The Crown. Temporada 6

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“The Crown” era una serie cojonuda hasta que apareció la Princesa del Pueblo y se convirtió en un culebrón venezobritánico. No había manera de evitarlo, supongo, pero de pronto ya no había Casa Real -aunque solo fuera para reírnos de ella o denostarla-, ni primeros ministros, ni relato histórico de trasfondo: sólo el cuento de hadas de Lady Di estrellado contra una pilastra. Si París está lleno de indigentes que duermen bajo los puentes del Sena, Lady Di encontró el sueño eterno bajo uno que está muy cerca de la torre Eiffel. Creo que hay una metáfora escondida en su destino pero prefiero ahorrármela de momento.

La Princesa del Pueblo... Hay que joderse. A Lady Di -y toda esa caterva de la realeza- no les hubiera parecido mal que los británicos pobres combatieran en Carajistán o en Atomarporelculistán solo para mantener intactos sus privilegios. Una vida de palacios y de yates, de clubs de golf en Escocia y de hoteles Ritz en París, bien merece el sacrificio de la purrela criada en las ciudades industriales o en los barrios bajos de la capital. Y si vuelven lisiados, pues mira: que se jodan, y que Dios salve a la Reina. 

Quiero decir que ver a Lady Di “preocuparse hondamente” por el asunto de las minas antipersona producía ganas de vomitar, lo mismo en la realidad ya lejana que en la serie de rabiosa actualidad.

Pero no hay mal que cien años dure, así que en el capítulo 4 se produce el fatal desenlace y el resto, hasta el final, ya vuelve a ser nuestra serie favorita de los últimos tiempos. Para que a un bolchevique antimonárquico le guste tanto es que tiene que ser una serie cojonuda. No hay otra. Mira que estos envarados anacrónicos me producen asco, repelús, inquina, incluso odio, pero hay escenas en las que no puedo dejar de emocionarme. La reina Isabel II eligiendo la música de su propio funeral ha sido el momento seriéfilo del año. ¿Por qué en España no se rueda “La Corona” de los Borbones?. Porque estas escenas sólo saben hacerlas los británicos. Imagínense al Emérito, por ejemplo, en tal tesitura musical.  






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No me llame Ternera

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A lo que más se parece “No me llame Ternera” no es a una entrevista de “Salvados”, sino a cualquier episodio de la serie “Mindhunter”, aquella en la que un par de agentes del FBI entrevistaban a asesinos en serie para saciar su curiosidad y comprender, en aras del interés científico, qué les pasaba por la cabeza en el momento de matar. “No me llame Ternera” lo dirige el propio Jordi Évole, pero podría haberlo dirigido David Fincher de vacaciones en París.

De todos modos, aquellos tipejos de “Mindhunter” eran mucho más abiertos y lenguaraces que Josu Urrutikoetxea, que si no es un asesino en serie, sí participó, al menos, en una serie de asesinatos. Al ex etarra también se le nota que no se maneja bien en castellano, y que está traduciendo todo el rato de su euskera maternal. Pero eso sólo es el 10 por ciento de su circunloquio: el resto es un ejercicio de neolengua que dejaría maravillado al mismísimo George Orwell. No sé si Josu Urrutikoetxea ha leído “1984”, pero desde luego se sabe el fundamento. El lenguaje sirve para comunicar, pero también para mentir, y a medio camino entre la verdad y la mentira está el eufemismo, que convierte los atentados en “acciones”, y los asesinados en “víctimas con resultados irreversibles”. Sería la monda si no fuera para llorar.

Lo escribía Rafael Reig en “Amor intempestivo”:

“... pero no me sentía culpable, lo que prueba, una vez más, que la inteligencia no sirve para tomar mejores decisiones, pero sí para encontrar justificaciones más convincentes para la decisión que más te convenga tomar”.

Por lo demás, y por mucho que ladren los fascistas, la entrevista de Jordi Évole no supone ningún blanqueamiento del personaje. Jordi le acorrala, le incomoda, le hace caer en contradicciones como a un niño sociópata pillado en falta. Y yo, fíjate, en alguna mirada perdida, en algún gesto nervioso de las manos, noto que al tal Urrutikoetxea le falla un poco ese Yo que intenta justificar toda una vida perdida entre la cárcel y la clandestinidad. Porque reconocer que tu vida ha sido un desperdicio es casi tanto como empezar a suicidarse. Y a eso, de momento, Josu Ternera responde que los cojonoak.









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Missing

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Este hombre con sombrero que aterriza en Santiago de Chile es un republicano como Dios manda al que Henry Kissinger y su colega acaban de dejar sin hijo, torturado y tiroteado por ahí. Pero él, claro, todavía no lo sabe... Jack Lemmon es un yanqui proverbial que solo en la desgracia personal descubrirá -oh, sorpresa- que en su gobierno también caben las manzanas podridas y los sepulcros blanqueados. Los pecadores de la pampa, y también los pecadores de la pradera. 

Uno se pasa toda la película llamándole gilipollas por no darse cuenta de que le están engañando como a un chino de Taiwán. En la embajada de Estados Unidos saben de sobra que su hijo ha sido asesinado por el ejército amigo, pero prefieren dejarlo correr a ver si el padre se cansa de preguntar, regresa a Nueva York y deja de dar tanto por el culo. Tampoco van a decirle, claro, que su hijo era un periodista demasiado curioso y preguntón que se merecía de sobra el escarmiento. Un grano en el culo que había que extirpar aunque fuese un grano compatriota.

Pero es que ni siquiera al final de la película, cuando Jack Lemmon conoce la verdad y rompe a llorar, este hombre empecinado aprende la lección. Es un caso perdido, la verdad. No es cierto eso que ponen por ahí en algunas reseñas: que el personaje se cae el caballo camino de Damasco y asume que el gobierno americano es un imperio colonial y militarista; un grupo de cowboys trajeados que defienden el "american way of life" deponiendo gobiernos, ensalzando a psicópatas y asesinando a sus propios compatriotas si estos huelen a socialistas. 

Antes de tomar el avión de regreso a Estados Unidos, Jack Lemmon amenazará con recurrir a los tribunales sin entender que los tribunales sirven a la ley, y que la ley la quitan y la ponen esos mismos hijos de puta que le despiden en el aeropuerto con una sonrisa en la cara y una bala en el bolsillo.





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Cerrar los ojos

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Cosas que hice en los 162 minutos que duró “Cerrar los ojos”:

- Parar la película al cuarto de hora para ver los minutos finales del Real Madrid en la cancha  del ASVEL Villeurbanne. Al final, victoria blanca muy apretada. 

- Buscar mentalmente sinónimos de pedantería: cursilería, epatamiento, estomagamiento, pretenciosidad... (¿En qué cueva ha vivido Víctor Erice todos estos años para no saber cómo es el habla coloquial de la gente?)

- Responder a mis contrincantes del Apalabrados, que se me estaban subiendo a las barbas.

- Levantarme para ponerme una copita de vino blanco, a ver si así la película me entraba mejor por el gaznate.

- Parar otra vez la proyección para ver los minutos finales del Arsenal-West Ham de la Premier League. 0-2. Sorpresa mayúscula. Mi Liverpool vuelve a ser líder.

- Hacer memoria de la filmografía de Víctor Erice. “El espíritu de la colmena” era muy bonita; “El Sur”, una obra maestra; “El sol del membrillo”, una pose para culturetas. Creo que no había más, no sé.

- Cerrar los ojos durante diez segundos, no más.

- Quitarme un resto de roña interdigital en el pie derecho. 

- Comprobar en el Instagram que no ha bajado el número de mis seguidores. Virgencita, virgencita, que me quede como estoy.

- Imaginar, con envidia cochina, la vida sexual que ha llevado José Coronado a lo largo de su videa: un tipo que vive en mis antípodas mujeriles y que se ha quilado a todo lo quilable del panorama nacional y gran parte del internacional.

- Entrar, precisamente, nada, unos segundos, en Tinder, a ver si algún pez de río o de mar había picado el anzuelo. No ha habido suerte.

- Levantarme a por un yogur.

- Entrar, ya que andábamos, en el Facebook, a curiosear un par de giipolleces.

- Cerrar los ojos otra vez, pero solo veinte segundos, no más.

- Levantarme para ir a mear, pero no como un acto miccionante, sino más bien como una distracción del espíritu. Llevaba los cascos puestos para no perderme ripia de la trama.

-Atender los mensajes de Whatsapp de un amigo, que quería concertar una caminata para mañana.

- Cerrar los ojos, contar hasta sesenta, y comprobar que he clavado el minuto en mi reloj de pulsera.

- Cerrar los ojos.




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La impaciencia del corazón

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En lugar de enseñar tantas tonterías en el colegio -el análisis sintáctico de las oraciones, o los afluentes por la derecha del río Tajo- habría que introducir una asignatura que se llamara “Aprender a decir no”. Porque eso sí que es útil para la vida. También lo sería una asignatura que enseñara a los chavales los rudimentos de la economía, pero no una como quieren los empresarios y los emprendedores, que trataría básicamente de cómo ganar dinero engañando a los demás, sino justamente la contraria: una sabiduría básica que desvelara las trampas perversas del capitalismo, sus mecanismos y su germanía.

En esa otra asignatura que yo proponía –y que podríamos llamar, más académicamente, “Asertividad”- la muchachada aprendería a tener opiniones resueltas y a no dejarse mangonear por sentimientos inducidos. La RAE define asertividad como la habilidad que permite a las personas expresar de la manera adecuada, sin hostilidad ni agresividad, sus emociones frente a otra persona. O sea: un sí es sí, o un no es no, según la circunstancia. Y aunque es cierto que la asertividad depende en gran parte del carácter, y que a quien Dios se la dio San Pedro se la bendice, no estaría de más, para los tímidos sin remedio, para los que hemos jodido nuestra vida a base de callar lo que pensábamos y luego soltarlo en una erupción verbal, no estaría de más, digo, aprender algunos trucos que también enseñan en las clases de retórica: el control del plexo solar, la mirada fijada en un punto, el uso de muletillas verbales que nos guíen por el recto sendero de nuestra verdad.

Al teniente Anton, en la pelicula, también le hubiera venido de puta madre ser asertivo en sus relaciones con Edith, la hija del barón. Decirle que bueno, que sí, que es una mujer muy guapa, pero que su parálisis en las piernas la convierte en un partido improcedente para alguien que tiene que presumir de hombría ante los soldados de su tropa. Pero claro: si se lo hubiera dicho en la primera escenanos habríamos quedado sin melodrama. Y sin los minutos de metraje de Clara Rosager, que si el teniente Anton no la quería, pues mira, pa’ mí. 




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Tapie

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Me puse a ver “Tapie” porque había leído en algún sitio que Bernard Tapie, el susodicho, fue un empresario de izquierdas muy rara avis. Casi un Robespierre enfrentado a los liberales tradicionales del facherío. Un empresario “bondadoso”, de rostro humano, cuando yo le tenía en el recuerdo por un defraudador más bien afiliado al laissez faire. 

Me acordé, al leer sobre “Tapie”, de una reflexión que hacía Pepe Carvalho en “Los mares del sur”, cuando decía que los empresarios con remordimientos de conciencia estaban a punto de extinguirse. En la novela corría el año 1979 y don Pepe tenía más razón que un santo: diez años después cayó el Muro de Berlín y los empresarios, ya sin miedo a ninguna revolución socialista que les colgara de un gancho, perdieron el miedo a explotarnos y la vergüenza de confesarlo. 

También quería ver la serie porque Bernard Tapie fue el presidente el Olympique de Marsella en sus tiempos gloriosos. El único club francés ganador de la Copa de Europa, con gol de Boli, de cabeza, contra el Milán de Berlusconi, en el año 93, en el Olímpico de Múnich, como si los ángeles del empresario bueno derrotaran a los ejércitos rossoneros del empresario malvado. (Curiosamente, el mismo año que el Olympique reinó en Europa fue descendido a la segunda división francesa por amañar un partido contra el Valenciennes. Fue un escándalo de la hostia que todavía se recuerda en las tertulias de la futbolería). 

En fin, que me picaba la curiosidad, y también un poco el perineo, la verdad, porque tenían que ser muy guapas las mujeres que rodearan a Bernard Tapie atraídas por su belleza interior. Pero después de 150 minutos de serie (dos capítulos y medio de siete totales) aquí ni había Robin Hood empresarial ni equipo de fútbol en lontananza. Y una única mujer de ensueño, que además, en los títulos de crédito, ya avisan que es un personaje ficticio, creado para el drama. Un puro aburrimiento, vamos. Otro chicle Netflix de eterno masticar. 

El Tapie de los comienzos no es más que un robaperas, un jeta, un listillo. Una absoluta decepción. Otro emprendedor neoliberal. Otro peligro social. Para nada un personaje recomendable, ni en la realidad que lo encarceló ni en la ficción que nos aburre.



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La voz de Charlie Chaplin

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El título original es “The real Charlie Chaplin”. El verdadero Charlie Chaplin... Una quimera, encontrar tal cosa. Casi tanto como aquella quimera del oro. 

Pero no hablo solo  de Chaplin, ojo, sino de cualquiera de nosotros. “The real Álvaro”, imaginemos. ¿Quién coño lo sabe? Casi no lo sé ni yo, así que fíjate, como para que elucubren después mis biógrafos y mis biógrafas (sobre todo ellas). ¿Era Álvaro un buen tipo, un mal hombre, un ser codicioso escondido tras su pinta de abandono? Ni leyendo estas entradas se enterarían los pobres, porque en ellas soy yo, pero también Augusto Faroni, el escritor con ínfulas, y también Max, mi antropoide interior, que es un cerdo de cuidado que desmiente mis pintas de jesuita.

Al final del documental se llega a la conclusión -oh, sorpresa- de que nadie conoció al verdadero Charles Chaplin. Quizá solo Oona, su última mujer, que permaneció muda para los restos. Ella llevaba un diario de su vida en común que fue quemando en sus últimos años; y en el humo, y en las cenizas, se fue parte del misterio. Los propios hijos de Chaplin -y son unos cuantos, casi una decena- dicen no haber conocido nunca a su padre. Con ellos solo había silencios o payasadas: ninguna conversación de las que desnudan el alma o al menos dejan verla un poquitín: la pantorrilla, o el inicio del escote.

Lo mismo dicen quienes le trataron de cerca, vamos a llamarles amigos, o conocidos de primera categoría: que Chaplin era un tipo con el que te partías la caja, siempre simpático, ocurrente, un clown de campeonato que se ligaba a las señoritas más guapas de la fiesta. Pero luego, en verdad, un hombre que no soltaba prenda -ni siquiera en su autobiografía, tan pedante como aburrida- y que cuando no estaba de cachondeo se volvía mohíno, o esquivo, o callado, siempre temeroso de que le descubrieran o de que le hicieran daño.

Porque nadie deja de ser el niño que fue, y Chaplin siempre fue el niño pobre de Londres; el hijo de la madre loca y del padre borracho; el huérfano sin estudios que salió adelante haciendo el payaso como nadie. El cómico que como Scarlett O'Hara juró no volver a pasar hambre jamás.




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Volar en círculos, de John le Carré

 

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Al final nada: un charlar en círculos. Como las palomas del título original. En la revista de cine pusieron adjetivos muy bonitos a este documental sobre John le Carré, pero luego, en el fondo, no es más que una conversación casi del programa “Epílogo”. Me la metieron doblada.

Yo, además, in illo tempore, había leído alguna de sus novelas -muy confundidas en la memoria con algunas de Graham Greene -, así que me lancé a la aventura de descargar el documental en el eMule. Bastante tengo ya con los jayeres que me cuesta Movistar + como para encima abonarme al Apple TV + de las manzanas y las narices.

De John le Carré, que trabajó como espía para el MI 6 y luego hizo literatura con sus experiencias, uno esperaba confesiones más reveladoras. Más de irte a la cama con una nueva sabiduría sobre la Guerra Fría y las maldades de los agentes secretos. Como ya está tan mayor en la entrevista, como con un pie dentro de la vida y otro fuera, me dio por pensar que total, para lo que le quedaba en el convento, quizá Le Carré iba a romper algún sello ultrasecreto o a contar cosas indebidas sobre Fulano o sobre Menganovsky, y que luego, ya en la tumba, fueran a buscarle para detenerle por traidor a la patria. 

Pero no: Le Carré se toma muy en serio su exoficio, hasta la última gota de sangre si fuera menester. Él es un tipo convencido de su misión en el mundo: un anticomunista cerval y un prohombre de la libertad, aunque luego, en alguna de sus novelas, se meta con las grandes corporaciones capitalistas solo para despistar un poco al personal. 

Tres cuartas partes de la entrevista giran en torno a la relación que John le Carré -nacido como David Cornwell- mantuvo con su padre, un estafador de altos vuelos que estuvo varias veces en la cárcel. O sea, un rollo macabeo. "Soy rebelde porque el mundo me hizo así" y tal. "Soy espía porque de niño me acostumbré al engaño y a la traición”. Un intento de convertir un carácter o una necesidad heredada en los genes en un culebrón nicaragüense, con mucho psicoanálisis de garrafón. 





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