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Friedkin sin censuras

🌟🌟🌟


Desde que llegó la fibra óptica a La Pedanía -hará cosa de un año- tengo acceso a un montón de documentales cinéfilos que antes, pagando el mismo dineral pero castigado por la tecnología achelense de la parabólica, no podía disfrutar. 

Es por eso que ahora, cuando me pongo a comer y no tengo deportes en Movistar + que echarme al coleto, me entretengo buceando en la filmografía de mis estrellas predilectas. Haría cualquier cosa con tal de no poner los telediarios compinchandos con el gran capital. Incluso el telediario de La 1 -redactado al parecer desde Caracas- abjura del socialismo como remedio para los males que nos aquejan: los alquileres, y el precio de la luz, y la fuga de capitales, y el aceite de oliva tan caro como el oro. 

Estos días, mientras nutría mi cuerpo, alimentaba mi espíritu con “Friedkin sin censuras”, un documental estrenado hace ya 6 años en el resto del mundo. Es decir: cuando yo aún vivía en el Paleolítico Superior.  Por entonces don William aún estaba vivo y se paseaba por los festivales europeos para recibir los últimos homenajes. 

Yo pensaba que después de haber rodado “The Devil and Father Amorth” -aquel documental sobre el exorcista del Vaticano que imitaba al padre Merrin- William Friedkin se había vuelto majareta perdido y había entrado en un período nebuloso de la razón, todo ángeles y demonios que le visitaban. Pero no. Estaba equivocado. O don William lo disimula de puta madre... Friedkin, a sus 83 años de entonces, responde con suma lucidez a las preguntas que le formulan. Y no sólo eso: destila mala leche cuando toca, y humor socarrón, y todavía tiene vigor para soltar un par de bofetones dialécticos -y muy bien traídos- a la peña de Hollywood que no le caía demasiado bien. 

Mejor así, porque los chalados, al final, siempre cometen un pecado mortal que les cierra las puertas del Cielo. Yahvé es, en eso, un dios implacable. Y William Friedkin se tenía bien ganado el cielo desde que rodó “French Connection” y “El exorcista”. Dos clásicos instantáneos. Dos películas que nunca pasarán de moda y que merecen un altar preferente en la iglesia de nuestras videotecas.




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Babylon

🌟🌟🌟🌟🌟

En las salas de cine, “Babylon” tuvo que ser un espectáculo como pocos. Una obra maestra. Y no sólo por el espectáculo tan barroco y excesivo. Lo digo porque allí Margot Robbie saldría cien veces más grande que en mi televisor y me dejaría aún más turulato cuando se presentaba en la primera fiesta vestida (es un decir) de rojo, o en la segunda bailando con aquel peto de albañil. Aquí, en mi televisor de 42” comprado hace diez años -HD, pero no UltraK ni HV (Hostias en Vinagre)- “Babylon” y Margot quedan algo desmerecidas, como achicadas, o amordazadas.

“Babylon” estaba hecha para verla en el cine, como las películas de antes, y en eso Danien Chazelle rodó un clásico instantáneo. Pero en el cine, ay, ya no se pueden ver las películas, o yo al menos ya no soporto esa tortura. Me he hecho viejo, y la neurosis ha aprovechado el bajón de mis defensas. En el cine la gente habla, y enreda, y mastica cosas que ronchan, y mantiene los móviles funcionando todo el rato. Y da igual que los silencien: los móviles vibran, y los consultan, y los encienden como siniestros gusiluces. En provincias, además, nunca subtitulan las películas, y yo ya estoy acostumbrado a las lenguas vernáculas y a los rótulos en castellano. No es esnobismo, sino aprecio. Puede que en el cine Margot Robbie fuera el doble de bella y de excitante, pero su voz de cazallera ya no sería la suya y eso impediría que mi amor floreciera como aquí.

Así que he vuelto a ver “Babylon” en mi castillo, en la paz del hogar, pero no como la primera vez, hace año y medio, cuando la pirateé preso de la impaciencia. La calidad del tesoro era incuestionable, pero recuerdo que la vi con la mente puesta en otro sitio: en un amor imposible de los de irás y volverás hasta el hartazgo definitivo. Vi “Babylon” con el espíritu maltrecho y el cuerpo astral en otro lado. Hoy, sin embargo, ya con un poco de paz en el alma, he vuelto a ver “Babylon” y me ha parecido mucho mejor que entonces. Imperfecta sí, y a veces fallida, pero también extravagante y genial, como eran a veces las mujeres que amábamos. 





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Whiplash

🌟🌟🌟🌟

(Para Jacob, que me la recomendó, y ahora toca la batería en el cielo de los rockeros).

(Esta entranda fue escrita originalmente en enero del 2015).

     Andrew aspira a ser un batería de jazz memorable, recordado por los tiempos de los tiempos. El chico es talentoso, aplicado, obstinado hasta el desguace mental, y para conseguir su sueño, en la flor irrepetible de sus diecinueve años, renunciará a los amigos, a las fiestas, a las diversiones que no estén directamente relacionadas con el jazz. Dejará, incluso, con horchata en las venas, y témpanos en el corazón, a esa chica que bebe los vientos por él, y por la que todos hubiéramos bebido los vientos contrarios.

         Con la agenda limpia de amores y festejos, Andrew sobrepasará con creces las 10.000 horas de práctica que según Malcolm Gladwell son necesarias para que las gentes talentosas alcancen el dominio de su arte. Pero en su camino hacia la cima se topará con un maestro muy duro de roer, un verdadero hueso de las aulas musicales. Mr. Fletcher es como el padre de David Helfgott en Shine; como el sargento instructor de La chaqueta metálica; como la profesora Lydia que al principio de cada episodio de Fama golpeaba el suelo con el palo. "Lo vais a pagar con sudor...". 

    Fletcher es un tipo endemoniado que te grita a la cara, te escupe barbaridades, te arroja instrumentos a la cabeza... Que te humilla delante de los demás o te patea el culo cuando te adelantas en su fucking tempo. Pero que luego, en la soledad de los pasillos, en el refugio de su despacho, te coge por los hombros como un padrazo comprensivo y te asegura que todo lo hace por tu bien, para que no te duermas y saques a la luz el talento que llevas dentro. Un esquizofrénico de tres pares de cojones, o un maestro muy retorcido con librillo contrastado. 

    Yo también tuve profesores así en el BUP, en el COU, en los estudios universitarios, apretándome las clavijas quizá con menos excesos, tal vez con menos gritos, pero llegando hasta el fondo de tus miedos y talentos. Mr. Fletcher es el fantasma de nuestras escolaridades pasadas. Un hijo de puta que con el tiempo se irá volviendo casi un recuerdo entrañable.





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First Man

🌟🌟🌟

Yo soy de los que piensan, como Íker Casillas, y como la madre que me parió, que el ser humano nunca llegó a pisar la Luna. Para mí, Íker Casillas es el segundo advenimiento de Jesucristo, la Parusía que los cristianos llevan dos mil años esperando y que ahora mismo no reconocen. Y todo lo que diga el mostoleño de Nazaret, o el nazareno de Móstoles, va a misa y hay que asumirlo como Verdad revelada. No queda otra.

Solo a él, al Elegido, he visto yo hacer milagros televisados, indudables, sin truco alguno ni efectos especiales, desviando balones en escorzos imposibles para la física, en intuiciones que sobrepasan  la química de las sinapsis. Es Dios redivivo, ya digo. Y si este hacedor de milagros dice que Neil Amstrong no dejó su huella en la superficie lunar, y que su hazaña sólo es propaganda americana de barras y estrellas -la mentira más gorda que se disparó en los cincuenta años de la Guerra Fría- yo, como prosélito de su religión, no tengo más remedio que reafirmarme en lo que siempre sospeché desde chaval, cuando era un jovencito comunista y me restregaban por la cara la superioridad tecnológica de los americanos: que el viaje del Apolo XI fue un montaje perpetrado por Stanley Kubrick en el mismo estudio donde poco antes rodó su odisea del espacio. Como aquel viaje a Marte ficticio de la misión Capricornio Uno, que era una película con mucha miga y mucho paralelismo...

    Y sin embargo, querido lector, y querida lectora, soy consciente de que todo esto es un terraplanismo estúpido, una creencia insostenible. Cómo agarrarse a que miles de personas involucradas en el proyecto Apolo hayan guardado silencio hasta ahora. Cómo asumir esa disciplina imposible, ese juramento de cartujos... Ese imposible del cacareo humano.  Porque además qué bello sería, como proponen en First Man, que Neil Armstrong subiera a la Luna con la esperanza de encontrar allí a su hija fallecida, por si el Cielo quedaba más bien cerca que lejos, y la descubría correteando por la superficie, jugando con otros niños, dando saltitos con sus alas de ángel ya incorporadas.





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La La Land

🌟🌟🌟

Hace dieciocho meses que entré en el cine predispuesto a que me gustara La La Land. Yo iba entregado a la causa, rendido de antemano, con la crítica ya casi escrita en mi cabeza: que si vaya obra maestra, que si vaya carrusel de emociones, que si menudos son los números musicales y tal y cual... Pero me llevé un chasco monumental. Una decepción como pocas. Pensé, como Chiquito de la Calzada, que una mala tarde la tiene cualquiera, y que quizá era culpa mía, del mal de amores, o del mal de estómago, y no del señor Chazelle ni de sus entregados bailarines. Así que decidí aplazar esta crítica para un segundo visionado más reposado, en casita, concentrado, en versión original, sin gente dando por el culo con el teléfono móvil y las palomitas.

    Pero sigo en las mismas con La, La, Land. Y la verdad es que no termino de entenderlo.  Porque yo vivo enamorado de Emma Stone, que es la chica de los ojos como platos, y quiero, además, de mayor, ser como Ryan Gosling: plagiarle el estilo, los andares, la mirada indescifrable y la sonrisilla de picarón. Admiro al señor Chazelle desde que hiciera su Whiplash memorable, y soy, para más inri, un converso al género musical. Creo a pies juntillas en los arrebatos líricos y en los bailoteos sin prólogo. Un día comprendí que la vida no es un drama, ni una comedia, sino una aventura musical, y que siempre suena una canción en nuestro interior -una sinfonía, un chotis, una balada de amoríos-, y que si no nos lanzamos al baile mientras compramos el pan o esperamos al autobús es por pura vergûenza, por puro sentido del ridículo, no porque nuestros pies no estén predispuestos a la acción.


    Pero empieza otra vez La La Land y noto que mi predisposición va muy por delante de mi juicio. Emma Stone sale radiante, y Ryan Gosling luce irresistible, y el señor Chazelle se marca unos virtuosismos muy originales. Hay risas y bailes, amor y tontunas. Sueños y decepciones en la ciudad del "La, La, La" que no es el Madrid de Massiel, sino la ciudad de Los Ángeles donde nunca se pone el sol. Pero pasan los minutos y la película se me escurre entre los dedos. Otra vez. Quiero amarla, disfrutarla, sentirla en las vísceras como el peliculón que yo presumía de antemano. Todo es irreprochable y muy bonito. Pero no termino de ver el alma, el espíritu, y lo digo yo, que reniego de cualquier metafísica, de cualquier palabreja espiritual. Veo, pero no siento; asisto, pero no participo. Entiendo, pero no termino de comprender. 


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