Las huellas borradas

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Yo estuve una vez, de niño, en el viejo Riaño, que en Las huellas borradas llaman La Higuera porque quizá lo de “Riaño” queda muy montañés para un título, con las consonantes tan marcadas, que suenan a peñasco y a río que resuena. Riaño -y su demolición, y su desalojo, y su desaparición bajo las aguas- fue el “momento Andy Warhol” de  la provincia de León en los años 80, cuando aparecíamos un día sí y otro también en las portadas de los periódicos, y en las aperturas de los telediarios. “En Riaño, León, han vuelto a producirse enfrentamientos entre los vecinos que no quieren abandonar sus casas y la Guardia Civil, que ha tenido que hacer uso de pelotas de goma para proceder a los desahucios…”

    Cuando ya todo el mundo pensaba que el embalse no iba perpetrarse, y que la presa, construida y olvidada veinte años antes, iba a quedar como el símbolo hormigonero de otra España superada, se juntaron varios intereses agrícolas y unos cuantos territoriales y los riañeses, y las riañesas, tuvieron que cambiar sus casas de piedra, hidalgas y altaneras en el fondo del valle, por un piso con paredes de mierda y vistas a la carretera general unos pocos kilómetros más allá, por encima del nivel de las aguas que dejaron de fluir libremente y se hicieron lago y sepultura del pasado.



    Yo estuve una vez, digo, en Riaño, con mi padre, y con mi tío, que nos llevaba de excursión en su Seat 131 por los pueblos de la provincia. Mi tío era viajante de farmacia, y recorría los consultorios médicos promocionando los productos de su laboratorio. En agosto, cuando mi padre tenía vacaciones, nos recogía por la mañana temprano y nos llevaba a conocer los rincones de la montaña, o del páramo, según le tocara apechugar. Mientras él hacía sus negocios, y vendía sus aspirinas, y sus jarabes, mi padre y yo echábamos a caminar por las carreteras, o por los caminos, maravillados del paisaje, siempre atentos a encontrar un sitio donde pararnos a comer el bocadillo de chorizo, ante alguna montaña, o a la fresca, en alguna chopera. Nosotros nunca tuvimos coche en casa. Nunca fuimos de vacaciones, ni de excursión, ni de fin de semana. Por no tener, no teníamos ni pueblo. Durante algunos veranos, el coche de mi tío fue nuestro coche, y sus pueblos a visitar, como Riaño, nuestro pueblo.



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Pactar con el diablo

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Más allá de que la trama da para escribir un verdadero tratado sobre la vanidad y la avaricia, y de que Charlize Theron es una actriz que cuando aparece en pantalla te sulibeya con sus perjúmenes y ya casi no te deja ni respirar, Pactar con el Diablo es una película que siempre me ha gustado mucho porque yo, al Diablo, de existir, siempre me lo he imaginado muy parecido a Al Pacino: pequeño, listo, histriónico, visceral, sumamente persuasivo cuando saca el repertorio de sabidurías. Con esos ojos chispeantes y malignos que a veces subrayan el discurso y a veces lo contradicen, dejándote pasmado... Mira que es feo, y canijo, y contrahecho, mi admirado Al, que lo ves un día caminando por la calle y a lo mejor ni te fijas en él, pero cuando pisa las tablas o los sets de rodaje se transforma en un torbellino que es puro fuego y pura intensidad nacida de algún volcán italiano en erupción.



    El Diablo, de existir, tiene que ser así, como Al Pacino, un tipo normal pero con superpoderes, inmortal a lo sumo, pero no un ángel caído, no una deidad deforme salida de la imaginación de los pintores medievales. El Diablo es un cabroncete, un liante, un pandillero juvenil. Un maleante simpático. No, desde luego, el contrapeso exacto a la bondad de Dios. No su némesis cornamentada al otro lado del tablero. La Creación ya es de por sí bastante chapucera, bastante maligna en sí misma, desequilibrada y hostil, y no hace falta un Dios Malvado que se ponga a torcer renglones o a desatar los huracanes. Al Diablo, de existir, me lo imagino más bien como un supervillano de la Marvel Comics, viviendo en una mansión como la de Al Pacino en la película, o quizá en una nave espacial, geoestacionaria, de la que sube y baja cada cierto tiempo para ir sembrando las tentaciones. Porque el Diablo sólo es eso: un tentador, un tocacojones, un mero intermediario entre nosotros y nuestros instintos. Un provocador, y un facilitador. Nada más. Todos los pecados posibles ya existen en potencia, y él sólo quiere que los convirtamos en acto, y en rebeldía.



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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 3

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Y aquí sigo, seis meses después, predicando en el desierto como Simeón el Estilita, subido en mi columna solitaria. O como un orate  del Speaker’s Corner, subido a la silla mientras grito y gesticulo y los transeúntes pasan educadamente delante mí. Seis meses de sermón, de evangelio, de bienaventuranzas prometidas para los que vean La maravillosa Sra. Maisel, pues de ellos será el Reino de los Ocios. Medio año de misión apostólica sin fruto que me ha dejado la lengua pastosa, y la garganta reseca, y la neurona que ya no acierta a encontrar eslóganes más convincentes, ni razones más contumaces.



    A todo el que se acerca a pedirme que le recomiende una serie de televisión -porque conmigo sólo hay tres temas posibles para conversar: las series de la tele, la conveniencia del 4-4-2 en el esquema del Real Madrid, y la beatificación y posterior santificación de Charlize Theron como un milagro angélico de la carne- llevo medio año de mi vida, de mi pasión, de mi conversión espiritual, diciéndole con entusiasmo de telepredicador americano que una de dos: o que pague la cuota correspondiente de Amazon Prime -si lo suyo es el vicio de recibir paquetes a domicilio-, o que se ponga el parche en el ojo y pesque en aguas internacionales todos los episodios de La maravillosa Sra. Maisel, los veintiocho disponibles, porque no va a encontrar una serie mejor escrita, ni mejor rematada, ni mejor interpretada por esos fulanos y esas menganas que no actúan sobre sus marcas en el suelo, sino que flotan, irradian, transmiten un buen rollo que jamás te desdibuja la sonrisa, ni la admiración. Yo ya vengo a los episodios de Mrs. Maisel con la sonrisa puesta mientras enciendo el ordenador, o preparo el pifostio en la tele, y ni siquiera la lentitud desesperante de los sistemas que arrancan es capaz de desdibujármela. No hay un solo personaje que no pronuncie el pensamiento exacto, la réplica inteligente, la coña marinera, la frase maravillosa que en la vida real -tan aburrida, tan poco chisposa- sólo se nos ocurriría decir una hora más tarde, cuando ya nadie nos atiende.



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Sauvage

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La próxima vez que alguien diga -en el bar o en el trabajo, medio en broma medio en serio- que algún día habrá que “poner el culo” para llenar el frigorífico o pagar el alquiler, recordaré, en mis adentros cinéfilos, que hay gente como Leo, el protagonista de Sauvage, que pone literalmente el culo, y la boca, y lo que haga falta, para ganarse unos euros con los que ir tirando por la vida. Prostitutos, sí, que también los hay, por los márgenes de las carreteras y los baños de las discotecas. Prostitutos cutres, desesperados, con alguna dependencia mortal y una vida que esconder, atrapados en la misma miseria que sus compañeras de humillación, más conocidas, pero no más afortunadas. Putos de la farola, del árbol marcado, del banco asignado en el parque, que también se pelean a hostias con quien viene a rebajar el precio de la chingada, o de la mamada, de las que se hacen o de las que se dejan hacer, porque también aquí -o quizá sobre todo aquí- hay gente que siempre está  más jodida que uno, y no le importa arrodillarse con descuento, o con ofertas de primavera.




    No sabemos cuántos son, qué porcentaje ocupan en el gran problema, pero lo cierto es que no se oye hablar de los putos -y mucho menos de los putos que se ofrecen a hombres- cuando el debate de la prostitución se caldea, y las soluciones se esgrimen, y unos dicen que hay que seguir el ejemplo sueco y otros que los holandeses siguen llevando la bandera de la modernidad. En realidad, si lo piensas bien, sabemos más de los putos por las películas que por las noticias de la tele, o por los artículos de la prensa. O quizá soy yo, que siempre he vivido en provincias, en villorrios, muy alejado de las grandes ciudades donde existe la gente para todo, y los esclavos para cualquier cosa. Sauvage es una película urbana, urbanísima -desde luego no para todas las sensibilidades- que habla de sexo por dinero, y de sexo por compañía, con esa frialdad que tiene el sexo cuando no tiene nada que ver con el amor, sino con la pura gimnasia que ordeña los placeres.


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El ascenso de Skywalker

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Ayer, en el cine, mientras se cerraba el círculo de la familia Skywalker, yo sentía que otro círculo, el de la familia Rodríguez, mucho más modesta y de andar por casa, también se cerraba cuarenta y dos años después de haber sido trazado. En las navidades de 1977, cuando se estrenó La Guerra de las Galaxias en León y nadie sabía cuál era el camino más corto para llegar hasta Tatooine, yo fui al cine con mi padre para subirme en una nave estelar y ya no regresar del todo a este mundo que en realidad nunca he entendido ni asimilado, medio soñador y medio bobo como soy, siempre desatento y asustadizo.



    En estas cuatro décadas que han transcurrido casi en un pestañeo -como en uno de esos saltos al hiperespacio del Halcón Milenario-, mientras los Skywalker crecían, se reproducían y luchaban a brazo partido para no caer en el Lado Oscuro de la Fuerza, yo, Álvaro Rodríguez, en el Sistema Solar, en su único planeta habitable, estudiaba mis asignaturas, aprobaba mis oposiciones y me hacía un hombre de provecho en este retiro laboral del Noroeste. Mientras los Sith preparaban su venganza y los Jedi se extinguían por mortal aburrimiento, yo escribía un libro infumable, tenía un hijo maravilloso y plantaba miles de pinos en terreno de loza muy poco propicio para la foresta. Mientras Han y Chewie -mi adorado Chewie- seguían contrabandeando sus mercancías por los planetas de mala muerte, yo descubría el amor, el sexo, el dolor insufrible del desamor… Y el amor nuevamente. Perdía trozos de mi cuerpo en operaciones de poca monta y jirones del alma en encontronazos de poca sustancia..



    En estos cuarenta y dos años he celebrado seis Copas de Europa, he leído cientos de libros y he visto miles de películas. Y entre ellas, todas las películas de la saga Star Wars: las buenas y las malas, las clásicas y las modernas, pero nunca, hasta hoy, había visto una en el cine junto a mi hijo. Cuando él era niño las vimos todas en casa, varias veces, hasta la memorización friki del diálogo. Hasta el empacho casi enfermizo de los mundos imaginados. Yo, el caballero Jedi, y él, mi inteligente Padawan... Las últimas películas nos pillaron viviendo en ciudades distintas, con compromisos distintos, novias y amigos, soledades y mierdas, y sólo ayer, en un regalo espacio-temporal que la Fuerza nos otorgó, pudimos cerrar el círculo algo ovalado de nuestra familia: padre e hijo que se reúnen no para gobernar juntos la Galaxia, como los Skywalker, o los Palpatine, que ya quisiéramos nosotros, nos ha jodido, sino para seguir con esta tradición navideña que cada cuarenta años reúne a un señor mayor con su hijo para comerse unas palomitas, escuchar la fanfarria inicial de John Williams y empezar a leer las palabras amarillas que se deslizan en la negrura…



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En el súper

Hoy, de paseo por León, he vuelto a entrar en el Cine Pasaje. O mejor dicho, en el supermercado que ahora ocupa su lugar. Como un acto de protesta contra la realidad de los tiempos, he entrado con la intención de no comprar nada, sólo para recorrer los pasos nostálgicos que mis pies como zarpas nunca olvidaron.

    Mientras la clientela del supermercado inspeccionaba ingredientes, calculaba descuentos y llenaba las cestas con productos, yo me he instalado en una realidad holográfica en la que el Cine Pasaje se superponía a los estantes y volvía a la vida en un sueño nostálgico que me escocía en los lagrimales. A la izquierda, nada más entrar, donde ahora está el expositor de pan y la bollería industrial, he visto a mi padre resolviendo crucigramas en su pequeño garito, esperando que terminara la función para abrirle la puerta a la muchedumbre, cerrarla de nuevo durante unos minutos y volver a instalarse en ella ya peripuesto y uniformado, con la gorra y la librea, sonriente y algo encorvado, buenas tardes, buenas tardes, dando la entrada al nuevo grupo de soñadores… Unos pasos más allá, donde los lácteos y los huevos, he visto la puerta que daba acceso a la cabina de proyección escaleras arriba, donde Juan y Santiago me dejaban enredar con los recortes de celuloide y me permitían ver las películas desde el ventanuco por el que ellos vigilaban la calidad de la proyección. Al lado justo del otro ventanuco, el primordial y mágico, el que atravesaba el haz de luz que convertía los fotogramas estáticos en personajes vivientes que en la pantalla se daban besos, se pegaban tiros o se perseguían como centellas por los rincones de la galaxia muy lejana.




    He llegado a la última pared del supermercado y mis pies me han dicho que allí, justo allí, estaban las puertas de acceso al patio de butacas. El supermercado ocupa justo el espacio que antes ocupaban el vestíbulo, los aseos y el viejo ambigú de los chicles y las gominolas. He sonreído al saberlo: el cine en sí, las 999 butacas enfrentadas al imponente pantallón, no han sido mancillados por este monumento moderno dedicado al envoltorio de plástico y a la calidad ínfima de los alimentos. Quizá lo que hay más allá de la pared, ocupando el espacio sagrado de mi infancia, sea algo todavía menos decoroso para mi recuerdo. Pero hoy, al menos, he decidido no averiguarlo.

    Hoy por la mañana, en el súper de la avenida José María Fernández, estaban los trabajadores, los clientes, y un tipo alto, desgarbado, con aire de despistado, que venía a ver una película.
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Million Dollar Baby

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Hace 15 años -¡dioses míos, hace ya 15 años…!- coincidieron en las carteleras ibéricas dos películas que defendían el derecho civil a la eutanasia. Una, Million Dollar Baby, estaba ambientada en la América Profunda del boxeo femenino y la white trush de la obesidad, mientras que la otra, Mar adentro, muy lejos de aquellos parajes, transcurría en la Galicia Profunda de los pastos para el ganado y los acantilados que descienden hacia el mar como abismos.



    Los curas se pusieron muy nerviosos con esta coincidencia que atentaba contra la doctrina divina del Catecismo, y mientras unos denunciaban en sus homilías que tal contubernio era sin duda obra del Maligno, que volaba libremente de una orilla a otra del Atlántico, otros se atrevían a denunciar que Clint Eastwood y Alejandro Amenábar pertenecían a una logia masónica que enviaba un mensaje de perdición a todo el planeta, urbi et orbi también, pero no precisamente desde el balcón del Vaticano... Creo recordar que el mismísimo presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, asistió al estreno de Mar adentro y pronunció algo así como la intención de aprobar una ley que se pareciera mucho a la que ya disfrutaban los pueblos civilizados de Flandes y la Helvecia. Antes de que José Luis plegara velas y se cagara en los pantalones, temblaron, por un momento, los cimientos del nacionalcatolicismo, que había resistido imperturbable las demás tormentas de la Transición: la legalización del comunismo, el orgullo de los maricones y la película porno de los viernes en Canal +.  A los curas, en realidad, les importan un carajo todas estas desviaciones de la sociedad, porque ellos también se benefician de lo mismo que critican. La hipocresía es el octavo pecado capital que los Padres de la Iglesia se olvidaron, muy cucamente, de poner en la lista… A los curas -aparte de que algún día empiecen a cobrarles el IBI por sus iglesias y latifundios- lo que más les jode es que la gente entre y salga del mundo cuando le venga en gana, sin pedirles permiso, como si la vida fuera un bar público, y no el club privado que ellos desearían regentar con gorilas en la puerta.



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La mujer de la montaña

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Hace años, cuando casi nadie era capaz de situarla en un mapa, yo decía que Islandia era el país ideal para retirarse del mundanal ruido para una larga temporada, o para siempre. Me miraban raro, los conocidos, y me preguntaban qué se me había perdido en un lugar sin playas ni monumentos, sin más gastronomía que la carne de reno a las finas hierbas de la tundra. Yo me había enamorado de Islandia leyendo las crónicas que durante un verano escribió John Carlin para el diario El País, hablando de un paraíso social donde el Estado casi garantizaba la felicidad, la gente se calentaba con el agua caliente que salía gratis de la tierra, y los matrimonios se disolvían alegremente entre gentes follarinas que no se guardaban ningún rencor.
   
    A pesar de que las crónicas de John Carlin llegaban al corazón del lector socialista y aventurero, Islandia siguió siendo una isla ignota que sólo salía en la prensa cuando su primera ministra -de apellido irrecordable e intranscribible- sentaba cátedra sobre cómo las mujeres, investidas del cargo, pueden mandar exactamente igual que los hombres. Que es una  perogrullada como un volcán islandés de grande, pero que conviene recordar de vez en cuando. Y, de pronto, la selección de fútbol de Islandia se clasifica para disputar la Eurocopa 2016, miles de aficionados vikingos se plantan en el continente para celebrar el orgullo de su estirpe, y las gentes futboleras y no futboleras se enamoran de esos maromos enormes y educadísimos, y de esas princesas rubísimas y sonrientes. Islandia se pone de moda, se establece el puente aéreo Albacete- Reikiavik, y casi sin darnos cuenta, en la filmografía marginal de los gafapastas, empiezan a colarse películas que narran cómo es la vida en esa isla tan fría como civilizada, como una Atlántida moderna algo más septentrional que la antigua.



    Uno, de momento, de las películas islandesas sólo ha obtenido ronquidos y entusiasmos muy tibios. La mujer de la montaña prometía mucho al principio: una ecologista guerrera se dedica a sabotear la industria patria para desincentivar las inversiones de las empresas chinas que amenazan con desembarcar, y que lo pondrían todo perdido, con lo mucho que trabajan, y lo poco que limpian, estos umpalumpas de los ojos rasgados. La película empieza siendo algo así como Tomb Raider dando tumbos entre las montañas y los géiseres, y resulta entretenida y curiosa. Pero luego, poco a poco, no sé cómo, la atención se me va distrayendo, pienso en las otras películas que tengo guardadas, y echo de menos saber más cosas de Islandia porque no salimos de los páramos donde los postes eléctricos son los únicos árboles capaces de prosperar.



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