Mostrando entradas con la etiqueta Claire Foy. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Claire Foy. Mostrar todas las entradas

Desconocidos

🌟🌟🌟


En los Maristas tuvimos un compañero de clase que también perdió a sus padres con 12 años, y en un accidente de automóvil. como el protagonista de “Desconocidos”. Sucedió en la famosa curva de la N-630 donde luego se mató un médico muy afamado de León. Y no fueron los únicos: la curva tenía un apodo muy tétrico que ahora mismo no recuerdo. Siempre había flores frescas en la cuneta a modo de homenaje. No sé si en Inglaterra también tienen esa costumbre que te pone los huevos de corbata cuando pasas en bicicleta. 

El nombre de mi compañero tampoco lo recuerdo. Es mentira que con la edad recuerdes con más claridad los tiempos escolares. El chaval era bajito, rubio, atildado, con una voz apenas arrugada por las hormonas. Es como si el trauma le hubiera aplazado el desarrollo. Se fue a la universidad como si nunca hubiera pasado por el bachillerato. No jugaba a ningún deporte, no participaba en conversaciones obscenas, no se metía con los curas cuando conseguíamos una distancia de seguridad. Pero tampoco parecía un prosélito de los cristianos, un futuro marista que ya hubieran captado los ojeadores, siempre a la caza de voluntades débiles y de culitos apretados. Nuestro compañero, simplemente, era rarito, amable, muy poco comunicativo. 

Me he pasado todo la película tratando de rescatar su nombre... Me viene Luis, pero no era Luis. Hacía, no sé, treinta y tantos años que no me detenía en su recuerdo. Pero es como si “Desconocidos” narrara un poco su vida de después. Porque, además, estábamos convencidos de que X era gay, o algo gay, “con tendencias”, como decíamos entonces. Eran otros tiempos, sí, pero no tan hirientes como se dice por ahí. Es verdad que usábamos un lenguaje inadecuado, pero por dentro nos daba todo igual. Leyendo “El Jueves” y viendo películas aprendimos, sin que nadie nos enseñara, que allá cada cual con su verga y con sus predilecciones de frotamiento. Es verdad que usábamos mucho la palabra “maricón”, en plan rastrero y ofensivo, pero sólo si el tipo nos caía muy mal. Y éste no era el caso.



Leer más...

The Crown. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

La segunda temporada de The Crown no ha sido tan enjundiosa como la primera. O a lo peor soy yo, que de los atracones ando con dolor de cabeza, y con cierta desgana por los productos televisivos, y a lo mejor ha llegado la hora de dejar este hábito funesto -que me fumo hasta las colillas de la programación-, e ir dejando espacio para otras inquietudes culturales que tengo muy abandonadas, como leer el Marca para ver si fichamos por fin a Mbappé, o releer los cuentos clásicos de Mortadelo y Filemón, que nunca pasan de moda en la chapuza nacional.



    Pero creo, sinceramente, que con la segunda parte de The Crown estoy siendo objetivo con mi subjetividad, no sé si me explico... En la primera temporada estaban los Windsor con sus trapisondas, sus divorcios, sus coronas heredadas siempre con un gesto de fastidio: el tío Eduard porque no le dejaban follar, el rey Jorge porque no se veía con hechuras, y la pobre Isabel porque ella había nacido para cabalgar caballos, y no a un príncipe rubio con el que procrear herederos -que ya ves tú, es justo el cuento de hadas que se encontró Letizia Ortiz sin proponérselo, naciendo en Oviedo y estudiando para periodista... Pero además de los Windsor -tan entretenidos y tan ajenos- en la primera parte estaban los consejeros de la reina, y los inquilinos de Downing Street, y la serie era al mismo tiempo monárquica y parlamentaria, superficial y profunda, no sé si me explico otra vez… A uno le fascinan los monarcas por lo que tienen de gobernantes, de símbolos del poder, pero no como seres privilegiados que viven en una dimensión paralela, moradores en un Palacio de Invierno que siempre es una tentación asaltar en compañía de una masa famélica. Siempre en plan simbólico, claro.

    Y en esta segunda temporada, ay, desde que Anthony Eden deja una cagada de camello en el canal de Suez y dimite entre toses y vergüenzas, los políticos desaparecen de la escena, los Windsor se reparten los minutos desocupados, y aunque uno pone su sangre roja en ebullición, a ver si se torna azul y empatiza con sus desdichas, los esfuerzos al final resultan inútiles. Todo sigue siendo de lujo, y primoroso, en "The Crown", pero de los Windsor me importan poco sus fracasos amorosos, sus educaciones punitivas, sus sueños inconfesados de pirarse por la gatera de Buckingham Palace y ser espectadores corrientes y molientes de la serie que harían con gentes de distinto apellido en el trono. La familia Rodríguez, por ejemplo, la mía, que protagonizaría una serie incatalogable en el directorio que utiliza Netflix como guía.




Leer más...

The Crown. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Desde que mis conocidos saben que estoy viendo The Crown -porque me llaman para que les recomiende una ficción que entretenga su encierro y yo me pongo a darles la paliza con que si The Crown es cojonuda y no pueden perdérsela, y que vaya diálogos, y que vaya actuaciones, y que menuda producción a lo grande, y termino por aburrirles con mi entusiasmo que es casi pueril y enfermizo- recibo, decía, muchos mensajes que me dicen que voy a volverme monárquico de tanto alabar la serie, de tanto mirar por la mirilla de Buckingham Palace a ver qué se cuece en la familia de los Windsor. Me lo dicen, claro -ahí está el chiste- porque siempre he sido un republicano acérrimo, de los de bandera tricolor decorando la intimidad del hogar. Un recalcitrante que descorcha una botella de sidra cada vez que llega el 14 de abril para celebrar que otra España es posible, desborbonizada, que será más o menos la misma, no me engaño, pero sin ese residuo que nos hace menos modernos y más medievales.



    Me dicen los amigos que como siga con esta coronamanía me va a entrar un síndrome de Estocolmo que me va a romper los esquemas. O un síndrome de Londres, mejor dicho, porque de tanto vivir entre los Windsor voy a traspasar la frontera que separa al plebeyo del monarca, al populacho de Sus Altezas. Y que al final los voy a tomar por seres humanos igualicos que nosotros, cuando se desnudan ante el espejo. El riesgo existe, es cierto, porque sé de gentes férreas como yo que han visto la serie y se han quedado boquiabiertas, abducidas, y que luego escriben o te comentan.: “Si es que al final somos todos iguales, y aquí cada cuál lleva su pena, y su frustración, y su conflicto de lealtades…”.  Los Windsor como los Rodríguez, no te jode, o los Churchill como los García, hay que joderse, porque la serie no sólo va de los estropicios familiares de la casa de los Windsor, sino también de la alta política que todas las semanas pasa consulta con la reina, el señor Winstorn apoyado en un bastón y coronado por un bombín.

    Yo, de momento, tranquilizo a mis médicos y les digo que todavía no he notado los primeros síntomas de la conversión. Sólo ahora, que me tocaba escribir esta crítica, voy a confesar que he rematado con una lágrima el último episodio de la primera temporada, porque hay una declaración de amor de la princesa Margarita a su amado Peter que jolín, qué quieren que les diga, vale lo mismo para una princesa británica que para una poligonera de Orcasitas, o para una vecina de esta pedanía mía que ande con desamores Sólo ahí, en las cuitas del amor, me reconozco sensible e identificado con estos sangreazulados que si no pertenecen a otra especie, hacen todo lo posible por parecerlo.


Leer más...

First Man

🌟🌟🌟

Yo soy de los que piensan, como Íker Casillas, y como la madre que me parió, que el ser humano nunca llegó a pisar la Luna. Para mí, Íker Casillas es el segundo advenimiento de Jesucristo, la Parusía que los cristianos llevan dos mil años esperando y que ahora mismo no reconocen. Y todo lo que diga el mostoleño de Nazaret, o el nazareno de Móstoles, va a misa y hay que asumirlo como Verdad revelada. No queda otra.

Solo a él, al Elegido, he visto yo hacer milagros televisados, indudables, sin truco alguno ni efectos especiales, desviando balones en escorzos imposibles para la física, en intuiciones que sobrepasan  la química de las sinapsis. Es Dios redivivo, ya digo. Y si este hacedor de milagros dice que Neil Amstrong no dejó su huella en la superficie lunar, y que su hazaña sólo es propaganda americana de barras y estrellas -la mentira más gorda que se disparó en los cincuenta años de la Guerra Fría- yo, como prosélito de su religión, no tengo más remedio que reafirmarme en lo que siempre sospeché desde chaval, cuando era un jovencito comunista y me restregaban por la cara la superioridad tecnológica de los americanos: que el viaje del Apolo XI fue un montaje perpetrado por Stanley Kubrick en el mismo estudio donde poco antes rodó su odisea del espacio. Como aquel viaje a Marte ficticio de la misión Capricornio Uno, que era una película con mucha miga y mucho paralelismo...

    Y sin embargo, querido lector, y querida lectora, soy consciente de que todo esto es un terraplanismo estúpido, una creencia insostenible. Cómo agarrarse a que miles de personas involucradas en el proyecto Apolo hayan guardado silencio hasta ahora. Cómo asumir esa disciplina imposible, ese juramento de cartujos... Ese imposible del cacareo humano.  Porque además qué bello sería, como proponen en First Man, que Neil Armstrong subiera a la Luna con la esperanza de encontrar allí a su hija fallecida, por si el Cielo quedaba más bien cerca que lejos, y la descubría correteando por la superficie, jugando con otros niños, dando saltitos con sus alas de ángel ya incorporadas.





Leer más...