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Million Dollar Baby

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Hace 15 años -¡dioses míos, hace ya 15 años…!- coincidieron en las carteleras ibéricas dos películas que defendían el derecho civil a la eutanasia. Una, Million Dollar Baby, estaba ambientada en la América Profunda del boxeo femenino y la white trush de la obesidad, mientras que la otra, Mar adentro, muy lejos de aquellos parajes, transcurría en la Galicia Profunda de los pastos para el ganado y los acantilados que descienden hacia el mar como abismos.



    Los curas se pusieron muy nerviosos con esta coincidencia que atentaba contra la doctrina divina del Catecismo, y mientras unos denunciaban en sus homilías que tal contubernio era sin duda obra del Maligno, que volaba libremente de una orilla a otra del Atlántico, otros se atrevían a denunciar que Clint Eastwood y Alejandro Amenábar pertenecían a una logia masónica que enviaba un mensaje de perdición a todo el planeta, urbi et orbi también, pero no precisamente desde el balcón del Vaticano... Creo recordar que el mismísimo presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, asistió al estreno de Mar adentro y pronunció algo así como la intención de aprobar una ley que se pareciera mucho a la que ya disfrutaban los pueblos civilizados de Flandes y la Helvecia. Antes de que José Luis plegara velas y se cagara en los pantalones, temblaron, por un momento, los cimientos del nacionalcatolicismo, que había resistido imperturbable las demás tormentas de la Transición: la legalización del comunismo, el orgullo de los maricones y la película porno de los viernes en Canal +.  A los curas, en realidad, les importan un carajo todas estas desviaciones de la sociedad, porque ellos también se benefician de lo mismo que critican. La hipocresía es el octavo pecado capital que los Padres de la Iglesia se olvidaron, muy cucamente, de poner en la lista… A los curas -aparte de que algún día empiecen a cobrarles el IBI por sus iglesias y latifundios- lo que más les jode es que la gente entre y salga del mundo cuando le venga en gana, sin pedirles permiso, como si la vida fuera un bar público, y no el club privado que ellos desearían regentar con gorilas en la puerta.



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