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Tristana

🌟🌟🌟


Ninguna película de Luis Buñuel me parece una obra maestra. “Viridiana”, si acaso, y un poco cogida por los pelos. Siempre hay cosas que se me escapan, o que me irritan: los surrealismos, los onirismos, los chistes particulares que solo don Luis entendía.

Buñuel no dejaba ninguna película diáfana. A ratos le sigues y a ratos te pierdes; a ratos entras en comunión apostólica y a ratos te entran ganas de apostatar. Pero nunca te deja indiferente, y ese es el secreto de su continuo revivir. El motivo de que sus películas nunca desaparezcan de las estanterías o de las plataformas digitales. Dentro de cien años, cuando otros cineastas más académicos, más “entendibles”, ya habiten en el olvido, todavía habrá cinéfilos de provincias y directores de festivales que programen sus viejas trapisondas. Y él, complacido, romperá el silencio de su tumba aporreando un tambor de Calanda.

Buñuel sobrevive porque él entendió lo que otros niegan, o vadean, o consideran una desviación del espíritu: que el sexo es un perfume omnipresente, un pequeño martilleo cotidiano, y que la vida de los hombres, y la civilización que los alberga, se construye sobre su eficaz represión o su total aceptación. Freud dixit. Eros y civilización. La calavera del abuelo Sigmund también sonreía cada vez que Buñuel estrenaba una nueva película. Su cine era... psicoanálisis en acción. Neurosis y psicopatologías. Ansiedades y frustraciones. Felicidades efímeras. Mentes turbadas por el deseo, o perturbadas, o masturbadas en el autoconsuelo. Rara vez satisfechas, porque el sexo es escurridizo, carísimo, rara avis, y cuando por fin se aposenta ya estás temiendo que levante de nuevo el vuelo.

En “Tristana”, el oscuro objeto del deseo es Catherine Deneuve, que rompe todos los corazones y tensiona todas las braguetas. La de su protector, Fernando Rey, que es un viejo verde galdosiano, y la de su amante, el pintor de ojos azules, que comprenderá demasiado tarde que Tristana no quiere a nadie en realidad, porque para ella el sexo es un juego con los hombres, una llave maestra para abrirlos en canal. Una femme fatale con una sola pierna, y toledana, para más señas.





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The French Connection

🌟🌟🌟🌟


Cuando yo era pequeño, en España sólo teníamos un actor internacional, que era Fernando Rey. Y era internacional, mayormente, porque había salido en “The French Connection”, haciendo de malo, aunque fuera de malo francés. Pero muy listo, el jodido, nada que ver con Pierre Nodoyuna, por ejemplo, que era un francés ficticio tan obstinado como metepatas. Y es que había que ser un tipo muy hábil, y muy canalla, para pasarte toda la película esquivando al loco de Popeye Doyle, el detective de narcóticos, poseído por el demonio Pazuzu tres años antes de que William Friedkin volviera a encontrárselo en Georgetown...

De los otros éxitos ultramarinos de Fernando Rey apenas nos llegaban noticias en provincias. Sólo sabíamos que trabajaba mucho con Buñuel, más allá de los Pirineos, que era donde empezaba lo verde, y que a veces, don Fernando, tan poco hispano en su apariencia señorial, más un señor de Praga que un Quijote de la Mancha, a veces era reclutado para aquello que se llamaban “coproducciones”, que eran como aquel chiste en el que va un español, un italiano y un francés y al final dirige la película un americano, y pone la pasta un tipo de Texas. En mi infancia católica y apostólica, aunque fuera tan poco romana, yo flipaba con Jesús de Nazaret, el evangelio de Zeffirelli donde nuestra estrella, nuestro Fernando más transatlántico, antes de que Fernando Martín llegara a la NBA, hacía, cómo no, de rey, de rey Gaspar, la cuota española en el conglomerado de aquel firmamento.

En los años setenta de mi niñez, con la excusa de la eficacia energética, y de que aún no conocíamos el yogurt desnatado, España sólo tenía una estrella en cada campo del saber o de las artes. O del deporte. El único actor, ya digo, era Fernando Rey, y el único tenista, Orantes, y el único sabio, Severo Ochoa, y el único motorista, Ángel Nieto, y el  único cantante que triunfaba en Estados Unidos, Julio Iglesias. En aquellos tiempos, puestos a tener uno sólo, sólo teníamos un rey, que era Juan Carlos, y no como ahora, que tenemos dos. Y con dos reinas, además...




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El bosque animado

🌟🌟🌟

Uno tenía el recuerdo -distorsionado por el tiempo- de que El bosque animado era una comedia de gallegos pintorescos, un poco catetos, atrapados en el realismo mágico de su tierra. En mi recuerdo todo era como de troncharse de risa en la platea: el bandido Fendetestas decía “me caso en Soria” cuando saltaba al camino a dar el palo, y el pocero cojo se acostaba con la chica por la que bebía los vientos, y el alma en pena de Fiz de Cotovelo se topaba con la Santa Campaña para encontrar el recto camino de los muertos. Había un tonto fetén al que unos aristócratas desalmados vendían la fachada del Obradoiro, y un par de burguesas que en aquel entorno rural encontraban mil miedos para dar chilliditos de marujas. Una comedia amable, de Rafael Azcona disfrazado de sentimental, en ese bosque espeso de nieblas que allí llaman fraga sin ruborizarse -porque aquí, en las tierras no gallegas, dices de un bosque que es una fraga y parece que estás invocando el fantasma arbóreo de don Manuel, que quizá también anda errando camino de San Andrés de Teixido, o del palacio de la Moncloa, en frustrada peregrinación.



    Pero hoy, treinta y dos años después de aquel primer visionado -que son los mismos años que el Madrid estuvo sin ganar la Copa de Europa y parecieron una verdadera eternidad- he visto El bosque animado y se me ha caído el alma a los suelos, y la sonrisa al fregadero. No sé si es cosa de Azcona o de Wenceslao, del guionista o del novelista, pero la película es de una tristeza muy gris, espesa, de día de lluvia inconsolable. Lo que yo recordaba como una comedia es en realidad una tragedia sobre la fatalidad del destino, sobre la pobreza que no conoce remedio. Sobre la soledad que se enquista como una maldición. Parece todo muy gallego por la envoltura y por el paisaje, como muy arcaico o inevitable, pero en realidad son males que se reproducen en cualquier ecosistema de los seres humanos. Pocos sueños se cumplen, y pocos pobres escapan de la rueda. Muy pocas soledades encuentran la verdadera compañía de una comprensión. El bosque animado, sí, de la vida desanimada.

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