Cuestión de sangre

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Si lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río fue brindar con el espejo y decir qué tío, nuestro amigo Matt, al llegar a Marsella, lo primero que hizo fue dejar las maletas y reunirse con ella.

Pero ella no es la amante francesa, ni la espía internacional, sino su hija, la desgraciada Allison, en versión muy libre de las desventuras reales de Amanda Knox. La hija de Matt lleva cinco años encerrada por un asesinato que al parecer no cometió, y en eso, ya que estamos en Marsella, es como Edmundo Dantés en El conde de Montecristo, sólo que Allison está encerrada en tierra firme y Edmundo lo estaba en el islote de If, tan lejos y tan cerca.

Matt es el padre coraje, el americano impasible, el hombretón curtido en las plataformas petrolíferas que ha desembarcado en Francia para demostrar que una chica de Oklahoma no puede ser culpable de nada, y menos en Europa, donde pagan con euros, juegan al soccer y no hay machos que le aguanten una pelea a no ser que se junten unos cuantos, y le acorralen como hienas. A ratos no parece Matt Damon, el padrazo, sino Jason Bourne, el agente redivivo. Otras veces, aunque la película no la dirija M. Night Shyamalan, yo creo que en realidad su personaje está muerto, y que es su espíritu el que visita a su hija, y pelea con los abogados, y ronda las calles buscando al verdadero asesino. Porque al igual que Bruce Willis en “El sexto sentido”, Matt jamás se apea la gorra, ni las gafas de sol, ni la cazadora de americano, en la que quizá lleva dos pistolas sin acordarse de que Marsella, Francia, no es lo mismo que París, Texas, y que aquí las pistolas sólo las pueden llevar los policías, y los diputados de VOX, al otro lado de la frontera.

Sí, bueno, estoy un poco de coña, porque la película es un poco tonta, entretenida y prescindible al mismo tiempo. Menos mal que sale una actriz muy bella que es descendiente directa de Cyrano de Bergerac -por lo de nariz, digo- pero que pinta los interludios con un extraño magnetismo, prendada del gran héroe americano pero al mismo tiempo sabedora de que todos los hombres, americanos o franceses, españoles o pedáneos, cuando se detienen a pensar dejan una cagada, como los patos.





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Autosuficientes

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Con una pareja que tuve jugábamos a elegir príncipe azul y princesa rosa en el Reino de los Famosos. La condición era que no bastaba sólo con la hermosura, o con el talento. No podía ser una presentadora florero, por ejemplo, pero tampoco un escritor muy feo. O viceversa. La pareja de nuestros sueños tenía que ser el baricentro de los méritos, el ortocentro de las cualidades. Un Venus de Botticelli inteligente, o un David de Miguel Ángel con cerebro superior. Alguien para disfrutar de noche y presumir por el día. La repanocha, vamos. Esa persona que te puedes pasar vidas enteras buscando en internet, en las apps del ligoteo, incapaz de ceder en el orgullo o en la ensoñación.

Recuerdo que a mi pareja le ponía mucho Arturo Pérez Reverte, con esa cosa de Indiana Jones que recorrió el mundo y sobrevivió a varios tiroteos. Arturo era escritor de éxito, y hombre con presencia, y llevaba un peluco muy caro en su muñeca velluda. La piel morena y salitrosa tras su ancho navegar. Yo, por mi parte, aunque mi pareja protestaba, casi siempre terminaba eligiendo a Natalie Portman, porque ella era la más bella entre las flores y además estudiaba en la universidad de Harvard, con un cociente intelectual que era como el mío multiplicado por dos, o por tres, según cómo se levantara de despierta.

Hacía años que no recordaba esta tontería, este juego idiota que nos entretenía los paseos por el bosque o las cañas en el bar. Pero hoy, viendo este documental titulado Autosuficientes, que recorre los derroteros vitales y musicales de Parálisis Permanente, he recordado que una vez, para no elegir siempre a Natalie, hice la media aritmética entre la belleza física y la belleza intelectual y me salió como resultado Ana Curra, que es una mujer de hermosura gatuna, de mirada penetrante, musa de la Movida, punky particular, epicentro del rollo, musicóloga de verdad, entrevistada interesante... Y exnovia de Eduardo, claro, el pobre Eduardo, como Eduardo fue exnovio suyo hasta que se mató. Una pareja sexy, magnética, que se comía la vida a bocados, hasta que llegó la fatalidad. Una pareja ideal que ya es carne de nostalgia y espíritu de movidones.





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Indiana Jones y los extras de la edición en Blu-ray

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Con los años me estoy dando cuenta de lo importantes que eran las voces. Y la música. Como soy medio sordo de un oído, y medio tonto del otro, me he pasado años vagando en las tinieblas de lo acústico, fiándome sólo de la vista -que además es miope- y del olfato -que trabaja con el tabique desviado. Un puto desastre de los sentidos. El gusto, según un amigo, también lo tengo perdido, porque me gustan mujeres que él rechazaría con absoluta indiferencia, y el tacto, que es el único sentido que me funciona, sólo me sirve para regular la temperatura de la ducha, y distinguir los mandos a distancia en la penumbra del sofá.

Antes de esta revelación auditiva -que me ha sido otorgada por los dioses al llegar casi a la cincuentena- había gente que me caía mal y yo no sabía por qué. Y resulta que era su voz, que me disgustaba, o que me traía recuerdos de alguna gentuza, de alguna payasa, de algún criminal... Y viceversa: había gente que me caía muy bien y yo no sabía la razón, quizá una cosa instintiva e inexplicable, hasta que he comprendido que eran ellos y ellas, que hablaban, y yo, que quedaba seducido por sus voces, atontado, o transportado en una alfombra mágica camino de Bagdad.

Sí, amigos, y amigas: eran las voces, con su timbre, y su cadencia, y su asociación secreta con las voces del pasado. Y también era la música, en las películas, la que hacía que una escena se te quedara grabada para siempre, cuando tú pensabas que era el guion, o el momento, o el talento de los actores, que también. Como hace John Williams en las películas de Indiana Jones, que a lo mejor sin su música ya no serían igual, pero que con la fanfarria o con el tema de amor se te quedan ahí, en la meninge, reverberando para siempre, para que las aventuras de Indy nunca conozcan la erosión ni la tela de las arañas.

Cuento todo esto porque he visto los extras que acompañan la edición en Blu-ray de los Cuatro Evangelios de Indiana Jones, y he descubierto que no me interesaban los gadgets, ni los muñecos, ni las tonterías del vestuario... Sólo John Williams, explicándose al piano.




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Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal

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La acción de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal transcurre en 1957. Mientras Indiana y su hijo dan botes por el Perú de los incas, a este lado del charco, con otra fanfarria distinta a la de John Williams (la espera inolvidable de la conexión a Eurovisión), el Real Madrid gana su segunda Copa de Europa. La segunda consecutiva. Luego vendría otras tres, también consecutivas, para conformar cinco años de reinado en Europa que ya son mito y recurso de tertulia. Pero que dan mucho que pensar.

La leyenda blanca habla de un lustro tiránico, napoleónico, donde nunca se ponía el sol en nuestros dominios. Vendavales blancos, como de nieve, o de ángeles, donde el Madrid marcaba goles por designio divino, porque así venía escrito en las profecías y así se había de cumplir en el evangelio. El Santiago Bernabéu era un trozo del Paraíso Terrenal que alguien -quizá el mismísimo Indiana Jones- había traído de Mesopotamia para que allí creciera nuestra leyenda.

Pero luego vas a la crónica detallada, al libro de memorias, y resulta que algunas eliminatorias se ganaron de chichinabo: porque de pronto nevó, o se conjuraron los postes, o el rival sufrió una desgracia inverosímil... No los árbitros, por supuesto, porque Franco en Zúrich pintaba lo mismo que yo, no sé, en la Moncloa, pero sí una especie de conjura histórica, inexorable. Miles de flores minúsculas que quizá crecían en el culo de los entrenadores.

El Madrid era la hostia, por supuesto, y yo soy el primero que reivindica su gloria y su legado. Pero no dejo de pensar que allí había una fuerza sobrenatural que luego nos abandonó. No el Arca de la Alianza, que yacía en un hangar, ni las piedras de Sankara, que a saber dónde están, ni el cáliz de la Última Cena, que aquella buenorra no pudo rescatar... En esta última película, cuando Indy y su troupe llegan a la cámara de los extraterrestres, me pongo a contar las calaveras y sólo falta una, la que ellos mismos acarrean. Así que el misterio de aquellos cinco años inexplicados y sobrenaturales quizá requiera de una quinta entrega. Indiana Jones y el brazo incorrupto de Santa Teresa, a lo mejor.



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Indiana Jones y la última cruzada

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Escribo estos recuerdos en el año del Señor de 2021, tiempos oscuros en los que el Real Madrid, otrora espejo de virtudes, se arrastra por los campos del reino y los estadios de Europa como un ejército de espada roma y blasones con agujeros. Escribo estos recuerdos antes del próximo advenimiento del Mesías, que ya no se llamará Alfredo, ni Iker, ni Cristiano Ronaldo, sino Kylian, un semidios nacido en tierra de los francos que vendrá acompañado por un escudero de apellido Haaland, nacido en las tierras del norte, donde el sol apenas reluce y todo es lenguaje de bárbaros, y belleza de las mujeres.

Son tiempos propicios para los equipos plebeyos, los segundones de la historia, y quizá por eso, ahora que vuelvo a ver las películas de Indiana Jones, todo lo analizo en clave madridista, a ver si en esas reliquias que Indy quiere encerrar en un museo se encuentra la solución a nuestros males. En “Indiana Jones y la última cruzada” -que es, sin duda, la mejor película de las cuatro- se dice que el ejército que avance con el santo Grial será invencible porque sus soldados nunca perecerán en la batalla, y serán inmortales hasta que llegue el Fin de los Tiempos. Lo mismo decían del ejército que poseyera el Arca de la Alianza en la primera película (que es la mítica), y también de aquél que reuniera las cinco piedras de Sankara en la segunda (que es la tontería).

Yo ya propuse robar el Arca y enterrarla bajo el césped del Bernabéu, ahora que andamos de obras, o enviar una expedición a la India para indagar el paradero de las cinco piedras luminosas. Hoy, en las nostalgias de Sean Connery, imaginaba a Florentino Pérez haciendo prospecciones en Alejandreta con la excusa del gas natural, pero en realidad buscando el cáliz que se perdió por la grieta de la avaricia. Ya soñaba con futbolistas eternamente jóvenes y esbeltos, ajenos a toda lesión y a todo cansancio -y que se jodan, los que protesten- cuando salió el Caballero del Grial para anunciar que sólo se puede ser inmortal dentro de las ruinas de Alejandreta. Pues nada, Floren: tendremos que reconstruir allí el estadio, y apuntarnos a la liga de Jordania.





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Indiana Jones y el templo maldito

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De niño, en León, yo no podía ver las películas que se estrenaban en la competencia porque mi padre trabajaba en los cines rivales, y argumentaba que pudiendo yo entrar gratis en ellos, las veces que quisiera, como el niño aquel de Cinema Paradiso, por qué iba a darme dinero para ver otras películas que podría recuperar de mayor, cuando ganara un sueldo  y dejara de pedigüeñarle las propinas.

Las películas de Star Wars que construyeron mi infantilismo se estrenaban por navidades en nuestros cines -bueno, en “sus” cines, que eran de unos propietarios asturianos- pero las películas de Indiana Jones, aunque también venían paridas por George Lucas, se estrenaban siempre en el cine Emperador, el más bonito de la ciudad, que en realidad era un teatro donde a veces se festejaban óperas y ballets. Una vez vino el Bolshoi a pegar botes y yo estuve rondando las cercanías para ver rusos de verdad, aunque fueran comunistas fugaces y fugitivos. Quiero decir que el cine Emperador era un lugar casi aristocrático donde cualquier película de mierda parecía otra cosa, como de arte y ensayo, como si el marco hiciera más valiosa la pintura. Pero eso lo descubrí, ya digo, muchos años después.

Es por eso que la primera vez que vi Indiana Jones y el templo maldito no la vi, sino que la escuché, de labios de un amigo que había ido con sus padres y había regresado maravillado. El amigo nos contó cosas inconcebibles y asquerosas sobre el templo maldito: que en una cena servían sesos de mono, y sopa de ojos, y culebras vivas, y sorbetes de cucaracha. También nos dijo que salía una tía muy buena, la novia de Indy, pero que casi no te daba tiempo a enamorarte porque seguían pasando cosas muy repugnantes. Una de ellas, que a un hindú le sacaban el corazón de cuajo, arrancado por el puño de Mola Ram, y que aun así el tipo seguía vivito y acojonado. Qué barbaridad, dijimos todos los presentes... Aún no sabíamos que todos íbamos a pasar tarde o temprano por ese ritual, aunque fuese de modo metafórico. A mí, por ejemplo, me arrancaron el corazón hace algún tiempo y aquí sigo, vivito y coleando, y escribiendo estos recuerdos.




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En busca del arca perdida

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Si hacemos caso de lo que nos cuenta Steven Spielberg -y para mí es como si hablara el mismísimo Jesucristo, uno con películas y otro con parábolas- el Arca de la Alianza lleva 85 años guardada en un almacén del gobierno de Estados Unidos, en un hangar kilométrico que marea la mirada.

Desconozco si a veces pasan los agentes federales para quitarle el polvo y emplearla como bazooka en alguna guerra colonialista. Recordemos, como dice el personaje de Denholm Elliott, que cualquier ejército que avanzara con el Arca sería invencible y dominaría el mundo... Pero creo que no. A los americanos, en todo este tiempo, desde que Indiana Jones les consiguiera la reliquia dejándose la piel, les ha ido muy bien en algunas guerras y muy mal en otras, y no creo, por ejemplo, que los marines hubieran salido corriendo de Afganistán si hubiesen tenido el Arca para destaparla y hala, a tomar por el culo los talibanes, derritiéndolos con cuatro rayos subatómicos.

Lo más seguro es que ya nadie sepa en qué caja está el Arca de la Alianza. Ya sabemos cómo son los funcionarios, que lo traspapelan todo, y los cambios de gobierno, que hacen mucha limpieza de documentos. Y es una pena, la verdad, porque el Arca, empleada para hacer el bien, podría salvarnos el pellejo en muchas batallas trascendentales. En manos de los pobres podría ser el arma definitiva de la revolución, y en manos de los verdes, el arma definitiva para detener al cambio climático. Los poderes del Arca son la hostia, como ya sabemos.

Pero Dios, como decía mi abuela, es de derechas, y no creo que al final permitiera tales usos demoníacos. Así que yo, en mi humildad, en la segunda división de los sueños, le pediría a Florentino Pérez que hiciera un esfuerzo, uno de pirata trajeado, y que se trajera el Arca de contrabando como hacen ellos, los americanos, con el oro de nuestros galeones. Aprovechando que seguimos de obras, enterraríamos el Arca bajo el césped del Santiago Bernabéu y volveríamos a ser el equipo invencible y rutilante de hace unos años, de blanco esplendoroso, como de ángeles que bailan, y no de peleles enclenques que son batidos por el viento.



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El olvido que seremos

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Leo en internet que la segunda mitad de “El olvido que seremos” es mucho mejor que la primera. Pero vamos, muchísimo mejor. Nada que ver. Como la noche de Bogotá y el día de Medellín, mismamente. Como una película buena de Fernando Trueba y una película mala de Fernando Trueba, que a veces parecen dos tipos distintos, con el parche cambiado de ojo y todo.

Insisten, en las páginas de la cinefilia, que sólo hay que tener un poco de paciencia para atravesar el desierto insufrible de la primera hora. Para superar este rollo con diálogos de mazapán y músicas del cielo. Esta nostalgia con filtros donde no salen Óscar Ladoire ni Antonio Resines, ni nadie de la vieja troupe fernandiana que al menos nos haga sonreír con una boutade o con un chiste malicioso. Nada, ni las migajas de una comedia.

Todo esto lo leo cuando voy por el minuto 20 de la película y empiezo a temer que he sintonizado el “Cuéntame” de Medellín por una interferencia de las ondas, y que si no fuera porque Javier Cámara no suele estar en esos registros, va a tardar nada y menos en soltar un “Me cagüen la leche, Merche” o como sea que defequen los colombianos iracundos. El comienzo de “El olvido que seremos” es -sí, insisto- un rollo patatero, sensiblero, mainstream que te cagas. Un cursillo sobre el santo Job para aquellos que en realidad habíamos venido a otra cosa: a ver un episodio más de la lucha de clases, con este hombre, Héctor Abad Gómez, convertido en héroe y mártir de nuestra causa. La causa de la justicia social, de la inversión pública, de la recaudación de impuestos, de que se jodan los ricos aunque sólo sea de vez en cuando.

Las páginas que consulto dicen que todo eso llegará en la segunda hora, y que serán saciados de sobra los que mantengan la fe y alimenten el espíritu. Pero son las doce de la noche y el cansancio ya me pesa como hormigón sobre la cabeza. Me digo a mí mismo que veré el resto mañana, o sea hoy, pero sé que no es verdad.

Luego, en la cama, justo ya para coger el sueñito, leeré en internet la triste historia del doctor Abad. La puta que los parió... O el putero que los engendró... Ya no sabe uno ni cómo hablar.





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