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Veneno

🌟🌟🌟


Mi tío coincidía a veces con la Veneno en el Mercadona de la plaza de la Remonta, allá por los Madriles. Corrían los años noventa y es como si ahora te encontraras con Chenoa o con Ester Expósito en la cola del DIA (bueno, las famosas ya nunca compran en el DIA).

Mi tío era cura obrero, sacerdorte de tropa, y nunca nos explicó si él veía el Mississippi a escondidas o si se había enterado de quién era la Veneno por las beatas de la parroquia. A saber, porque aquel cura era rara avis para bien. No un tunante, pero sí un teólogo de la liberación, y casi de la liberalidad. Si en los años noventa se hubiera proclamado la III República yo hubiera intercedido por él ante las milicias de la FAI. 

No sé si este lejano parentesco mío con la Veneno entraría en la teoría de los seis grados de separación. Y si, en caso de entrar, serían dos o tres los que me separaron entonces de sus andares. Da igual. Recuerdo que una vez nos tomamos unas cañas en la Remonta sólo para ver si la veíamos pasar, aunque a mí, la verdad, vestida para sus cosas del día a día, sin sus trajes y no-trajes de putón verbenero, me hubiera costado mucho reconocerla. Yo sabía quién era, claro, pero no veía su programa de la tele. No tenía memorizados los rasgos de su cara ambivalente. Sin pintar, sin maquillar, vestida para comprar el gazpacho de Hacendado y el jamón york para cenar, para mí hubiera sido como cualquier otra vecina de la barriada.

No hay que ser Thelma Schoonmaker para darse cuenta de que a la serie le sobran muchos minutos y muchas redundancias. Nuestra Thelma, metida en harina, le hubiera dado el tijeretazo al menos a dos episodios para dejar la ficción redonda y desgrasada. Con cuatro episodios -y aún menos- hubiera bastado para contar el evangelio de esta Santísima Trinidad formada por José Antonio, Cristina y la Veneno. Tres personas distintas pero una sola diosa verdadera. Trágica como los griegos, sufriente como el Nazarerno, divertida y puñetera como algunas deidades de Babilonia.



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La buena estrella

🌟🌟🌟🌟

No hace mucho tiempo que nuestra querida Pam, la secretaria de Estado de Igualdad -la mujer que posee la colección de pollas disecadas más extensa de la Península- se escandalizaba porque en una encuesta que analizaba el bienestar sexual de “les españoles”, un 80% de las mujeres todavía prefería el contacto con un varón para alcanzar el orgasmo, en detrimento de otras prácticas según ella más liberalizantes y empoderadoras, como la masturbación íntima o el contacto mutuo femenino. 

Para Pam, el hombre ya sólo existe para hacer desgraciadas a las mujeres, matar a las arañas peludas y abrir los botes de conservas, y cualquier otro uso le parece un atavismo que habría que erradicar por la vía de la educación, y si no, por la vía de la ley. Pam, por supuesto, es una fanática, una analfabeta funcional, una de las mujeres que ha conseguido que los viejos bolcheviques antaño ilusionados con Podemos ahora busquemos otras alternativas “sumariales” más respetuosas con el medio ambiente.

Hablo de Pam porque me divierte imaginármela viendo “La buena estrella” y descubriendo que la protagonista -esa australopiteca fascista de Maribel Verdú, según ella-  no solo prefiere el coito con un varón, sino que prefiere el coito con DOS varones, aunque no de manera simultánea, eso también es verdad, porque Ricardo Franco era un director serio que nunca hizo pinitos en el mundo de la pornografía. Por el día, Maribel se acuesta con Resines porque él cuida de su hija y además es el dueño de la casa; y por la noche, porque Resines es impotente y no puede dejarla satisfecha, se acuesta con el macarra del barrio que hace tiempo le daba de hostias en plena calle, y al que tendría que haber rajado entonces sin miramientos. Y en eso, mira: yo estoy con Pam y con su pandilla de pandilleras. 

En eso, como en otras muchas cosas, “La buena estrella” es una película imposible de creer. No se puede querer a dos personas al mismo tiempo y además no se puede ser tan gilipollas como el personaje de Resines. Y, sin embargo, la película sigue funcionando. Yo creo que son los actores -y la actriz, sí, Pam- que hacen verosímil lo inconcebible.





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Lágrimas negras

🌟🌟🌟

Está visto que hay hombres que no se conforman con mujeres como Elena Anaya. Necesitan emociones fuertes y experiencias intensas. Enredarse con locas, incluso, para poner a prueba su nivel de testosterona. Están los tiburones del mar, los tiburones de la Bolsa y los tiburones del amor, y todos ellos se ahogan si se detienen. El misterio es que haya mujeres que vean venir al tiburón y lejos de huir se lancen a sus fauces. Eso también pasaba en “Norubit”, la película dirigida por Nevets Grebleips que era el mundo oceánico al revés.

“Lágrimas negras” gira alrededor de la locura diagnosticada que sufre el personaje de Ariadna Gil, pero el personaje de Fele Martínez, con sus fálicos devaneos, también manifiesta algún trastorno muy incapacitante recogido en el DSM_V. El tipo parecía una mosquita muerta, ya ves tú, y en un segundo de despiste ya lo tienes encamado con Ariadna Gil, y con Elena Anaya en el contestador pidiéndole que vuelva. Hay tipos con suerte, sí, y personajes muy mal escritos, inverosímiles de verdad. Fele no da el tipo ni de coña. Para eso pon a José Coronado o a Javier Bardem, que además tendrían una tercera amante escondida por París.

De todos modos, yo entiendo  al personaje de Fele. Once upon a time yo también me dejé arrastrar por una mujer que estaba loca de atar, aunque no estuviera diagnosticada. El pene del Homo sapiens encuentra razones que la propia razón no sabe combatir. No hay nada de sapiens en sus arrebatos, y sí mucho de erectus. Recuerdo a Jerry Seinfeld echando una partida de ajedrez contra sí mismo: a un lado, disfrazado de pene, y al otro, disfrazado de cerebro. Y el cerebro, claro, sucumbía sin plantear mucha batalla. Jaque mate en tres.

El ser humano posee un cerebro demasiado complejo, y por tanto ineficaz. Contradictorio para las cuestiones que no sean puramente tecnológicas o del mero sobrevivir. Hay exceso de cableado. Podríamos funcionar con mucho menos, pero la evolución prefirió tirar la casa por la ventana. Y claro: se producen “cruces de cables”, y cortocircuitos, chisporroteos. Hay muchas mujeres locas y muchos hombres desnortados. Y viceversa.




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Truman

🌟🌟🌟🌟

Mientras veo Truman, en el penúltimo frescor de la primavera, lanzo miradas de interrogación a Eddie, mi perrete, que dormita y se estira de vez en cuando en su sofá. ¿A quién se lo encasquetaría yo, si me dijeran que voy a morir dentro de un mes, o de dos, como le dicen a Ricardo Darín en la película? La gran preocupación de su personaje -aparte de la de morirse, claro, y de hacerlo dignamente, y no como yo, que sería un premuerto esperpéntico e insoportable - es a quién dejar a ese perro suyo tan enorme y tan mayor, en el entorno urbano de los pisos angostos, y de las aceras como tallarines de ancho de Madrid.



    Creo, o quiero creer, que mi perrete encontraría rápidamente quien le acogiera, porque es pequeño y afable. Come más bien nada, y saluda con el rabo a todo el que entra por la puerta. Aunque luego, cuando sale a la calle, le hierve no sé qué instinto por las venas y se convierte en el Mad Max de los senderos, y es como un demonio canijo que no deja una viña sin inspeccionar, un camino sin recorrer, un viandante sin olisquear.

    Cuando Ricardo Darín se despide de su perro a uno se le parte el corazón, y se le salta la lágrima traidora, porque recuerda sus propias despedidas de otros perros nada ficticios. Entonces eran ellos los que tenían todas las papeletas para irse, por ley de vida, pero ahora, con Eddie, la lotería se va igualando. A Eddie, con un poco de suerte, le quedan ocho o diez años de vida, y yo, en ese tránsito, ya habré pasado por la inspección de próstata, por la espeleología del culo, por el primer bulto sospechoso en algún lugar de mi geografía. Por el primer dolor en el pecho, al forzar un día el pedaleo… Quién sabe: los cincuenta son una edad muy traicionera, y quizá, ayer, mientras yo atendía al drama de la película, Eddie también me escudriñaba haciéndose el dormido. Quizá, de un modo instintivo, él siempre está pendiente de mi tos, de mi gruñido, de mi quejido postural. y piensa: madre mía, como éste se me vaya, a ver quién me va a dar esta vidorra de perro asilvestrado de la pedanía.

    Por las mañanas, pocos minutos antes de que suene el despertador, Eddie siempre viene a darme un par de lametazos en la mano descolgada. Pero tal vez no es un gesto de cariño, sino una comprobación de que no estoy muerto. O no del todo...



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Todos lo saben

🌟🌟🌟

Existe una leyenda urbana que asegura que el 10% de los niños que juegan en los parques, o que se dejan la miopía en la Playstation, no pertenecen al padre que los cría. Pero esta cifra, obviamente, es una exageración de periódico sensacionalista, de tabloide científico que ponen al cierre del telediario. Carnaza para Ana Rosa Quintana y su escuela de imitadoras. 

    De ser cierta esta exageración putiferil, este vodevil de infidelidades, uno, que entrena cada año a un equipo de fútbol con once criaturas ávidas de balón, no podría reunirse con los padres a la salida del entrenamiento sin preguntarse, continuamente, a veces divertido y a veces compungido, cuál de esos señores que reciben a sus chavales con una caricia en el pelo está alimentando la autoestima de unos genes que él no sembró en el huerto matrimonial. Quién lleva, en fantasmagórica osamenta, unos cuernos de cérvido engañado, de vikingo panoli que a lo mejor salió a por lana y volvió trasquilado a la cabaña de madera.

    La cifra correcta de padres que cuidan del huevo equivocado es, según el doctor Google, del 1%, una cifra más tolerable para la paz social, y también, desde luego, para la paz mental de mis entrenamientos. Porque eso significa que sólo hay un padre, en los últimos ocho o nueve años, que venía a recoger al niño que no debía. Y además creo que sé quién es... 

        Una cifra, el 1%, que curiosamente es muy estable del uno al otro confín, y que casi no varía del Amazonas al Jordán, de la Europa civilizada a las yurtas de los mongoles. Lo que habla de que la infidelidad de las mujeres, como la infidelidad de los hombres, es más una cuestión genética que de cultura, como casi todos los defectos que nacen en la viña del Señor.

    De viñas va, precisamente, y de huevos de cuca, esta castellanada -que no españolada- que ha rodado Asghar Farhadi en nuestro país. Solo que aquí, en este dramón de secuestros y familias rotas, casi no se habla del padre que trajo los gusanos, sino del padre que fecundó el huevo, y que pone la misma cara de sorprendido que el otro al conocer la noticia.



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