No somos nada

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Tampoco vamos a engañarnos: la música de “La Polla Records” es ratonera, y las letras, indescifrables en su fonética. Se agradecen mucho los subtítulos que han puesto para cofóticos cincuentones... ¡Pero qué letras, ay! La subversión sigue en pie y con más motivos todavía. Ayer, entre bromas, le dije a T. que después de ver a Evaristo y s su pandilla cogería al perrete y me iría por las calles de León a quemar contenedores, o a romper cristales oficiales, enardecido por la furia revolucionaria. Había un libro cojonudo que se titulaba “El año que tampoco hicimos la revolución”, y ya va siendo hora de conculcar su enunciado puñetero.

Las letras de “La Polla” no dicen nada que no sepamos, pero conviene recordarlo. Además son letras de manual, simples y didácticas, que llaman al pan pan y al vino vino. Y a los ladrones, ladrones. No las adorna precisamente la poesía o la retórica. Evaristo escribió siempre como un alumno aplicado de EGB: muy serio, pero muy poco imaginativo. Pero nos da igual: lo simple, en la revolución, será dos veces bueno, y dos veces útil. La obrerada que tomará las calles y asaltará el Palacio de Invierno no lo hará recitando extractos de “El Capital”, sino versos de La Polla, que son eso, la polla... “Estoy harto de tanto cabrón”, y cosas así, de resonancia muy poco floral, más bien de ladrillo arrojadizo.

Y sin embargo, de adolescentes, en la provincia incomunicada de León, nosotros pensábamos que “La Polla Records” cantaba canciones pornoeróticas, y no llamadas a la toma de conciencia y a la movida anarcosindical. Algunos, los más idiotas, llegamos a creer que eran ellos los que susurraban “Lo estás haciendo muy bien...”, hasta que alguien nos daba una colleja para recordarnos que no, burro, que eso es de “Semen Up”, si el mismo nombre del grupo lo dice... Se nos liaba el semen con la polla, en la tontería de las hormonas. Vivíamos en la inopia, y además nos encazurraban Los 40 Principales, que -ahora me doy cuenta- no es más que un plan gubernamental para que determinada música jamás llegue a nuestras entendederas, y a nuestros corazones. 





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Quién lo impide

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El docudrama de Jonás Trueba quiere mostrarnos cómo son los jóvenes de ahora: qué les motiva, con qué sueñan, cómo se relacionan entre sí. Qué coligen del mundo despiadado que les aguarda tras acabar su formación. Pero después de tres horas y pico de metraje, la conclusión es que la juventud de ahora no parece muy distinta de la juventud de entonces. Y es lo normal: treinta y cinco años no dan para que el homo sapiens evolucione gran cosa. Las mutaciones producidas en este suspiro geológico no pueden conformar un nuevo cerebro, un nuevo modelo de comportamiento.

A estos chavales de “Quién lo impide” les mueven nuestros mismos ideales. Pero tampoco es nada meritorio: hay que ser muy hijodeputa para tener quince años y ya estar pensando en cómo explotar a tus empleados de la fábrica o de la cafetería. Soñar con plusvalías que paguen el chalet en la playa y el Rolex en la muñeca. Los hay -de hecho, yo los tuve de compañeros- pero son muy pocos. Luego, con el tiempo, ya son legión...

La chavalada moderna se reparte los papeles igual que hacíamos nosotros: está el ligón, la atrevida, la guapa, el tontorrón, el cachondo, la mosquita muerta... Nada ha cambiado. También se ríen de las mismas cosas: de un pedo, de un tontolaba, de un profesor que les cae bastante mal. Si acaso, son más precoces en lo sexual porque viven en la época del Pornhub al alcance de un clic, mientras que nosotros vivíamos en la época de la revista Lib al alcance de unos pocos privilegiados. Pero tampoco creo que eso garantice una edad más temprana de iniciación, o que el sexo se haya vuelto más universal y democrático. Desde los tiempos de los adolescentes hititas, e incluso antes, follar siempre follan los mismos, y los demás se limitan a imaginar.

La única diferencia que sí veo es que nosotros, de jóvenes, hablábamos mucho mejor. Teníamos un vocabulario más extenso y exponíamos mejor las ideas. Quizá es porque nos exigían mucho en el Área de Lenguaje. Estos chavalines de ahora son hijos de la LOGSE, o de la LOMCE, o de la madre que las parió. Se expresan con el culo trasplantado en la boca. Es una pena. Pero tampoco es culpa suya. Es el mercado, amigos.



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La cortina de humo

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Ahora que estamos en guerra contra Rusia -estamos en la OTAN, al fin y al cabo- convenía volver a ver “La cortina de humo”. En ella se explica que las guerras también se azuzan, se prefabrican... Incluso se inventan. Que intervenidas por el poder pueden convertirse en un espectáculo sin contexto, ya solo para el telediario. Un reality show con decorados naturales y víctimas destripadas que conmueve a los votantes y cambia el signo de los gobiernos.

La invasión de Ucrania no es desde luego una realidad inventada, pero conviene no hacer mucho caso de lo que cuentan los periodistas. Ya digo que somos parte interesada, aunque de momento no beligerante. (¿Enviar armas no es otro modo de beligerancia...?) Nuestros medios de comunicación están intervenidos por el gran capital, y el gran capital, ahora mismo, por unos cálculos secretos e inextricables, prefiere que Rusia sea su enemigo, y no como antes, que se acostaba con ella en las reuniones del G8 con muchas promesas de enamorados.

Para informarme de la guerra pongo el telediario de vez en cuando, leo las principales cabeceras, escucho los noticieros de la radio... Y tengo la impresión de que me cuentan sola una parte de la verdad. Y que la parte que me enseñan tampoco viene limpia del todo. En esta cadena de suministros las noticias pasan por demasiadas manos antes de llegar a mis entendederas. Hay muchos intereses en juego. En la película sólo están Robert de Niro y Dustin Hoffman haciendo de intermediarios entre la guerra inventada y el público norteamericano. Pero aquí, en la penúltima guerra europea, hay empresarios de la electricidad, inversores del petróleo, generales de la OTAN, fabricantes de armas, gobiernos nacionales, dueños de imperios televisivos... Estrategias electorales ¿Qué nos queda, al llegar a destino, de la matanza original, del bombardeo indiscriminado, del afán imperialista de Vladimir Putin? A saber. Nadie se para nunca explicar la geopolítica del asunto y eso ya es bastante sospechoso. Todo es emotivo y amigdalítico. No se trata de que opinemos, sino de “crear un estado de opinión”.





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Obi-Wan Kenobi

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Lo que más molaba de Obi-Wan Kenobi en la trilogía original era aquello de doblegar voluntades con un gesto de la mano.

Soldado imperial: Los documentos, por favor.

Obi-Wan: (girando la muñeca en el aire). No necesitas los documentos.

Soldado imperial: “No necesito los documentos...” Pasen.

Aquello era... maravilloso. El verdadero poder de un caballero Jedi. El uso de la Fuerza -siempre tan mística y etérea- para un fin práctico y resolutivo. Los Jedis no podían perder tiempo en tonterías mientras desfacían los entuertos de la Galaxia.  Ni tampoco nosotros, los terrícolas, aunque seamos más modestos en nuestros afanes. Lo que pasa es que nosotros, chiquilicuatres sin midiclorianos, terminaríamos por hacer mil y una maldades con tal capacidad de hipnotismo: putaditas veniales, si uno fuera hombre de bien, o delitos vesánicos, si uno naciera inscrito en los renglones torcidos de Dios.

Deduzco, viendo la serie, que tal superpoder le llegó al bueno de Obi-Wan ya de anciano, en su último retiro de Tatooine, porque su yo más joven no hace uso de ella en seis episodios trepidantes, de no descansar ni un solo minuto. Y mira que tiene oportunidades para hacerlo: para empezar, callarle la boca a esa niña tan impertinente llamada Leia Organa, que con su gracejo natural, y sus midiclorianos por descubrir, causa más catástrofes que Zipi y Zape con un balón de reglamento.

Por ahí, por este Obi-Wan desarmado y un poco lento de reacciones, viene la primera decepción con esta serie que consiste básicamente en persecuciones, duelos de espada y stormtroopers desparramados por el suelo. Los ejecutivos de Disney son, decididamente, los lord Sith de nuestra galaxia.... El espectáculo solo se hace noble, a medias lucasiano, cuando la figura de Darth Vader llena la pantalla. Vader no necesita ni mover la mano para zanjar las discusiones. Nos lo ponen así, con el gesto, para que los más lerdos del planeta Tierra comprendan sus acciones. Pero Vader, solo con comparecer, ya acojona al personal. Da igual la distancia y el tiempo. Si no fuera tan malo, le adoraríamos como a un dios.



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El acontecimiento

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En la sinopsis de “El acontecimiento” pone “Francia, 1963...”. Y eso, hace apenas un año, cuando se rodó la película, era como mencionar los tiempos de la Edad Media o de María Castagné. De las tinieblas del aborto clandestino, en los países civilizados, nos separaban 60 años que ya nos parecían como 60 siglos.

El mismo día que descargué esta película -hará cosa de dos semanas- 1963 era como mencionar el año del Diluvio Universal, o el año de la fundación de Roma. 1963 era el año antiquísimo de nuestras abuelas tardías o de nuestras madres primerizas. Por entonces, las españolas que querían abortar viajaban a Londres, y las mujeres francesas me imagino que lo mismo. Y sin embargo, desde hace solo tres días, por obra y gracia del Espíritu Santo, y de sus macabros sacerdotes en el Tribunal Supremo de EEUU, el aborto clandestino ha pasado de ser una pesadilla olvidada a una mostrenca realidad.

De momento, la transustanciación del terror solo se extiende por las Grandes Praderas de Norteamérica, pero en nuestra querida Europa, en nuestra querida España, ya hay cuervos de mal agüero afilándose el pico sobre las ramas: el facherío que crece en las urnas, y los curas que son la mala hierba que jamás se morirá.

“El acontecimiento” no es cine político, ni social, ni siquiera reivindicativo: es cine de terror. No llega a la categoría de gore porque siempre -o casi siempre- hay una mano que tapa, una cabeza que oculta, un encuadre que deja el mondongo desencuadrado. “El acontecimiento” es el cuento macabro de una chica perdida en el bosque y de una bruja que la acoge en su cabaña para introducirle unos hierros mortales en la vagina.

Decía el otro día Juan José Millás que ahora mismo, en esta España tan problemática, era el mejor momento de la historia para nacer gay, o negro, o diferente. Pero que desde hace tres días, con la tormenta que se avecina, nacer mujer es de pronto una lotería menos afortunada.




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Belle de jour

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¿Se puede estar enamorado de alguien sin desearle sexualmente? Ellos, los que así se enamoran, dicen que sí. Pero yo no me los creo. Lo suyo es otro sentimiento: un apego,  o un cariño. Una des-soledad. Pero no amor. El amor tiene una parte lúbrica y pegajosa que no se puede separar de las palabras altisonantes. El amor es poesía y mucosidad. Espíritu y carne. El centro exacto de los cuadros del Greco, donde se fundían la trascendencia y la mortalidad.

    Agarrado a su bastón, Antonio Gala decía que la disociación del sexo y del amor producía dos monstruos equivalentes: el amor sin sexo, que no es más que platonismo infecundo, y el sexo sin amor, que es gimnasia arbórea de los monos. Supongo que todos hemos sido alguna vez platonistas o simiescos, pero Catherine Deneuve, en “Belle de jour”, se lleva la palma de la disociación sentimental. Enamorada de su marido, pero incapaz de tocarle el cilindrín, Séverine, su personaje, decide someterse a una terapia de choque que la cure de espanto: ejercer de prostituta de lujo en el piso de la madame. 

    La prostitución como terapia de pareja es quizá una de las ideas más provocativas que tuvo Luis Buñuel. No figura en ningún estudio de los expertos consultados, ahora que está caliente el debate sobre si abolirla o regularla. Dentro de unos años, las casas de citas serán catacumbas de cristianos o vendrán anunciadas con neones de color rojo al anochecer.

    Séverine confía en que tarde o temprano podrá entregarse carnalmente a su marido, ya superado el melindre sexual. Pero pasan las semanas, y los meses, y Séverine se disocia ya por completo: lo que era una terapia de pareja se convierte en la ruina definitiva de su matrimonio. Por las mañanas ella es Belle, la prostituta apasionada que hace las delicias de la burguesía puteril; pero por la tarde, se quita el disfraz -o se lo pone- y vuelve a ser Séverine la irresoluta, Séverine la traumatizada. La esposa que pone en riesgo la fidelidad de su marido. Porque él siempre sale en pantalones, pero sospechamos la hinchazón amoratada de sus pelotas.





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Rain Man

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El primer autista que vimos en nuestra vida no era un autista, sino Dustin Hoffman, haciendo de tal. Dicen que es injusto otorgar el Oscar a quien hace de tullido o de deficiente. De “persona con capacidades diferentes”, como reza ahora el manual del buen ciudadano. Pero es que Dustin Hoffman no “interpretaba” el papel de Raymond: él “era” Raymond. En aquella gala no se premió una exactitud en los gestos, sino una conversión espiritual. Una enajenación transitoria. Uno de aquellos milagros que se producían en el viejo celuloide.

Hasta 1988 nadie sabía lo que era un autista. No, al menos, en mi barrio, en mi círculo social. Nada se decía de ellos en el currículum científico y humanístico de los hermanos Maristas. Bautista sí, por san Juan Bautista, que nos lo metían hasta en la sopa. Pero así, sin la “b”, nada de nada. Yo vi “Rain Man” en el cine Pasaje de León -del que me acuerdo cada día cuando me pongo a escribir- y con 16 años ni siquiera sospechaba que algún día me ganaría la vida educando precisamente a niños autistas, a Raymonds pequeñitos. A Hoffmans todavía más bajitos que don Dustin.

Antes de empezar a trabajar, en los estudios previos de la Universidad, ya nos explicaron que los autistas de los colegios provinciales no iban a ser como Raymond Hoffman, o como Dustin Babbitt. Su personaje no era un autista común, sino una excepción a la regla. Más bien un idiot savant: un mezcla extraña -aunque muy real- de discapacidad cognitiva e islotes de genialidad. “Hay 246 palillos, hay 246 palillos...”. Y sí: en aquella época todavía decíamos “idiot savant”, una expresión que tras varias remodelaciones académicas quedó finalmente en Síndrome de Savant, que suena mejor a nuestros oídos.

En mi aula, a lo largo de los años, he tenido alumnos más canónicos, más ceñidos a la definición del autismo. La realidad, en su crudeza, supera a la ficción de la película.



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Pauline en la playa

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“Pauline en la playa” no se podría haber rodado hoy en día. Le han caído cuarenta años como cuarenta castañas. Como cuarenta marejadas de la playa francesa donde se rodó. Es más: ya no se debería rodar. Su planteamiento es inasumible. Incluso en las casas más comprensivas con las debilidades humanas -y la mía tiene hasta un sello distintivo clavado en el portal- se te arquean las cejas de extrañeza, y se te queda una cara de cómplice involuntario. Lo de esta película de Eric Rohmer es un escándalo, que cantaría Raphael.

Pauline es una chavala de quince años a la que pretenden hombres hechos y derechos, aunque bastante retorcidos. A la que pretenden sexualmente, quiero decir. Inequívocamente. Ellos, en la época de berrea, la manosean en el jardín o la despiertan de la siesta a lametones. Pauline les rechaza con un empujón o con una patada, pero luego se descojona de la risa. Y ellos se descojonan a su vez, disimulando la erección, y diciendo que bueno, que al fin y al cabo ellos son hombres, y ella una mujer, o una mujercita...

Un juego muy turbio de alcobas secretas que la misma tía de Pauline, lejos de denunciar, jalea y aplaude como una madame de prostíbulo playero. Como a ella le sobran los amantes -porque es una mujer de cuerpo mareante, y rubia como una vikinga de Normandía- a los hombres despechados, para que no se enojen demasiado mientras la esperan, les anima a que se acuesten con  su sobrina Pauline. Así -dice ella- matamos dos pájaros de un tiro: tú te mantienes en forma y de paso le enseñas a Pauline las artes amatorias, que ya va siendo hora de que espabile con lo mosquita muerta que es, y con esos tontos del haba que la pretenden, y que no sabrían hacer una O con su canuto a medio crecer.

Se te cae un poco la quijada, sí, en algunos diálogos.... La fruta que estabas cenando se queda a medio camino entre el cuenco de colorines y la boca boquiabierta. La película está bien, como todas las de Eric Rohmer: tiene su chicha verbal amén de la chicha inapropiada. Pero una incomodidad recorre mi espalda durante toda la proyección. Una comezón moral de espectador del siglo XXI.



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