La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

A veces me pregunto, en esta cinefilia tan peculiar, quién está viendo lo mismo que yo en, digamos, veinte o treinta kilómetros a la redonda. O más kilómetros, incluso, porque más allá de esta ciudad y de su alfoz sólo hay montes, viñedos, y aldeas aisladas. Hasta que llegas a Lugo, que está al otro lado de los Montes Izquierdos, o a León, que está pasando los Montes Derechos. Puede que allí, en el caserío intermedio, viva algún ermitaño con gustos parecidos a los míos, uno que tiene coche y ha preferido irse a vivir lejos de la gente, a su chalet de piedra, a su cabaña reformada, a diseñar desde allí sus proyectos ingenieriles o informáticos, un hombre o una mujer que en las pausas del trabajo también pone series como La maravillosa Sra. Maisel, que sólo está disponible en Amazon Prime, y en los caladeros más secretos del mar Pirata.




    ¿Quién coño puede estar viendo las andanzas de Mrs. Maisel en esta pedanía donde yo vivo? Nadie, seguramente. Una señorita neoyorquina de los años 50 convertida en estrella del stand-up aquí sonaría como a arameo, como a chino mandarino de los caminantes hacia Santiago, que pasan por aquí procedentes de Pekín. Soy yo, obviamente, el que está fuera de contexto, el que ha decidido instalarse aquí, en el agro, entre gentes buenas y trabajadoras que llevan los huertos al dedillo, y saben arreglarse los grifos cuando gotean, y no como uno, que es un inútil integral, un vampiro de favores, pero que eso sí, rumia en secreto su estúpido elitismo. Todo es vanidad… A cinco kilómetros de distancia está la capital de la comarca, y uno piensa que entre sus 60.000 afanosos urbanitas -vamos a ser generosos con lo de “urbe”- también habrá alguien que se haga las mismas preguntas que yo, interrogándose por su seriéfila soledad. Dan ganas, a veces, de pagar un anuncio en la gacetilla local para buscar a ese loco maravilloso, a esa loca enamorable que también ve La maravillosa Sra. Maisel en la clandestinidad. “Hola, soy Augusto Faroni, si estás viendo esta delicia déjame un comentario en el blog, por favor, para saber que no estoy solo, dejo el enlace y tal…” Y así, de paso, lo promociono un poquito. Que falta hace.




Leer más...

Mi vida como un perro

🌟🌟🌟

De jovenzuelos, cuando íbamos al videoclub del barrio, teníamos muy claro lo que queríamos: una de hostias, para la testosterona, una de siempre, para la cultura, y una del porno, para las pajas. La terna era invariable, innegociable, pero a veces colábamos películas que nos llamaban la atención sólo por el título, juegos de palabras sexuales, o gilipolleces surrealistas, o versos evocadores que hablaban de nuestra tontuna adolescente, de nuestro desbrujulamiento en la vida. La madurez -o como se llame- no ha alterado ese acto reflejo -tan poco cinéfilo, tan poco consecuente- de elegir una película sólo por su nombre, sin saber muy bien de qué va, ni quién coño trabaja en ella, sólo porque te pilla exactamente en la misma tesitura, casi siempre en trágicas circunstancias, como si te cogieran de la pechera para gritarte tu mal al oído. Así han ido cayendo títulos como La enfermedad del domingo, que yo padezco, o La sombra de las mujeres, que me persigue, o De repente, el último verano, cuando se terminó el amor. Algunas cuajaron, otras me aburrieron, pero podría hacerse con todas un ciclo titulado “El cine que me apeló”, o algo así.





    Mi vida como un perro, aunque de título seductor, canino y humano a la vez, no hubiera tenido la oportunidad de colarse en el ciclo de no figurar Lasse Hallström en la dirección, y no porque yo sea un fanático del sueco, que salvo Las normas de la casa de la sidra todo lo suyo oscila entre la endeblez y la cursilería, sino porque en fin, uno persevera en su cinefilia, en su culturilla, y de la época nativa de don Hallström uno, la verdad, no tenía ni pajolera idea. La película, por supuesto, no tiene nada que ver con mi circunstancia personal, pues sólo era, una vez más, el título, que parecía que me llamaba: mi vida como un perro, eso sí, uno que ahora está abandonado, que se lame las heridas, que dormita con una oreja enhiesta por lo que pudiera suceder, que se alimenta de lo que le pone el frigorífico, que sale a pasear tres veces al día a ver qué se cuece por el vecindario, arrastrado por la correa de mi perrete Eddie, que lleva la vida del perro del maharajá.



Leer más...

Clerks

🌟🌟🌟🌟

Claro que yo también lo intenté… Incluso antes que Dante, que Randal, que aquel pobre desgraciado del que ellos hablaban, en un adelanto cultural que llegó a New Jersey con varios años de retraso. Cuando se estrenó Clerks, nosotros, los barriobajeros de León, los suburbiales de Mariano Andrés, descubrimos que ya habíamos estado allí, en la intentona, en la vaina, más salidos incluso que Jay y Bob El silencioso, pioneros del gran chiste que hizo famosa la película. Ése, el inmortal, y el otro, el de los currantes que fueron masacrados en la Segunda Estrella de la Muerte, ajenos al conflicto que enfrentaba al Gobierno con la guerrilla, y que nos hizo ver El Retorno del Jedi ya para siempre con otros ojos más sociopolíticos.



    Lo intenté, por supuesto, como todo el mundo, que ahora ya somos todos mayorcitos y se van sabiendo las cosas, y desliándose las lenguas. Alcanzármela, retorcido, llevando la columna vertebral al límite de la torsión. Jugándome la fractura, la hernia de disco, como arqueólogos intrépidos en busca del Santo Grial. Nos conjuramos una tarde, los amigos, a ver quién era capaz de llegar al final de la rambla y encontrar la negra flor, como en la canción de Radio Futura, cada uno en su domicilio, claro, en la intimidad de la habitación, acompañados por los futbolistas del Real Madrid que vivían en los pósters, y que pasaban de nosotros cantidubi porque ellos estaban a lo suyo, al regate, al marcaje, al balón cabeceado, y por el Che Guevara, obligatorio, con su boina estrellada, su pelazo rebelde, que era quien ponía más reparos porque proyectaba su mirada hacia empeños más honorables, y nos dejaba un poco en vergüenza, un poco señalados, a los alumnos tan poco aventajados de la Cuarta o de la Quinta Internacional, que por entonces ya no sé por dónde íbamos…
 
    Y con el pestillo bien cerrado, claro, y bien asegurado el perímetro, no sea que el familiar de turno, el que siempre entraba en el momento más indecoroso, como si dispusiera de un puto radar, o de un sexto sentido que no veía muertos pero sí masturbaciones,  nos descubriera en la tesitura y nos dejará el manchón de la vergüenza ya para siempre en la cara, como los coloretes de Oliver y Benji, los magos del balón. Y si alguno llegaba al objetivo, héroe  inmortal, y sobrevivía al escorzo espinal, y nos aseguraba que el placer compensaba con creces el dolor, estaba comprometido a explicar el procedimiento al día siguiente, con pelos y señales, en vista pública, en el rincón más aparcado del parque donde echábamos el fútbol veraniego y luego hacíamos la tertulia del tema, que nos traía fritos, obsesionados. Nadie pudo alcanzar la cima, claro, porque en la pandilla no iba ninguno para gimnasta, ni para artista de circo, y si algún expedicionario alcanzó finalmente la cumbre del Everest, lleva más de treinta años con el secreto bien guardado, el muy hijo de puta.



Leer más...

La casa de papel. Temporada 2 (¿ó 3?)

🌟🌟

Hace varios años que mi hijo no comparte estas cinefilias conmigo, ni estas seriefilias, porque él se fue a Boston, a vivir, y yo sigo en California, a vegetar, y cuando él viene de visita preferimos celebrarlo con el deporte en la tele: el fútbol, o la NBA, o el billar, que para eso seguimos siendo hermanos del taco y la carambola. Le echo de menos, a Retoño, porque fueron muchos años viendo juntos las de Disney, las de Pixar, las de La Guerra de las Galaxias. Hasta los “grandes estrenos” del Disney Channel me chupé yo a su lado… Supongo que fue ahí donde se cimentó nuestra amistad inquebrantable -hasta donde un padre y un hijo pueden ser amigos, claro, tampoco vayamos a joder.... Pero sí es cierto que tenemos esos recuerdos colgados en la misma nube virtual. Parte de su educación sentimental y de la mía -porque el cine también es educación sentimental-  se confunden en un tramo de nuestros caminos. Ahora que vivimos en costas contrapuestas nos recomendamos series, y películas, en plan “No te la pierdas”, “Es cojonuda y tal”, pero ambos sabemos que los gustos, en algún momento, empezaron a divergir, porque es ley de la naturaleza, el ciclo de la vida y eso, que también vimos El Rey León en el DVD, y hasta en el VHS, vetusto ya en el baúl de los recuerdos (qué ganas de poner: Uuuuh...)



    Así que un día, cansado ya de esquivarle, me ofrecí a seguir La casa de papel en paralelo, o casi, porque él estaba todo el día flipado con el invento, al teléfono, que mira, papá, y es la hostia, papá, y todo el rato así…. No pintaba bien la cosa, la verdad, porque el atraco lo perpetraban inicialmente en Antena 3, y esa bendita casa -como diría José María García- es mi némesis cultural, la videoteca del Averno. Sin embargo, en la primera temporada de los casapapelianos encontré motivos para no desengancharme: el Profesor es el anarquista corajudo que yo quiero ser de mayor, la trama puramente policial tenía su punto y su cordura, y Úrsula Corberó, a decir verdad, me quitaba veinte años sexuales en cada plano de su belleza… Suficiente, para mostrar entusiasmo cuando el chaval me preguntaba “¿Has llegado ya a cuando…?”, o “¿Qué te parece que se hayan cargado a…?”. Ahora, sin embargo, en la segunda temporada -que es la tercera según los calendarios gregorianos- ya no puedo seguir fingiendo. Tengo que quitarme la careta de Dalí para volver a ser el tocapelotas alejado del mainstream… Todo es excesivo, inverosímil, chusco, en esta continuación que sólo buscaba los jayeres. Y hasta aquí puedo leer, por el bien de mi paternidad.



Leer más...

Hacia rutas salvajes

🌟🌟🌟🌟

Yo también voy a veces into the wild, por los montes de la pedanía, a extasiarme con la soledad, y con la belleza del paisaje. A sentirme desnudo de gente, introspectivo, filosófico incluso, con un libro sesudo en la mochila, y hecho uno con la naturaleza, que por aquí, en algunos recodos, parece intocada, como si el ser humano no rondara las cercanías. Está el rumor persistente de la autopista que se filtra por los valles, pero a poco que el viento sople en las hojas, o canten los pajaruelos en la rama, el efecto se parece mucho a la Alaska casi virginal que buscaba Alexander Supertramp. Aquí también hay coníferas, y arroyos caudalosos, y lugareños con camisa a cuadros que saludan con parquedad. Pero todo construido a escala ibérica, claro, más modesto y menos imponente. También hay sustento por los caminos -cerezas en mayo, peras en agosto, castañas en octubre- y uno a veces sale a sobrevivir cargado con la mochila del pequeño latrocinio, y en un alarde de imaginación me descubro indómito, aventurero, dependiente de los frutos silvestres, asilvestrado, como enfrentado a la dura tarea de un bosquimano occidental... Son fantasías estúpidas, claro, de Jeremiah Johnson de andar por casa, o de Alexander Supertramp vagabundeando con lorzas, porque a las dos horas de aislamiento social y de búsqueda profunda del yo, me empieza a rugir el estómago, y pienso en mi frigorífico, y en mi despensa, todo ello tan pequeño-burgués, y además recuerdo que juega el Madrid a tal hora, o que he quedado con el amigo para la caña, o que ya me duelen los juanetes de andar dando tumbos por las colinas, con el perrete sirviéndome de guía y avisándome de la fauna salvaje, que ésa sí que la hay: corzos que bajan a beber, jabalíes que vienen a la viñas, conejos y serpientes…



    Conozco a un vecino que estuvo una vez into the wild de verdad, de pastor en los montes cercanos, aislado por voluntad propia durante los meses de invierno, pero una vez me confesó que cada cierto tiempo, con la entrepierna ya escaldada, se acercaba los putiferios de León -no a los de aquí, para no ser reconocido- a revolcarse un poco en el lodazal de la civilización  Muy prosaico todo… Nada que ver con el periplo de Christopher McCandless, un ermitaño de verdad, consecuente hasta el final, íntegro y empecinado, aunque uno sospeche que en su fuero interno habitaba un macho alfa que destilaba algo de arrogancia. Un brindis por él, en cualquier caso. La película de sus andanzas siempre me deja estupefacto, jodido, como acusado de algo, no sé muy bien de qué...




Leer más...

Playground


🌟🌟

Ya de poner escenas gratuitas en las películas, prefiero que las coloquen de sexo y no de violencia, la verdad. Las escenas de sexo -si no media coacción de por medio, y para no enredarnos vamos a englobar todo lo malo en el término coacción- al menos tienen a dos personas -a veces una sola, a veces más- que se aman de una manera o de otra, que se lo pasan bien, y celebran que están vivos con el éxtasis de un orgasmo. Placer, y juventud, o memorias de la juventud… La trascendencia del amor eterno, o la alegría del encuentro casual. Da igual: el sexo libre es una fiesta, y puesto en pantalla, además, siempre tiene algo de didáctico, de clase magistral, porque nos recuerda dónde hay que poner el acento, cómo era aquello y lo otro, cómo se las gastan esos gachós y esas gachíses, y hasta puede que aprendamos algo nuevo, recursos impensados, ideas brillantes, que contribuyan a reverdecer nuestras sexualidades marchitas de espectadores. El sexo en el cine, insisto, puede ser gratuito, irrelevante, innecesario, un truco vil para ponernos palotes y abarrotar las plateas, o abonarnos al Movistar + con series que prometen mucha chicha, pero en realidad no pasa nada por verlo, nada grave, sólo la incomodidad de la beata, o la santurronería del obispo despistado.




    La violencia gratuita es otra cosa. A mí me molesta, me irrita, me da asco. Me revuelve las tripas. Y además no la entiendo. No sé qué pretende este director de los cojoninsky al final de Playground. Me da igual que ponga la cámara a trescientos metros de la salvajada, que casi no se vea… Se ve. Y él lo sabe. Qué sentido tiene enseñarnos esta atrocidad descarnada... ¿Provocarnos? ¿Escandalizarnos? Quiere que reflexionemos sobre qué: ¿sobre la banalidad del mal? ¿La violencia de los videojuegos? ¿La psicopatía infanto-juvenil? ¿Las familias disfuncionales? ¿Los cimientos podridos de nuestra sociedad…? Se pueden plantear todas esas preguntas sin tener que ver -o mejor dicho, no-ver, apartar la mirada asqueado- el crimen brutal. A Haneke estas cosas le salen. De algún modo muy sabio sabe sortearlas. Cojoninsky, o como se llame, no.



Leer más...

El pionero

🌟🌟🌟🌟

Yo le tenía mucha ojeriza a este impresentable. Ahora que está muerto supongo que ya da todo igual, mi repelús y sus fechorías. Bastante tiene don Jesús, sepultado en el panteón familiar, con lo suyo... Pero cuando estaba de cuerpo omnipresente -en las radios, en las televisiones, en las portadas del As cuando guillotinaba a los entrenadores, o en las portadas de El País cuando le descubrían otro trapicheo- a mí se me subía la bilis por el esófago arriba (de cuando yo aún tenía vesícula biliar y podía decirse que estaba completo por dentro).  

    En la prensa seria, a Jesús Gil le atizaban por los cuatro costados de su inmensa barriga: la de izquierdas -que aún quedaba- porque era obvio que este tipo confundía los dineros públicos con los privados, que no entendía ni papa de crecimientos sostenibles, y que con los canutos no sabría hacer la oes de García Lorca, pero sí unos ceros que inflaban cifras en contratos sospechosos. Y luego estaba la prensa de derechas, que le atizaba porque veía en él a un rival político, a uno de los suyos, pero sin el freno en la lengua al que les obliga la Constitución. Un criptofascista que se ciscaba en las leyes que no le interesaban y se agarraba como una lapa a las pocas que ocultaban sus trapisondas. Uno derechas de toda la vida, vamos, pero sin educación de colegio privado, ni corbata comprada en la calle Serrano, porque total, para hacer propaganda política desde el jacuzzi de Tele 5, rodeado de fulanorras, a don Jesús le bastaba con la cadena de oro, el pelamen de recio soriano y la guayabera para cuando salía del agua y seguía diciendo tonterías sobre lo que España necesitaba y lo que él había venido a reformar.




    Pero luego, por las noches, estaban los periodistas deportivos de la radio, a los que sigo escuchando porque su tontuna me hace olvidar los problemas más serios y acuciantes. En la radio de aquellos años daba igual el dial que sintonizaras: Jesús Gil les caía a todos de puta madre, don Jesús, señor Gil, y tal y tal,  porque el Presi llenaba horas y horas de programación con sus salidas de tono, su caballo Imperioso, su cocodrilo, sus paridas racistas, su ego inflamado, su habla medio gangosa… Jesús Gil era un chollo, una garantía para el EGM. Periodistas que con otros dirigentes parecían inteligentes e imparciales, con Jesús Gil se convertían en lameculos lamentables, en reidores de sus chorradas. Ahí sigue, José María Garcia, llorando al exalcalde... A mí me daba vergüenza todo aquello, y también me daba vergüenza ser cómplice, en cierto modo, de aquel blanqueo de capitales, por escuchar el espectáculo.

    He venido a este documental de la HBO, El pionero, esperando que la HBO arrojara luz, distancia, sobre el personaje de Jesús Gil. Pero es como si no hubiera pasado el tiempo. Supongo que lo han hecho para que la familia colabore, y a los autores no les caigan querellas en los tribunales, que son temibles, los Gil, en estos asuntos. Pero aquí, en El Pionero, al patriarca le siguen riendo las gracias de cuando estafaba, de cuando distraía, de cuando desviaba fondos. De cuando se reía de la concejal opositora de Marbella o llamaba imbéciles a los ecologistas... En fin.

    Lo que pasa es que el documental, hay que reconocerlo, está muy bien hecho.




Leer más...

Rufufú

🌟🌟🌟🌟

Habrá sido la casualidad, o el subconsciente, que trabaja de videotecario en mis cloacas, pero el mismo día que veía los nuevos episodios de La casa de papel -con ese atraco a lo grande, a lo Hollywood de Madrid- horas después, por la noche, en la fresca que decían nuestros mayores, apareció en mi televisor Rufufú, que es como La casa de papel pero en un cómic de Mortadelo y Filemón, Mortadellini y Filemoncello. 

    Rufufú es como un remake de Ocean’s Eleven protagonizado no por George Clooney y Brad Pitt, sino por Pepe Gotera y Otilio, que eran los personajes más merluzos del universo Bruguera, que ya es mucho decir, tanto que se han quedado en el habla popular para referirnos a la chapuza nacional: un concepto eterno, transversal, tan nuestro ya como el chorizo o como el político corrupto.

     En Rufufú hay un Giuseppe Gotera que recibe el soplo de un trabajo sencillo -el robo con butrón de una caja fuerte que no está, por supuesto, en La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre- y un Otiliani que lidera a la banda de incapaces que intentarán perpetrar el robo, nefastos, bobalicones, unos gualdrapas que se prestarían a cualquier chanchullo con tal de no trabajar, porque entre la clase alta de Roma y la clase proletaria todavía quedan ellos, honorables, ni siervos ni amos, con las manos limpias de hollín y de yeso, descendientes de los hidalgos caballeros que se ganaban el pan duro sin encallecerse las manos.

    Rufufú es una película de posguerra italiana casi contemporánea de La dolce vita. Está ambientada en los mismos barrios de Roma que Marcello Rubini jamás pisaba, tan lejos todo de la Via Veneto, y de las mansiones en las colinas, de los putiferios de alto standing donde le hacían las pajas con guante de terciopelo. Hay, sin embargo, un hermano gemelo de Rubini que figura en la banda de maleantes, uno que fue separado al nacer y criado en otro ambiente menos lustroso y edificante. Por ahí anda, en efecto, Marcello Mastroianni, haciendo de mentecato ejemplar, sirviendo de estudio para los genetistas de la conducta, que buscan en los gemelos separados al nacer el Santo Grial que nos explique.






Leer más...