La vergüenza

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Me he quedado solo, y avergonzado, frente a La vergüenza de Ingmar Bergman. Avergonzado de mí mismo. Avergonzado de esta cinefilia impostada, de salón casero, de provincia alejada. Una cinefilia que sólo parece un invento para tirarme el rollo: una estrategia reproductiva disfrazada de gafas de pasta, y de estanterías con DVD. Una gran mentira, y una pérdida de tiempo. 

A veces no sé qué cojones hago por las noches, desplomado en mi sofá, programando películas que en el fondo no me interesan, o que me interesan lo justito. Lo mío -con matices, con el oropel justo para disfrazarlo de cultura- siempre fueron las risas chorras, las hostias como panes, las actrices de buen ver... Las persecuciones y los gángstes de Nueva York. Y las comedias de Azcona y Berlanga, claro. Tramas simplonas que mi cerebro pre-informático, con muy poquitos gigas de memoria, pueda entender sin grandes complicaciones.

La vergüenza -que a mí me ha parecido un truño, una kafkianada tan grande como la catedral de Praga, o de Estocolmo- resulta, para mi asombro, para mi humillación intelectual, que es materia de aclamación en los círculos cinéfilos: ¡un análisis magistral sobre el hombre y su pesar, la mujer y su carga, la humanidad y el vacío existencial! El drama modélico de un Ingmar Bergman en plena forma que nos regala otra genialidad, otra  disección profunda del alma humana. Pero sólo a quien tiene ojos para apreciarlo, claro, y oídos para comprenderlo. E inteligencia, para asimilarlo. Pues bueno. Cojonudo.

Así que aquí yazgo, medio listo y medio tonto, en el sofá incómodo y recalentado ya con los primeros calores. De nuevo en pantalones cortos, como un niño pequeño que echa de menos las explosiones y las persecuciones. Harto de Bergman. Harto de no comprenderle. Harto de vagar por la isla de Farö sin entender ni jota. Harto de la política nacional, de la marcha del Madrid, de la lentitud de la justicia... De este cansancio físico y mental que ya entrado mayo perturba mis ánimos.



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The French Connection

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Cuando yo era pequeño, en España sólo teníamos un actor internacional, que era Fernando Rey. Y era internacional, mayormente, porque había salido en “The French Connection”, haciendo de malo, aunque fuera de malo francés. Pero muy listo, el jodido, nada que ver con Pierre Nodoyuna, por ejemplo, que era un francés ficticio tan obstinado como metepatas. Y es que había que ser un tipo muy hábil, y muy canalla, para pasarte toda la película esquivando al loco de Popeye Doyle, el detective de narcóticos, poseído por el demonio Pazuzu tres años antes de que William Friedkin volviera a encontrárselo en Georgetown...

De los otros éxitos ultramarinos de Fernando Rey apenas nos llegaban noticias en provincias. Sólo sabíamos que trabajaba mucho con Buñuel, más allá de los Pirineos, que era donde empezaba lo verde, y que a veces, don Fernando, tan poco hispano en su apariencia señorial, más un señor de Praga que un Quijote de la Mancha, a veces era reclutado para aquello que se llamaban “coproducciones”, que eran como aquel chiste en el que va un español, un italiano y un francés y al final dirige la película un americano, y pone la pasta un tipo de Texas. En mi infancia católica y apostólica, aunque fuera tan poco romana, yo flipaba con Jesús de Nazaret, el evangelio de Zeffirelli donde nuestra estrella, nuestro Fernando más transatlántico, antes de que Fernando Martín llegara a la NBA, hacía, cómo no, de rey, de rey Gaspar, la cuota española en el conglomerado de aquel firmamento.

En los años setenta de mi niñez, con la excusa de la eficacia energética, y de que aún no conocíamos el yogurt desnatado, España sólo tenía una estrella en cada campo del saber o de las artes. O del deporte. El único actor, ya digo, era Fernando Rey, y el único tenista, Orantes, y el único sabio, Severo Ochoa, y el único motorista, Ángel Nieto, y el  único cantante que triunfaba en Estados Unidos, Julio Iglesias. En aquellos tiempos, puestos a tener uno sólo, sólo teníamos un rey, que era Juan Carlos, y no como ahora, que tenemos dos. Y con dos reinas, además...




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La Rosa Púrpura de El Cairo

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A falta de personas que se parezcan a mí en diez kilómetros a la redonda -para lo bueno y para la malo, sobre todo para lo malo- he encontrado en Cecilia, el personaje de La Rosa Púrpura de El Cairo, a uno de mis heterónimos más inquietantes. Un personaje tan parecido a mí, y a mi circunstancia, que ella, personaje sin apellidos, bien podría apellidarse en verdad Rodríguez, Cecilia Rodríguez, como una cantautora sudamericana, o una candidata de izquierdas al Parlamento. O, por qué no, apellidarme yo Farrow, Álvaro Farrow, como un vaquero del Far West, o un candidato de la extrema derecha al Parlamento. El mundo al revés...

Cecilia, como uno mismo, como otros muchos naufragados de la realidad, trabaja para sobrevivir, sobrelleva la soledad y aguanta a los pelmazos -y a las portavozas- como puede. Tacha los días en el calendario esperando simplemente que no lleguen las desgracias o las muertes. Vive en el desaliento cotidiano de quien ya no espera la llegada del meteorito salvador: una lotería, una herencia, una compañía, un impulso literario... El bombo de la vida se nos detuvo en seco, y expulsó un número feúcho y no premiado. Ni pedreas, ni pedreos, ni hostias en vinagre. Cecilia a veces siente una alegría sin fundamento, como de niña, o como de loca, pero se disipa en apenas unos segundos, nacida de la nada como una pompa de jabón, irisada y muy poco longeva.

Otros muchos matan sus penas en el alcohol, en el dominó, en la peluquería del barrio. Otros se zambullen en el trabajo, cazan mariposas, construyen barcos dentro de una botella... Cecilia y yo, en cambio, matamos nuestras penas con una película diaria, o con dos, si la pena es muy grande, y el tiempo libre se hace demasiado largo. Marginados del mundo real, probamos suerte en el mundo de las películas, a ver si allí corremos las aventuras románticas que la vida nos negó. Las neuronas espejo... Para ellas comemos y respiramos, y guardamos nuestras horas de sueño. Ellas son las joyas de la corona, en nuestros organismos desaprovechados. Gracias a su labor sináptica viajamos a países lejanos, corremos peligros, amanecemos en las playas, besamos en labios, salvamos al mundo, probamos la felicidad.  El cine es nuestra diversión, nuestra salvación, nuestra pétrea muralla que nunca se derrumba. 




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Zelig

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Leonard Zelig posee la extraña facultad de mimetizarse con el ambiente político que le rodea. Al lado de un votante de derechas, esgrimirá argumentos irrebatibles sobre la vagancia secular de los pobres, y sobre la necesidad inexcusable de que los ricos paguen menos impuestos. En cambio, en una manifestación de izquierdas, llevará el puño más alto y más cerrado que nadie, vociferando consignas contra el gran capital, y juramentos, contra esos mismos cerdos que desvían las plusvalías a Suiza, o las islas Caimán.

Leonard Zelig es una invención destronchada de Woody Allen, pero yo conozco mogollón de tipos como Zelig en los centros de trabajo, y en los foros de internet. Y en los bares, sobre todo en los bares, donde las opiniones ya no son como los culos -uno por persona, que decía Clint Eastwood-, sino que son más bien como los huevos, o como los alvéolos pulmonares, dos, o trescientas mil, en función de los presentes, o de la mujer que escucha atentamente. “Estos son mis principios, querida, pero si no te gustan tengo otros...”. Estos tipos que yo conozco, al igual que Leonard Zelig, no son unos oportunistas ni unos chaqueteros. Ni siquiera mala gente: simplemente creen en cosas volátiles, que duran lo mismo que un suspiro, ingrávidas y gentiles como pompas de jabón.

El Zelig de la película es un hombre asombroso que también es capaz de modificar su fisonomía para no desentonar con sus acompañantes. Al lado de un hombre negro su piel se oscurecerá, y al lado de un hombre obeso su tripa se inflará, y su papada se descolgará. Cosas así...  Apodado por tales hazañas bioquímicas el Camaleón, Zelig será objeto de estudio en las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Pero el desconcierto reina entre la clase médica de los años veinte, y sólo la psiquiatra Eudora Fletcher, enamorada en secreto de su paciente, dará pequeños en su curación a través de la hipnosis. Gracias al péndulo conseguirá hablar con el Leonard Zelig verdadero, que es un tipejo aburrido, sosaina, sin grandes cosas que decir. Un veleta de la vida. Alguien sin lecturas ni formaciones,. Un desclasado, un desinformado, un pasota en realidad.




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La voz humana

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Salvando la voz de Agustín Almodóvar, que en la ferretería del barrio dice parcamente: “Fifty euros”, y la voz del bombero que en la escena final pregunta: “¿Está usted bien, señora?”, sólo hay una voz humana en los treinta minutos que dura La voz humana. Es la voz de Tilda Swinton, claro, que aquí no se llama Tilda, sino simplemente “Woman”, así, en genérico, la Mujer, porque su monólogo de amante despechada es universal, arquetípico, y puede servir de advertencia a las novicias, y de recordatorio, a las graduadas.

¿He dicho monólogo? Pues no, mal expresado, porque el cogollo de la función es una conversación telefónica entre la mujer y el hombre, que son, ya digo, la Mujer y el Hombre. Lo que pasa es que sólo la escuchamos a ella, y ese detalle, que al principio nos predispone a su favor, porque hay que ser de piedra para no compadecerse de alguien que llora a moco tendido, luego, al final, nos deja pensativos sobre las razones del desencuentro. Tilda se nos muestra destrozada, barbitúrica, a punto de cometer cualquier barbaridad, humillada por un fulano que ya no piensa ni aparecer por casa para despedirse, metido ya en la cama de otra mujer más joven o más hermosa. O más rica, a saber, aunque eso parece difícil, porque el nido del ex amor es un loft de la hostia, con decoración exclusiva, y mucho arte posmoderno en las paredes.

Ya digo que uno, de entrada, está con Tilda Swinton y su desamparo, porque quién no ha estado así alguna vez, destrozado por dentro, sanguinolento en las entrañas, pensando que ha tirado años enteros a la basura, como tartas de boda que nunca se comieron. Años de mierda al lado de una persona que era el epicentro de la vida y ahora sólo es un retortijón en la barriga. Pero claro: sólo la escuchamos a ella, y a mí me da que esta mujer tampoco es el paradigma del equilibrio emocional... No sé, cosas mías.

Lo que sí está claro es que el fulano es un cabronazo que no ha recogido a su propio perrete, que es la única voz animal de la función. No ir a despedirse de su ex amante está mal, pero bueno, hay cosas peores. Pero no pasar a por tu perro... Quien abandona a un perro no merece ni una mierda de comprensión.



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Seinfeld. Temporada 1

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Seinfeld es mi comedia preferida. La repaso enterica cada tres o cuatro años, en unos DVD que guardo como oro en paño, preservados del polvo, de la luz solar, de las visitas que me preguntan: “¿Qué podrías dejarme para ver...?” He pensado incluso cambiarles las carátulas, para que pasen inadvertidos: ponerles unas matrículas falsas de película porno, si es una mujer -rara avis- la que me pide material, o unas de “Amar en tiempos revueltos”, si es un hombre el que fisgonea en mi videoteca. Los DVD de Seinfeld son sacrosantos, intransferibles, y valen más que la habitación que los cobija, y que la casa que nos sustenta. Solamente Eddie, el perrete -ni siquiera su dueño-, vale más que ellos. Mi compañero de piso es lo único que valoro más, pero porque los DVD son reemplazables, recomprables, pirateables en caso extremo, y Eddie, pobrecico, no, claro.

Seinfeld vale tanto porque es canela fina, especia raruna, vintage sentimental para cincuentones o pre-cincuentones como yo. Los viejos guerreros del Canal +... Ay, el Canal +, el de la llave blanca donde veíamos Seinfeld y Frasier, el fútbol y el porno psicodélico. A los que llevamos pagando la cuota desde los tiempos fundacionales deberían de amnistiarnos, de concedernos una tarjeta oro, o una black card de ésas, para no volver a pagar en la vida  Es más, Canal +, ahora Movistar, debería pagarnos un sueldo mensual, porque nos pasamos la vida haciendo apostolado de sus programas, publicidad gratuita, todo el día recomendando esto y aquello: el fútbol, y el snooker, y las pelis, y el porno ya no.

Pero bueno, a lo que iba: Seinfeld es mi Santo Grial, mi Arca de la Alianza, y en eso, como en otras muchas cosas, yo estoy con Pepe Colubi, que a veces luce una camiseta de la serie en la televisión. No creo que en los veinte o treinta años que me quedan en el convento vaya a encontrar una serie mejor, así que supongo que Seinfeld ya será para siempre la number one. No es, desde luego, la serie más redonda ni la mejor escrita. En nueve temporadas hubo momentos tontorrones, desfallecidos, abismos culturales y chistes de relleno. Pero lo bueno era tan bueno como el oro encontrado en una mina. Nunca más se han vuelto a ver unos quilates como esos. Larry David y Jerry Seinfeld se aventuraron en las montañas donde nadie se había atrevido a buscar (una comedia sobre nada, sobre la nada más absoluta, pura memez argumental y puro diálogo para besugos) y encontraron un filón que los hizo millonarios Y a nosotros muy felices.





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No matarás

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Empiezo la película remolón, poco convencido, pero al descubrir que el personaje de Mario Casas también lleva gafas, y también es un apocado con pinta de pardillo, se me disparan las neuronas espejo, y me identifico -salvando las distancias, claro- con el personaje. Al protagonista de “No matarás” también le cuesta decir que no, contrariar a los presentes, tomar la iniciativa en los asuntos decisivos. Medio tartamudea y esquiva la mirada si le vienen mal dadas. Todos sabemos que por debajo de las gafas de Clark Kent hay un Supermán del atractivo, de la musculatura, que en la vida real vuelve locas a las mujeres más guapas. Pero en una película la realidad queda en suspenso, y aquí Mario Casas no es el fucker de manual, sino Dani Nosequé, el tontolaba de su empresa, el pagafantas de las mujeres.

Decía que me identifico mucho con el personaje, sí, y más todavía cuando se topa con ese morbazo de mujer en la noche barcelonesa, y en vez de seguir el instinto de huida -que más que instinto es razón y clarividencia, pues se ve, se nota, se siente, que a esa mujer tan atractiva le falta un verano y parte del otoño- Dani, el pajillero, el de la vida tan poco excitante, decide seguir el otro instinto de la vara de zahorí, a ver si hay suerte, a ver si la vida le pega un giro radical y, como poco, se lleva el recuerdo de un polvazo reservado a los sementales más significados. Mejor eso que meterse en casa a cenar una ensalada mientras ve el Huesca-Valladolid, o la enésima película repetida o prescindible. Nos ha jodido.

Yo estoy con Dani. Yo soy Dani. Es más: yo he sido Dani. Le entiendo perfectamente. Mi abuela me decía que tiraban más un par de tetas que cien carretas. Me lo decía cuando yo era chiquitín, sin edad para el deseo, pero ella ya barruntaba, vamos que si barruntaba... Aquí, la verdad, teta muy poca, pero bonita y estilizada, eso sí. Suficiente para arrastrarte a la perdición, como en Camino a Perdición, que era otra película.

A orillas del mar, lejos de mi secano, se dice de otra manera lo de mi abuela: ata más pelo de coño que soga de marinero. Pues eso. Ahí lo llevas, Dani.



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Estoy en crisis

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Estoy en crisis, sí, como el personaje de José Sacristán. Estoy pre-cincuentón, pre-colonoscópico, incomprendido y ojeroso. Sufro la oxidación del escritor fracasado, del madridista irredento, del bolchevique retirado. Del funcionario que ya calcula su jubilación. Los jóvenes, y las jóvenas, ya me tratan todos -y todas, ay Jesús- de señor. Mis pedos huelen cada vez peor y no sé por qué. Será la otra oxidación, la celular, las cetonas, todo eso que estudiábamos en el BUP. Cuanta más verdura como, peor me huele la química. Ahí está el ejemplo de las vacas. Supongo que eso es bueno: que son las toxinas, que se evaporan...

Estoy que no hay quien me aguante, en definitiva. Estoy en crisis, sí, desencantado en general. A mi alrededor hay coetáneos que están mejor y coetáneos que están peor... Pues eso: una crisis de manual, de las de toda la vida. Tampoco he dicho que esté inmerso en una desgracia, o en un conato de suicidio. Sólo en crisis.

 ¿Y cuándo no está uno en crisis?, me pregunto yo. Hay una crisis para cada edad, como hay también una vestimenta, o un alimento preferido, o un mito erótico. Está la crisis del nacimiento, que es el primer golpetazo con la realidad, y la crisis del primer día de colegio, en la que descubres que hay mucho hijoputa suelto por ahí. La crisis de la adolescencia, claro, la peor de todas, de la que algunos no logran salir jamás, ya gilipollas perdidos en su laberinto. La crisis de los veinte, por supuesto, con la primera explotación laboral, y la primera pérdida de fe en el Madrid, siempre fichando a pufos y a lesionados. Luego viene la crisis de los treinta, con la primera cana en el espejo, y la primera pesadilla de mortalidad; y más tarde, diez años después, puntual como un calendario, la crisis de los cuarenta, que ya es la mitad del camino si tienes suerte, ya medio perdido el vigor, y el buen dormir, y la paciencia con los mamones.

Estoy en crisis, sí, y me gustaría curarla como hace José Sacristán en la película, tentando la suerte con jovencitas de buen ver, a ver si pica alguna con el rollo de mis sienes plateadas, de mi cultura acumulada, de mi visión experimentada. Pero todo eso es chufla, y ellas lo saben. Lo huelen a distancia.





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