Los diarios de Andy Warhol

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Hasta hace nada, en los páramos infinitos de mi incultura, Andy Warhol era el tipo de los pelos raros que retrataba las sopas Campbell’s y pintaba de vivos colores el rostro de Marilyn. Poco más. Apenas dos datos me distinguían de mis vecinos de La Pedanía, con los que tanto me meto. Ellos, al menos, tienen el eximente de no vivir en el postureo cultureta: ellos se levantan pronto, riegan la huerta, recogen los tomates y luego toman unos chatos de vino para despotricar contra los catalanes sediciosos.

Andy Warhol también fue el hombre que anunció la llegada de los tiempos modernos. “En el futuro todo el mundo será famoso durante 15 minutos”, dijo en un momento de lucidez, aunque a decir verdad, como todas las profecías de la antigüedad, la frase está sujeta a varias interpretaciones. Warhol nunca precisó el contexto geográfico de la fama, y yo, por ejemplo, que he sido muy famoso en La Pedanía por motivos que ahora no vienen al caso, sospecho que ésta no es la fama -la gloria televisiva, el reservado en Pachá, la portada de la revista “¡Hola!”- que el vaticinaba por las discotecas.

Warhol fue un gran desconocido para mí hasta que el verano pasado cayó en mis manos un libro de Pedro Vallín –“¡Me cago en Godard!”- en el que Warhol se revelaba como el don Quijote del gusto popular enfrentado a la Gran Cultura de las élites. Y empezó a interesarme el personaje, que yo tenía por un simple estafador de la burguesía. El mismo Warhol criticaba que su retrato de la sopa Campbell’s costara un cojón de mico cuando la propia lata de sopa -hojalata pura con una bonita etiqueta promocional- ya era en sí misma una obra de arte: un producto atractivo, acabado, destinado a perdurar en la cultura.

Esta serie documental aporta mucho dato biográfico, mucho vaivén, mucha cara conocida, pero no va más allá de este gran meollo de la cuestión. Lo otro son amores y desamores, como en cualquier vida de vecino. Un documental de dos horas hubiera bastado para contarlo todo, pero ahora se impone la turra televisiva. La narración como hastío y exuberancia. Hay mucha gente que busca sus quince minutos de fama, e incluso más.




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WeCrashed

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Carlos Solchaga ya nos había enseñado que existen dos modos de forrarse en un tiempo récord: vivir de tus empleados o vivir de alguien más rico que tú. No hay más caminos. Los Diez Mandamientos del Pelotazo -como los Diez Mandamientos de Yahvé- se resumen en dos consejos de la abuela que podría entender un niño de cinco años, como en el chiste de Groucho Marx.  

Adam Neumann, el fundador de WeWork, tan listo él, y tan jaleado por su señora, practicaba las dos vías del enriquecimiento galopante. Y no es que atracara a sus trabajadores a la salida del espacio de colegueo, eso no. Le bastaba, simplemente, con aplicar la primera lección aprendida en las escuelas de empresariales: pagar lo mínimo; y si no se quejan mucho, pagarles la mitad. Y si se van, o te montan una huelga, no preocuparse demasiado porque siempre habrá alguien dispuesto a cobrar la mitad de esa mitad. Todo legal.

El otro camino, decíamos, es que tus caprichos te los financie alguien más rico que tú. Otro emprendedor que vuele por encima de tus sueños, lo que ya es mucho volar cuando llevas un flipe encima como el de Adam Neumann y su mujer. Y para esto, Adam tampoco tenía que unirse a los Golfos Apandadores para esperar a los inversores a la salida de sus despachos: le bastaba con el camelo, con la labia, con sus ojos de hipnotizador. Sospecho que la verborrea del que se cree sus propias fantasías -¿la definición de un loco?- es irresistible para cualquiera que preste sus oídos, y en eso da lo mismo que dirijas Goldman Sachs que sirvas hamburguesas en el McDonald’s. O que trabajes en un colegio de Educación Especial.

Existen, también, si eres showrunner de la tele, dos maneras infalibles de acabar con esta Edad de Oro (ya cansina) de la televisión: plantear series de temporadas inabarcables o, escuchando las quejas de los espectadores, endilgar miniseries de 8 episodios en los que sobra la mitad y la otra media se repite en círculos viciosos. Antes, en el Reino de las Películas, existía la síntesis, la elipsis, la mesa de montaje... Y yo echo de menos los viejos tiempos. No quiero morirme sentado en este sofá.




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Black Box

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Cansado de sus desamores y de sus desencuentros con las muras, Andy Warhol escribió una vez en sus diarios:

“Machines have less problems. I’d like to be a machine, wouldn’t you?”

Yo también lo he deseado alguna vez: estar hecho de aleaciones metálicas y cables de colorines para ser frío como el hielo, hierático como los robots, despreocupado  como los microchips. No sufrir. Fallar menos. Reducir la electrostática del pensamiento que da tantos quebraderos de cabeza. Sacrificar el entusiasmo a cambio de la paz; la expectación a cambio de la certidumbre... Pero sé que a la larga no compensa y por eso me contengo en el deseo. Y además, en el siglo XXI, la tecnología todavía no está preparada para tales desafíos.

Pero es que además, querido Andy, las máquinas también fallan. Equivocarse no es una tara exclusiva de los seres humanos. Donde hay mucho cable anudado -en el cerebro, o en el ordenador portátil- siempre habrá finalmente una disfunción fatal. Será la proximidad de los electrones, digo yo. Alguna interacción cuántica que de pronto todo lo jode. Un algo imprevisible que se agazapa en el corazón de las partículas. Si los seres humanos no somos más que física y química, como dijo Severo Ochoa, y luego cantó Joaquín Sabina, las máquinas tampoco se escapan a esa maldición de la materia.

Y los aviones -sorprendente revelación- también son máquinas. Por muy ultramodernas que las desarrollen. Lo cual es casi peor, si mi teoría de los cables y las complicaciones resulta cierta. Los aviones son unas máquinas del demonio: cuando están en tierra, no comprendes cómo pueden volar; y cuando flotan en el aire, casi ingrávidas, no comprendes cómo se pueden caer. Pero se caen, y a veces lo hacen sin que intervenga un piloto borracho o un yihadista enajenado. El misterio del accidente queda registrado en las cajas negras, que en verdad son naranjas como todos sabemos. Pero los registros también son materia, ay, y por tanto están sujetos a la degradación, o a la tergiversación de los registradores.





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Frasier. Temporada 2.

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El chiste infinito que sostiene la trama de “Frasier” es que ser psiquiatra no te salva de la necesidad de acudir a un psiquiatra. Como le pasaba a la doctora Melfi en “Los Soprano”, que buscaba la ayuda de un colega para recomponer su estructura emocional. La diferencia es que ella se volvía loca por culpa de Tony Soprano, mientras que Frasier y su hermano Niles ya vienen neuróticos de serie, tan inteligentes como inadaptados. Incapaces, además, de someterse al escrutinio de otro colega porque ellos son los más listos y los más guapos en el cotarro.

Decir que uno se parece a Frasier Crane es como decir que uno se parece a ese hombre que pasa con el tractor, camino de la huerta. Todos somos básicamente iguales cuando nos quitamos el traje de faena. Leer libros o escardar cebollinos no supone una diferencia fundamental. Y por supuesto: los títulos universitarios -aunque sean de la Ivy League y los pongas en un marco de caoba- no te salvan de padecer los mismos males del iletrado. O del maestro de la escuela. La cultura no tiene nada que ver con la inteligencia. Y mucho menos con la inteligencia emocional. Un título de psiquiatra no te libra de la tiranía del instinto, ni de su conflicto con la cultura. Lo dijo hace más de un siglo el abuelo Sigmund de Viena, que fue otro eminente psiquiatra atrapado en la contradicción: al final no somos más que un ramillete de pulsiones, y un Yo desbordado que trata de poner orden en el caos.

Aclarado esto -la semejanza universal- tengo que confesar que a veces me parezco a Frasier Crane y me preocupo. Pero también es verdad que a veces no me parezco y siento el alivio de ser como soy. Su petulancia me indigna, pero su infantilismo me hermana. No necesito sus trajes de Armani, pero sí la facilidad con la que asume sus errores. Me repele su egolatría, pero me vence su rectitud. Su pedantería también es un poco la mía, aunque yo estoy en vías de reformarme. Creo.








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Última noche en el Soho

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Quizá ya sea demasiado tarde para empezar. Pero no queda otra. Hay que cercenar las novelas aburridas desde el principio; decapitar las películas chorras que asoman su cabezón. Sin compasión. Necesito una katana de Hattori Hanzo para ejecutar los tajos inmaculados. Un arranque de valentía para ganar una tarde despejada, o una noche promisoria. Hay más vida al otro lado del sillón de lectura o de la pantalla de la tele. Y también hay más libros y películas que esperan su turno en las estanterías. Los objetos no tienen piernas para largarse con la impaciencia, pero corres el riesgo de que se acumulen y que se pase el tiempo del arrebato. El tiempo del enamoramiento de aquella trama, de aquella portada, de aquella actriz de belleza inconcebible.

Medio siglo nos contempla. Digo a nosotros, a los del plural mayestático. Al hombre y al cinéfilo; al seguidista y al protestón. Somos legión aquí dentro. Pero hasta ahora había un demonio muy poderoso que sojuzgaba a los demás. Él era el puto jefe, Pazuzu, tan musculoso como cobarde, que casi nunca se atrevía a parar una película cuando la cosa desbarraba o se desinflaba. Pazuzu siempre se aferraba al magisterio de la crítica, o a la cabezonería de su elección. “Algo tendrá la película cuando tanto la alaban”, decía. O: “Pues mira, si me equivoqué, me jodo, y para otra vez aprendo”.

Pero Pazuzu nunca aprendía, y así estábamos todos los demás, aburridos de tragarnos películas como ésta. Más bien hartos. Hasta los cojones diría yo. Así que hemos organizado el Motín de los Avernos, con la ayuda de Esquilache. El otro día, viendo “Spencer”, ya pusimos a Pazuzu en un brete: “O dejas de ver esta mierda o llamamos al padre Merrin para que venga con el maletín”. Pazuzu no dio su brazo a torcer, pero se le pintó el miedo en la mirada. Sus ojos rojos perdieron de pronto el fulgor de los desiertos.

Hoy, a la media hora de película, hemos cargado todos juntos y le hemos arrebatado el mando a distancia. Nos han caído encima algunas hostias descomunales, pero al final hemos logrado detener la película. Última noche en el Soho. Última noche de dictadura.





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Pajares & CIA

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En las estanterías, donde la videoteca, guardo dos películas perpetradas por Andrés Pajares y Fernando Esteso. No presumo de ellas, pero tampoco las oculto. Forman parte de mi educación sentimental, aunque no sean muy educativas que digamos. Pero son curriculum vitae de este cinéfilo provinciano. Y además son muy divertidas, qué narices. Una es “Los bingueros”, y la otra, “Yo hice a Roque III”. Son lo único que se puede rescatar de esta filmografía tan polémica y superada.. Las otras películas no las aguanto ni yo, y eso que tengo -creo- bastante sentido del humor, y que comprendo -creo- que las películas tienen un contexto histórico que quizá no las justifica, pero sí que las explica.

Digo esto -y es el punto central de cualquier tertulia que trate de Pajares y Esteso- porque sus películas son indudablemente zafias y cochinorrras. Machistas o machirulas. Las dos que yo guardo en mi casa son las más presentables ante las amistades. Las más refinadas dentro de la obviedad. En un par de escenas puedes hacer como que no has visto, como que no has escuchado, y seguir con la sonrisa tonta el resto de la función. “Centauros del desierto” va de un tipo racista que escupe cosas inadmisibles hoy en día y sin embargo es una obra maestra del western. “Los bingueros” y “Yo hice a Roque III” quizá no sean unas obras maestras de la comedia, pero creo que ustedes entienden por dónde voy.

Más allá de los argumentos puntuales, las películas de Pajares y Esteso siempre van de dos fulanos que quieren  hacerse millonarios y en la aventura se encuentran con muchas mujeres que se despelotan ante sus narices sin exigencias del guion. Una simplicidad de macho ibérico, de salidorro de la Transición. Lo curioso es que en aquella época estas películas eran para progres porque había adulterios y se veían tetas a gogó. Pero ahora sólo podrían reivindicarlas los votantes de VOX, que son muchos e influyentes. Yo las reivindico en lo que tienen de risa, de astracanada, de retrato de una época superada. Yo entiendo a las feministas que cargan contra ellas. Pero también quiero que ellas me entiendan a mí. 







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El callejón de las almas perdidas

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“El callejón de las almas perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo mientras caminamos.

Se me ocurren un par de directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale trastabillada o desenamorada de los locales...  Uno de esos directores, por cierto,  también es mexicano, González Iñárritu, que cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande.  Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.

Lo que viene a contar “El callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El palito y el caramelo.

Hoy, por ejemplo, ha regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...





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La mujer del aviador

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La semana pasada empecé a leer “Justine”, la primera novela del Cuarteto de Alejandría. Y yo, que siempre pongo caras de actores y de actrices a los personajes, elegí el rostro de Marion Cotillard para encarnar a esta mujer que es la amante de todo quisqui pero la mujer de ninguno. Sin embargo, mientras leía, yo mismo no estaba muy contento con la elección de doña Marion: el nombre de Justine me había empujado casi sin remedio al universo de lo francés, y ahí, buscando a la mujer de cabellos morenos y rasgos judíos que describe Lawrence Durrell, se me coló Marion Cotillard como una solución de urgencia para no demorarme demasiado en los párrafos

Así he avanzado más o menos dos tercios de novela, fascinado por la escritura pero incómodo con el cásting, hasta que hoy, viendo “La mujer del aviador”, he encontrado el rostro perfecto para encarnar a esta mujer liviana que no va rompiendo corazones, sino desmontándolos pieza por pieza para que no vuelvan a funcionar. Justine, como el personaje de Marie Riviére en la película, es la mujer que se entrega sin darse; la lianta; la inabordable. La que se deja querer justo hasta la raya de su capricho. La que va de cama en cama pero no deshace ninguna en realidad. La que es capaz de acostarse con un amante mientras piensa en el siguiente que vendrá y al mismo tiempo, con otra parte del cerebro preservada, es capaz de evocar un amante perdido entre las brumas de Alejandría. O de París. Justine, como Anne en la película, es la mujer que presta su cuerpo pero jamás concede  su alma misteriosa. Una trampa mortal. Un laberinto hecho de antojos y de traumas.

Por lo demás, “La mujer del aviador” es otra película de Eric Rohmer que trata de aclarar las lindes de los amores, como una topografía de lo sentimental. Sexo verbal entre franceses y francesas. ¿Dónde está el límite entre los celos y el recelo; entre la preocupación y la posesión; entre el sexo y la jodienda; entre la entrega y la independencia? ¿Entre el amor y el divertimento?





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