El hombre que mató a Liberty Valance

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Si los hermanos Lumière, allá en su aldea gala, hubieran inventado el cine en el siglo III antes de Cristo, la epopeya de los romanos expandiéndose por Italia se habría llamado Northern, o Southern, pero no Western, a la americana, porque ellos no tuvieron más remedio que seguir el sentido de los meridianos, tan cercanos y tan asfixiantes sus dos mares.

     En esas películas imaginarias que narrarían cómo los romanos fueron fundando poblachos, abriendo minas y ocupando pastos con sus gladiums, los samnitas hubieran hecho de indios arapajoes, y los etruscos, que llevaban muchos siglos de vida pacífica, de indios apaches resignados a vivir en las reservas. Los duelos entre vaqueros se hubieran dirimido a espadazo limpio entre los viñedos, y las cogorzas, que predisponen a la pelea y a la chulería, se hubieran cogido con un buen vino de la Umbría rebajado con agua, tan lejos de los efectos instantáneos del whisky peleón. Los romanos se quitarían el casco antes de entrar en el saloon, pagarían sus consumiciones con denarios de plata y subirían al piso superior para fornicar entre divanes y almohadones, nada que ver con las camas de muelles chirriantes que usaban en todos los territorios al oeste del Misisipi. Pero salvando estos detalles de atrezzo, que nada quitan ni añaden a la leyenda, el Northen-Southern de los romanos habría sido muy parecido al western americano que vimos desde pequeñitos, sin coscarnos del trasfondo socio-económico de los duelos al sol.



     El hombre que mató a Liberty Valance es una obra maestra porque sale James Stewart haciendo de James Stewart -tembloroso y tierno- y John Wayne haciendo de John Wayne -imponente y oscuro-, y no sabría explicar mejor el buen rato que hoy he pasado con esta película, retrotraído a mi infancia de los sábados por la tarde en el Cine Pasaje, o en el salón de mi casa, ante la vieja Philips en blanco y negro. Pero es que la película del maestro Ford, además, viene con carga didáctica. Una lección de historia. El día que Liberty Valance mordió el polvo en Shinbone, todo cambió en el Oeste de los americanos. Los funcionarios del Este tomaron cartas en el asunto y enviaron a sus políticos, a sus abogados, a su recaudadores de impuestos, a poner orden en ese territorio salvaje donde cada uno se defendía con su propia minga, hasta donde diera la suerte o la puntería. Nos parece que fue hace la hostia de tiempo, pero en realidad estos acontecimientos distan menos de 150 años. Apenas un puñado de generaciones. De hecho, entre el río Misisipi y el río Pecos, todavía hay muchos vaqueros montaraces que siguen desconfiando de la “escoria de Washington” y preferirían dirimir las cuitas disparando sus subfusiles de asalto, hijos perfeccionados de aquellos Colts del 45 como el que Liberty Valance llevaba en su cintura.   



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Diecisiete

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A los diecisiete años yo era un gilipollas agazapado entre libros, y extenuado entre pajas. Tampoco había tiempo para otras cosas, ni opciones para otros desahogos. Los curas nos apretaban las clavijas con mil exigencias diarias para luego clavar el examen de Selectividad y hacernos hombres y derechos en alguna carrera de las que otorgaban prestigios y dineros.  Y las chicas… Las chicas estaban demasiado lejos para apretarnos cualquier clavija. Se sentaban a nuestro lado, pero habitaban en otro planeta. Nosotros interactuábamos con su holograma, con su espectro amable pero distante. Ellas depositaban su amor y su carne en tipos que estudiaban en los institutos públicos: los macarrillas con moto, los rockabillys ridículos, los chulitos de mi propio barrio que no sabían hacer la o con un canuto pero ya se los fumaban a escondidas, y que ya presumían, con una sonrisa ahostiable, de haberse estrenado en el Asunto, y hacer serios avances en su práctica. Hombres de verdad que eran la envidia cochinera de todos los que vivíamos subyugados por una religión que no era la nuestra. Por una pacatería que nos volvía tan imbéciles y tan poco atractivos.



    Pero tampoco quiero echar balones fuera. Echarle la culpa al sistema, o a la ceguera de las muchachas. A los diecisiete años uno tenía muy poquitas cosas que ofrecer. Casi como ahora, si no fuera por el disimulo de las canas, y la verborrea de la cultura.  Comparado con este delincuente tan poco común de la película, mi yo de hace treinta años es como si perteneciera a una especie inferior, incapaz de manejar herramientas, de resolver problemas de supervivencia, de enfrentarse a quien te toca las narices con un gesto de orgullo alzando la barbilla. Qué habría hecho yo, solo en el mundo, enfrentado a la vida real, y no a la vida doméstica del estudiante sobreprotegido, o del tontolaba de nacimiento, que todavía no lo sé fijo. Debería pagarme unas buenas sesiones con el psicoanalista para resolver estas dudas, ahora que están tan desprestigiados, porque intuyo -y si no, no conozco al género humano- que la gente les rehuye porque descubren la verdad, y ya nadie paga por escuchar la verdad.



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El astronauta


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Si algo valoro en los españoles -que son los compatriotas que me tocaron en suerte, no buscados, pero ya familiares y cercanos- es su capacidad para reírse de sí mismos. He viajado muy poco, y he flirteado nada y menos con extranjeras, pero me dicen, los que sí han deshecho camas en otras geografías, que lo nuestro -o lo suyo, porque yo sigo siendo un escandinavo extraviado - es un caso único de inclinación al autofustigamiento. Pero cachondo. Este defecto colectivo es el que quizá nos ha impedido avanzar por los siglos de los siglos, haciendo juergas de las derrotas, y chistes de los batacazos, en lugar de levantarnos con orgullo y producir bienes de consumo como los europeos laboriosos. Pero, al mismo tiempo, ha producido  una estirpe de humoristas que vienen dando mucha caña desde el Siglo de Oro, con mucho arte y mucha mala follá, a veces tocados por las musas, como David Broncano y sus secuaces del siglo XXI, y otras abandonados por ellas, como estos chiquilicuatres que hace cincuenta años se juntaron para rodar la parodia del Apolo XI y su histórica singladura.



    El astronauta es una de esas películas infumables que de vez en cuando apetece ver para echar unas risas, sin más, desprejuiciados y desmadejados en el sofá, que al final vamos a terminar convirtiéndonos en unos sibaritas insufribles, críticos con pipa, de tanto buscar sólo la obra maestra o la serie de relumbrón. En 1970, en los secanos de Minglanilla, cuatro ociosos que ya no le sacan gusto al tute deciden emular a los ingenieros de la NASA y construir un cohete espacial para enviar a Tony Leblanc a la Luna. ¿Y cómo hacerlo, sin conocimientos básicos de física, con un motor arrancado al Seat 600 de Venancio, con la única financiación del cacique del lugar, que sueña con ver su nombre escrito en los periódicos y hacerse famoso en los cabarets de la capital? Pues a puro huevo, por cojones, encajando lo inencajable, como siempre se ha hecho en este país. La película es muy mala, repito, pero no puedo reprimir la sonrisa continua y tontorrona. Nunca entendí cómo la censura se preocupaba tanto de los polvos y tan poco de estos ejercicios nada patrióticos, que venían a hurgar en la herida del subdesarrollo, del cutrerío, de la chapuza nacional. Los de VOX -que son fachas mucho más inteligentes que sus padres, y que sus abuelos- no van a permitir estos antiespañolismos cuando lleguen al poder. Avisados estamos.



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Vida perfecta

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De adolescentes, en la ciudad provinciana, nos enseñaban que las mujeres no sentían deseo. Que ellas se dejaban hacer, las cosas, las sexuales, pero nada más. Entre las mentiras de los curas y los silencios de los padres, las milongas de los colegas y los malentendidos del porno en VHS, crecimos pensando que el orgasmo femenino era un paripé que ellas practicaban para que la especie humana se perpetuara. Jadear y gemir para que el hombre se excitara mientras ellas repasaban mentalmente la lista de la compra, o planificaban el próximo ciclo de blanco y color en las lavadoras. Sí: ésa era nuestra noción básica del asunto. Yo también fui a la EGB, ocho años, y no era tan divertido como aparece ahora en esos libros superventas. Nuestra educación fue confusa, oscura, contaminada de catolicismo rancio y prejuicios medievales. Los nacidos en el 72 -sobre todo si ya no eras muy espabilado de natura- éramos unos auténticos merluzos, carne de seminario, y pagafantas del ligoteo.



    Si hubiéramos visto Vida perfecta hace treinta años -admitiendo, por supuesto, la paradoja temporal- nos hubiera parecido una serie de marcianas aterrizadas en Barcelona. Tres hermanas procedentes de la estrella Sirio que aparcan su ovni cerca de Montjuic y recorren la Rambla hablando del sexo que practican, del que recuerdan, del que les apetecería probar, una aspirando al marco conyugal, otra huyendo de él, y la otra, la artista, la excéntrica, que ni siquiera sabe muy bien qué significa eso de conyugal…. Una versión erótico festiva de V, la serie aquella de los lagartos que nos invadían, y de sus lagartonas devoradoras.



    Los gilipollas del año 72 ahora somos hombres hechos y derechos, experimentados - más o menos- y hemos dejado el catolicismo para los ratos de cachondeo y las comuniones de los sobrinos. Ya estamos preparados para entender series que nos hablan de mujeres con los mismos deseos, y las mismas decepciones, aguijoneando en las carnes. La serie de Leticia Dolera se había hecho famosa por otros motivos antes de estrenarse. El eterno conflicto entre lo soñado y lo posible, entre la ideología y el parné, que se reproduce incluso en cabezas tan privilegiadas como la de esta mujer. Ahora su serie se va hacer famosa por otros motivos. No es perfecta -y el juego de palabras es infantil, lo sé- pero ya empiezo a recomendársela a todo el mundo, embarcado en un nuevo apostolado tan vehemente como plasta. Los diálogos suenan a verdad; los sentimientos, a propios; los personajes, a conocidos. En los tiempos oscuros, las calles del deseo eran muy estrechas y tristes, pero nunca te perdías. Ahora todo es campo abierto, posibilidad y tentación. Y las probabilidades de equivocarte se multiplican...



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Esperando a Mr. Bridge

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Al señor Bridge no le gustan los comunistas porque dice que los pobres lo son por devoción, y por vaguería, como decía Esperanza Aguirre en sus años estupendos, y que él no tiene por qué alimentarlos ni vestirlos con sus impuestos.

    Al señor Bridge los negros no le caen ni bien ni mal: simplemente los considera sirvientes, ganado, y tacharle de racista sería como llamarle gatista, o perrista, un absurdo tratándose de especies tan distanciadas en la escala evolutiva.

   Al señor Bridge le horrorizan los homosexuales, sus actos contra natura. Sólo de pensar que hacen… eso, en la intimidad de sus cuevas, se le revuelven las tripas y pierde el apetito. El señor Bridge aplaude a rabiar el castigo bíblico que cayó sobre Sodoma, aunque luego, en las homilías del pastor, nunca se acuerda de preguntar cuál fue el pecado de los gomorritas, jamás mencionado, quizá por olvido, quizá por no herir las almas sensibles de los feligreses. Menos mal que en el entorno social de Mr. Bridge -en el Casino, en el Colegio de Abogados, en las barbacoas de la gente decente- los homosexuales son impensables, seres de otra galaxia, porculadores de otros barrios y otras realidades. 

    A las lesbianas, por supuesto, el señor Bridge ni las concibe, o sólo las imagina magreándose en Europa, en baretos de mala muerte, francesas, seguramente...



    Al señor Bridge no le gusta que sus hijas traigan los novios a casa, a escondidas, a preambular los ardores. O a consumarlos, los muy guarros, y las muy desobedientes, si no fuera porque él siempre duerme con un ojo abierto, atento a cualquier gemido, a cualquier cremallera, para bajar por las escaleras con la lupara y cortar de raíz cualquier arrebato prematrimonial dentro de su propiedad.

    Al señor Bridge no le gusta que su mujer le lleve la contraria, ni le altere las rutinas, ni se queje como una plañidera. Al señor Bridge, por la mañana, le gusta tomarse el desayuno con tranquilidad, mientras lee el periódico y pontifica contra la modernidad, y luego, por la tarde, tomarse el güisquito en el sillón con la satisfacción de la jornada bien rematada. Para el señor Bridge, la señora Bridge, aunque la quiere y la respeta, es como todas las mujeres: sólo sirve para dejarse fornicar, para malgastar el dinero en compras absurdas, y para cotorrear con sus amigas asuntos banales que jamás cambiarán el mundo.

    Esperando a Mr. Bridge…



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Nueve semanas y media

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No sé si Nueve semanas y media ha superado la prueba del tiempo o si ya es motivo de escarnio entre los críticos. Me da igual. Que analicen ellos las incoherencias, los desmanes, los matices equivocados de los actores... Como ya sabéis los cuatro gatos que me leéis (y sé, pillines, que estuvisteis en aquel callejón neoyorquino donde todas las humedades confluyeron en un solo río caudaloso), esto que yo escribo o malescribo es una autobiografía camuflada que desbarra por los cerros de Úbeda, y más concretamente, por los montes de León.

    Nueve semanas y media es seguramente una película superada, ridícula, de un erotismo que ya sólo nos pone palotes a los cuarentones. Pero prefiero no pensarlo, y dejarme llevar por la nostalgia. Ni siquiera (y eso lo reconozco palote y todo) se entiende muy bien el desarrollo de la historia: me sigue emocionando la primera hora, cuando Kim y Mickey se conocen, se tantean, se reconocen bellos y sedientos, y se lanzan al sexo como dos adolescentes juguetones. Pero luego se me escapan los dos; se me pierden cada uno en su laberinto de traumas o psicopatías, y no sé muy bien cómo suceden las cosas, ni por qué, y sospecho que los guionistas sólo querían echar morbo sobre el amor, y mierda sobre la cama, y negrura sobre lo rosa de los pétalos.



    Dentro de mí vive un crítico pedante que no se ha callado en toda la película, repitiéndome que Nueve semanas y media es una nadería, una gilipollez. Una tontería con pretensiones de porno soft que ya sólo puede impresionar a los tipos de mi edad en adelante, que de jóvenes nos masturbábamos mucho con la imagen icónica de Kim Basinger, y a las tipas de mi edad, que hacían lo propio con el sueño mal afeitado de Mickey Rourke. Hombres con canas y mujeres con arrugas que ahora, cuando llega la fiesta esporádica del sexo, siempre recordamos aquellos polvos peliculeros en un acto reflejo de las meninges. Aquellos numeritos circenses que, por supuesto, ya nunca nos atrevemos a pedir ni a escenificar, porque ya no son edades, ni cuerpos gloriosos, y hace mucho frío a las puertas del frigorífico abierto. Se perdería, además, mucho tiempo buscando la canción de Joe Cocker en el Spotify, y a estas alturas del deseo, la libido femenina se enfría con cualquier interrupción del protocolo, y el asunto que nos traemos entre manos languidece derrotado por cualquier despiste antigravitatorio.


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Requisitos para ser una persona normal

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Requisitos para ser una persona normal, según María de las Montañas:

Trabajo.
Soy un privilegiado. Maestro. Funcionario de la Junta de Castilla y León. A los que mandan yo no les voto, pero me pagan catorce veces al año porque no saben nada de mi sedición. El IPC me saca varios cuerpos de distancia, pero tengo las deudas pagadas, el frigorífico abastecido, y la cuenta de Amazon bien engrasada. No puedo quejarme. Soy, además, de los que prefiere el tiempo al oro, como cantaba Serrat. Y tiempo tengo mucho, incluso demasiado. A veces preferiría que el trabajo me absorbiera, me dejara sin horas para pensar. Por cierto: los maestros no tenemos tres meses de vacaciones en verano, sino dos. Somos envidiables, sí, pero la carcoma del oficio nos roe por dentro. Nos deprimimos, enfermamos, soñamos con jubilaciones mucho antes de que suene la campana.

Casa
Vivo de alquiler. En una casa coqueta, silenciosa, al borde justo de la civilización. A doscientos pasos del campo y del monte. Se parece a las casas que dibujábamos de niños, con su puerta básica, sus dos ventanas, su chimenea humeante en invierno… Puedo elegir entre perderme entre la gente o perderme entre los pájaros. Sólo hay que torcer a un lado o a otro, al llegar a la encrucijada. Hay mañanas en que mi perrete y yo nos cruzamos con corzos que bajan a abrevar, o a alimentarse, entre la neblina. Sé que estoy tirando el dinero, pero aquí los vendedores están todos locos, subidos a la parra, y como ya he dicho antes, tengo más tiempo que oro, más vida que ahorros.

Pareja
Soy muy discreto.



Aficiones
Antes leía más. Mucho más. Veo una película al día para que este blog no pase hambre, pobrecito. También veo deportes en la tele, demasiados, y lo hago como un macho ibérico cualquiera, con una mano en los testículos y otra manejando el mando a distancia. La imagen es lamentable, lo sé. Doy largas caminatas con Eddie, que es un perro fiel pero asilvestrado. Enseño los rudimentos del fútbol a un equipo de guerrilleros federados. Somos muy de barrio, humildes, pero orgullosos.

Vida social
Arreglo el mundo con los amigos, con soluciones cojonudas que sólo afloran a la conciencia tras la segunda caña bien cargada. La tercera, infrecuente y peligrosa, ya nos conduce directamente al desbarre... Como vivo en la otra mitad de la provincia, pero me gusta mucho el fútbol, soy socio del equipo rival. Mis amigos lo saben, y me dan palmaditas en la espalda cuando se levantan a celebrar sus goles. Reina el buen rollo.

Vida familiar
Una vez estuve casado. Otra casi me casé. Tengo un hijo que es el mejor del mundo, por supuesto. Vive en La Coruña, emancipado con mi dinero, afanoso y feliz. De su felicidad depende en gran parte la mía. Tengo una hermana que no nació en el Mediterráneo, como Serrat, pero que lleva años atendiendo alemanes a su orilla. Con ella, en Navidad, viene a la Península un cuñado ajeno al cuñadismo, y dos sobrinos tan revoltosos como achuchables.
Aún tengo madre en el lugar donde nací. León es la excusa para visitarla; visitarla es la excusa para regresar a León.

Ser feliz
Decir que uno es feliz siempre es una osadía; decir que uno es infeliz, un lamento improcedente.



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Dobles vidas

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Las películas francesas -las fetén, las de toda la vida- son así, como Dobles vidas: personajes que hablan y hablan sobre lo divino del amor, y lo humano de la infidelidad. Sus películas son una exégesis continua sobre el tema. Una enciclopedia audiovisual que va acumulando artículos y sabidurías. Y también, claro, algunos desvaríos... Los cineastas actuales han adaptado los diálogos a los tiempos que corren, haciéndolos más explícitos y menos espirituales, pero siguen haciendo, en esencia, la misma película de siempre. Una variación de la misma melodía. El amor que nos trae y nos maltrae es el mismo que vivieron los hermanos Lumière, y aún antes, mucho antes, los hermanos Australopitecus, y su única modernidad es que ahora la poesía se lee en el teléfono móvil, y que jugar en Tinder acorta los tiempos de espera, y las distancias de la geografía.



    En Dobles vidas sigue habiendo parejas francesas que desayunan, que discuten, que se van a trabajar dando un portazo. Que comen, que se reconcilian, que salen a pasear, que se cogen de la mano y al mismo tiempo se acechan cada gesto y cada suspiro. Que cenan una tabla de quesos y una botella de vino y luego hacen el amor apasionadamente, a la francesa, para luego abandonarse en cada borde de la cama, recelando, anhelando, contradiciéndose en sus palabras y en sus caricias. Que sueñan con mantener el amor caliente y al mismo tiempo fantasean con enfriarlo en el lecho de otro amante.  Alguno dirá que no sólo los franceses hacen películas así, verborreicas y sentimentales, y es cierto. Pero sólo ellos son capaces de hablar con esa pedantería, con ese desparpajo tan poco coloquial, doctorando, sin ningún miedo a caer en el ridículo. Es la marca de la casa. El sello de autor. La Denominación de Origen.

    Olivier Assayas ha querido hacer una película a lo Eric Rohmer, en los tiempos del Kindle, pero no le ha salido redonda ni mucho menos. En general, a este hombre -y mira que lo lamento- no le sale nada que me resulte medianamente ovalado, salvo aquel retrato despiadado de Ilich Ramírez, el terrorista. Los personajes de Dobles vidas me resultan cargantes Unos amorales nada simpáticos; unos adúlteros nada justificables. Ni los entiendo ni me los creo. Cháchara improductiva. Nulas enseñanzas. Bostezos en la medianoche. 


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