenimiento de Jesucristo, la Parusía que los cristianos llevan dos mil años esperando y que ahora mismo no reconocen. Y todo lo que diga el mostoleño de Nazaret, o el nazareno de Móstoles, va a misa y hay que asumirlo como Verdad revelada. No queda otra.

Solo a él, al Elegido, he visto yo hacer milagros televisados, indudables, sin truco alguno ni efectos especiales, desviando balones en escorzos imposibles para la física, en intuiciones que sobrepasan  la química de las sinapsis. Es Dios redivivo, ya digo. Y si este hacedor de milagros dice que Neil Amstrong no dejó su huella en la superficie lunar, y que su hazaña sólo es propaganda americana de barras y estrellas -la mentira más gorda que se disparó en los cincuenta años de la Guerra Fría- yo, como prosélito de su religión, no tengo más remedio que reafirmarme en lo que siempre sospeché desde chaval, cuando era un jovencito comunista y me restregaban por la cara la superioridad tecnológica de los americanos: que el viaje del Apolo XI fue un montaje perpetrado por Stanley Kubrick en el mismo estudio donde poco antes rodó su odisea del espacio. Como aquel viaje a Marte ficticio de la misión Capricornio Uno, que era una película con mucha miga y mucho paralelismo...

    Y sin embargo, querido lector, y querida lectora, soy consciente de que todo esto es un terraplanismo estúpido, una creencia insostenible. Cómo agarrarse a que miles de personas involucradas en el proyecto Apolo hayan guardado silencio hasta ahora. Cómo asumir esa disciplina imposible, ese juramento de cartujos... Ese imposible del cacareo humano.  Porque además qué bello sería, como proponen en First Man, que Neil Armstrong subiera a la Luna con la esperanza de encontrar allí a su hija fallecida, por si el Cielo quedaba más bien cerca que lejos, y la descubría correteando por la superficie, jugando con otros niños, dando saltitos con sus alas de ángel ya incorporadas.





Leer más...

Catastrophe. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟

Del desliz de un pene que se deslizó provino la catástrofe que unió a Rob, el grandullón americano que pasaba por allí, con Sharon, la pelirroja irlandesa que creía tener un huerto baldío y ligaba con la triste despreocupación de las infértiles. 

    De aquella concepción no deseada nació una serie fresca, ocurrente, con diálogos de pareja que se enamoraba a su pesar. Todos los que hemos jugado a lanzarnos puyas en la cama nos reconocemos en esas estocadas que construyen el nido de amor con ramas bien firmes, y algunas más quebradizas. Rob y Sharon se odian, se aman, se ríen el uno del otro y al mismo tiempo se admiran con una sonrisa. Y se perdonan con una carantoña.  Unos días Rob tira del carro y otros Sharon toma las riendas: en el sexo, en el entusiasmo, en las naderías del día a día. En las decisiones importantes. Distintos, pero complementarios; jodidos, pero jodedores. Muy suyos, pero muy entregados. Diáfanos, pero contradictorios. Peleados y reconciliados en un lapso de diez segundos, o de diez días, pero siempre de regreso. Soñadores secretos de una vida distinta, de un príncipe azul y de una princesa rosa más ideales o más compatibles, pero al fin y al cabo siempre fieles y regocijados. Siempre abrazados al final de cada jornada. El amor...

    En la tercera temporada, los espectadores nos hemos reído mucho menos con las tragicomedias. Rob y Sharon se nos están haciendo mayores, tanto como nosotros, los cuarentones que les vamos acompañando en el declinar. En Catastrophe sigue habiendo sexo, risas, diálogos coñones que son para apuntar en el cuadernillo de las ocurrencias. Pero la comedia está dejando paso al drama de los cielos grises. A la catástrofe verdadera, irremediable, que se nos llevará a todos por delante: el paso del tiempo. A Rob y a Sharon les están saliendo las primeras canas en el cuerpo, y las primeras arrugas en el espíritu. Se mueren los seres queridos, resurgen los viejos defectos, regresan las dudas extinguidas... Se les escapa la vida entre los dedos. Se deprimen. Se entristecen. Se buscan para curar las heridas pero no siempre se encuentran. Vuelven a soñar con la otra vida posible. Caen en la tentación de fantasear, en el orgullo de desear... De aquel polvo inaugural vinieron estos lodos, piensan a veces, y querrían dar marcha atrás en el reloj. Ahora viven arremangados y enfangados hasta las rodillas, tratando de arreglar los desperfectos que causa la inundación. La otra catástrofe. Continuará...



Leer más...

Fahrenheit 11/9

🌟🌟🌟🌟

Lo que viene a decir Michael Moore en Fahrenheit 11/9 es que Estados Unidos no es una democracia verdadera, sino una democracia vigilada, con filtros que impiden que el votante indeseado se acerque a las urnas, y que el político de izquierdas ascienda en demasía. Que el partido incoveniente, en definitiva, se alce con la victoria en la jornada decisiva. La democracia nortemaricana es un engañabobos que tiene el final amañado de antemano. Un paripé de consulta en la que al final siempre deciden las élites económicas y militares. Y a veces, incluso, las del sombrero borsalino...

    Pero no hay que sorprenderse de todo esto, aunque Michael Moore oficie de asombrado denunciante. La democracia americana, como la nuestra, como la de cualquier país que presume de civilizado, es la misma democracia manipulada que inventaron los atenienses hace siglos, aunque ahora tengamos el sufragio universal, y el ciudadano pueda elegir entre partidos variopintos. En la democracia de Pericles y compañía sólo votaban los que poseían tierras, o caballos, o haciendas en las colinas. O barcos comerciales que surcaban el Mediterráneo. Los demás, las mujeres y los campesinos, los esclavos y los parias, quedaban al margen de las decisiones políticas. 

    Sobre los pilares de aquella democracia incompleta hemos construido esta otra tan moderna e imperfecta. En realidad, si prescindimos de las parafernalias y los discursos engolados, seguimos teniendo la misma chapuza griega de toda la vida. El resultado electoral siempre es -de algún modo más o menos trapacero- fraudulento. La gente no vota, o no sabe lo que vota, o se deja llevar por el tema candente del momento. Y cuando rara vez reflexiona sobre los temas correctos y amenaza con constituirse en marea ciudadana, te hacen dos chanchullos en las primarias del partido, tres amaños en la convención, y te ponen al Donald Trump de toda la vida para que jure su cargo ante las ruinas del Partenón.



Leer más...

The Old Man and the Gun

🌟🌟🌟

Cuando yo era niño todavía había señoras mayores -amigas de mi madre, o vecinas del arrabal- que cuando te hacían una carantoña te decían que te parecías mucho a Rodolfo Valentino, de lo guapo que eras, cuando Rodolfo Valentino llevaba ya más de medio siglo actuando en las películas del Más Allá. Esas señoras tan amables -y tan mentirosas, todo sea dicho- ya están casi todas reunidas con él, haciendo quizá de extras en sus películas celestiales, o quizá vegetan en un asilo a la espera del próximo cohete que las lleve al Paraíso del Caíd. 

     Las señoras mayores de ahora, las que tomaron el relevo de sus madres y de sus abuelas, cuando se topan con mi hijo en las tiendas le llaman Robert Redford -esta vez sin mentir demasiado- porque él es un poco rubiajo, y tiene una sonrisa enigmática y picarona que las encandila, y las retrotrae a su juventud perdida de los cines de verano. En los años 70, Robert Redford prestó su nombre a un sinónimo de la belleza, a un piropo coloquial, que todavía se encuentra en el habla de la calle. Robert Redford todavía no ha fallecido, e incluso sigue trabajando en pequeñas películas para matar el gusanillo, como ésta del atracador de bancos que sólo tiene que desenfundar su sonrisa para reducir a las cajeras y acojonar a los interventores. 

    Dice Redford que es su última película, que se retira, y a sus ochenta y tantos años presumo que tarde o temprano también se retirará de la vida involuntariamente, y que se reunirá con Rodolfo Valentino para hacer extrañas películas que serán medio mudas y medio habladas. No deseo su muerte, por supuesto, pero sí siento curiosidad por saber cuánto tiempo perdurará su nombre en el imaginario de la belleza. Si se olvidará primero su legado semántico o su legado cinematográfico.




Leer más...