Ex Machina

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Hay tantas lecturas posibles en “Ex Machina” -filosóficas, científicas, sexuales incluso-que no sé ni por dónde empezar. Mi Inteligencia No Artificial (INA) se aturulla ante tal avalancha de asociaciones. 

Lo primero que se me ocurre -por hacer la típica chanza del gilipollas- es argumentar que ese tunante de Oscar Isaac no se dedicaba al diseño de robots, sino a la fabricación de muñecas sexuales muy sofisticadas. Creo que ahora hay unas muñecas japonesas que son la monda lironda, muy reales y excitantes. Lo sé por un amigo que tengo. Pero tampoco quiero denunciar al científico loco. ¿Quién no haría lo mismo en su lugar? Ya puestos a desarrollar inteligencia artificial en lo alto de una montaña, pues mira: le diseñas una carcasa para satisfacer tus expectativas sexuales: las fenotípicas, las posturales, las frecuenciales... 

Todas las expectativas menos la calidez humana -el amor. Y eso es lo que Oscar Isaac, en esta interpretación mía de la película, busca obsesionado: una mujer cibernética con conciencia de estar echando un polvo. Y si no enamorada, si al menos atraída por él. Oscar Isaac es un racionalista científico, pero también sabe que la comunión del cuerpo y del espíritu consigue los orgasmos más inolvidables. ¿Romanticismo? Tampoco jodamos: cuando decimos espíritu queremos decir neuronas espejo y cosas así. 

(Supongo que el Ministerio de Igualdad podría subvencionar un remake en el que una mujer científica, aislada en el desierto de Almería, diseñara unos maromos cibernéticos muy parecidos a Chris Hemsworth con la excusa de estar desarrollando un software muy poderoso. Un pequeño polvo para la mujer y un gran paso para la humanidad). 

“Ex Machina”, por supuesto, tiene otras lecturas menos rijosas y más trascendentales. Y más ahora, que la Inteligencia Artificial ya avanza que es una barbaridad. ¿Hay inteligencia sin conciencia de la propia inteligencia? A mí siempre me ha parecido una pregunta muy prepotente. Muy de ser humano subidito. Muy de creernos la cúspide la Creación. Creer que somos “conscientes” de algo, extramateriales en cierto modo, no deja de ser una presunción de divinidad. Una chulería evolutiva.




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Terapia alternativa

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La venden como una serie de Gastón Duprat y Mariano Cohn pero no lo es. Ellos figuran como “creadores” en los títulos de crédito, pero luego ni escriben los diálogos ni se ponen tras la cámara. Y se nota: a “Terapia alternativa” le falta su mala baba y le sobran siete pueblos de metraje. La serie no está mal -porque al final son argentinos verborreando sobre el amor- pero tiene un punto muy molesto de publicidad engañosa.

"Terapia alternativa" tiene, además, un error de casting a mí me dificulta mucho su seguimiento. Yo presto atención, sí, pero se me van los ojos detrás de esta chica ideal y me paso gran parte de la función comparándola consigo misma, a ver si está más guapa con el pelo suelto o recogido, con el traje de noche o con el casual de trabajar, como Dios la trajo al mundo o con los rasgos sutilmente maquillados. 

La culpa es de Max, mi antropoide interior, que llevaba meses invernando y de pronto ha sentido que comenzaba la primavera. Porque esta mujer, Eugenia Suárez, “la China”, es algo así como la mujer más hermosa del mundo, y nadie en su sano juicio, nadie, ni siquiera ese idiota que la tiene por amante, acudiría a terapia de pareja para desprenderse de su compañía. Ni por salvar su matrimonio -que tampoco es nada del otro mundo- ni por evitar que tras la muerte le aguarde el fuego de las calderas. Yo entendería a este boludo si ella, Malena, estuviera loca, o fuera imbécil del culo, o votara a Milei aunando ambas cualidades. Y aun así ya veríamos... Pero es que tampoco lo parece.

Por lo demás, cuando por fin centro la atención, me topo con la figura de la terapeuta que en realidad es el personaje principal. Como Max vive varado en nuestra  juventud, no se da cuenta de que ella, Carla Peterson, es realmente la mujer que nos convendría para remontar. Por su edad, y por su belleza sostenible. Por su carácter coñón pero agrio como las naranjas. Selva, su personaje, es una psicóloga del amor que ya no cree en el amor; o sí, pero sólo a ratos. En eso es como los curas que ya no creen en Dios, o como los maestros que ya no creen en la educación. Almas gemelas, ella y yo, ya digo.



 


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Anatomía de una caída

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El personaje del que nadie habla en las críticas es el abogado defensor de Sandra, el tal Vincent Renzi. Y a mí me sorprende porque me parece el más ruin -y a la vez el más retorcido- de todo el plantel. Todo por un polvo. Los demás personajes, culpables o no de sus ruindades, son emotivos, sinceros a su modo, dignos de lástima o de comprensión. Ya sabemos cómo son las relaciones conyugales cuando entran en putrefacción: incluso los seres más civilizados sacan lo peor de sí mismos. Y aquí no hay malos absolutos: sólo gente herida, dañada, que desea escapar de la jaula y ya no sabe cómo.

Érase una vez un abogado Renzi a un pene pegado. Se le nota mucho en la mirada. Un aprovechategui de la situación. A Renzi le importa tres pimientos que Sandra sea culpable o no de asesinato: lo que él quiere es librarla de la cárcel para luego tirárselacomo un héroe. Le mueve el prestigio profesional, claro, pero mucho menos que lo otro. “Yo de joven estaba enamorado de ti”, le dice a Sandra en un momento de la pelicula, y se lo dice con la misma cara de panoli que hubo de tener en la adolescencia. Mientras se lo dice, fuera de plano, se adivina un estremecimiento bajo su entrepierna que es la rúbrica infalsificable de los enamorados con paciencia. Ella, por su parte, no parece darse por aludida. Parece pensar: “Tú sácame de ésta y luego ya veremos...”

¿Usted, querido lector, se acostaría con una mujer acusada de asesinar a su marido en tan extrañas circunstancias? Pues depende de sí está buena o no, me responderá con una lógica masculina implacable. Por otra parte, es lo mismo que respondió Michael Douglas en “Instinto básico” cuando le preguntaron por Sharon Stone. Y aunque Sandra Voyter es, para mi gusto, una mujer de rasgos demasiado teutones y quizá un poco abotargados, es obvio que tiene un morbo de mujer inteligente y vivaz, con mucha vida recorrida. Quizá demasiada... 

Al señor Renzi tampoco le importa que ella confiese en el juicio haber sido una mujer infiel que se acostaba con el primero -o incluso con la primera- que pasaba por allí. Él también parece pensar: “Primero nos acostamos y luego ya veremos...”.




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Brokeback Mountain

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Los rudos vaqueros de Wyoming fueron los últimos en caer. Vale que se vayan volviendo mariquitas los funcionarios del Gobierno o los tiburones de Wall Street -pensaban resignados los temerosos de Dios- Incluso los deportistas, jolín, todo el día viéndose desnudos en los vestuarios, o los marines de la Armada, con esas largas travesías por el océano en busca de asquerosos comunistas. La carne es débil y Dios -cuando le da la gana- es misericordioso. ¿Pero los hombres Marlboro? ¡No, nunca jamás!  Ellos son el último reducto de nuestra virilidad, prietos los esfínteres y encogidos los falos ganaderos.

Por eso, cuando Ennis del Mar y Jack Twist se dejaron llevar por el instinto en la tienda de campaña, muchos se llevaron las manos a la cabeza y temieron que por fin hubiera llegado el fin del mundo, cinco años después de la llegada del segundo milenio ¿Y si la orden ejecutiva del Apocalipsis fue dada el año 2000 como anunciaban las Escrituras pero tardó cinco años en cruzar el mar de las estrellas y llegó justo cuando Ennis enfilaba el esfínter relajado de su compañero...? 

Pero pasaron los minutos, y los meses, y viendo que el cielo seguía sin caer sobre sus cabezas, los cabezacuadradas de la sexualidad inventaron chistes muy chuscos sobre “te voy a broke la back, vaquero”, o sobre “este es mi territorio vedado y yo cariñosamente te lo concedo”, para sublimar sus propias inquietudes con la risa. Un deshueve, sí...

Este escándalo de vaqueros dándose por el culo fue mayúsculo porque además, los vaqueros, se enamoraban. Lo suyo ni siquiera era un apretón, un desfogue, una traición pasajera de la carne. No: era amor, de manzanas con manzanas -o de peras con peras, que ya no recuerdo bien- y eso sí que era intolerable. Nos quisieron tumbar la película con anatemas de curas y críticas de pseudocinéfilos, pero la mayoría de nosotros, entre que “Brokeback Mountain” es una película cojonuda y que nos importa una mierda entre quiénes brotan los amores verdaderos, lo pasamos de puta madre -es decir, sufrimos de lo lindo- viéndola en la gran pantalla y luego, con el tiempo, recobrándola de vez en cuando en la intimidad de los hogares. 





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Sentido y sensibilidad

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Sólo existe un -ismo verdadero, que es el clasismo. El clasismo explica todo lo que sucede a nuestro alrededor: la conducta de la gente y la política del Parlamento. La tontería y la crueldad. “Sentido y sensibilidad” es una obra maestra porque está muy bien hecha y además acierta con la enseñanza primordial. Jane Austen no conoció a Carlos Marx pero también sabía que los demás -ismos se subordinan al clasismo o se inculcan para despistarnos.

Lo que pasa es que Jane Austen era una burguesa agraria, conservadora por naturaleza, y no predicaba un mensaje revolucionario. Sus novelas eran románticas, sí, pero de un amor conveniente o resignado. Tuvo que ser el abuelo Karl quien nos enseñara que la única guerra verdadera es la lucha de clases, en vertical, y hacia arriba, y no estas batallas horizontales donde nos matamos entre nosotros como si fuéramos imbéciles o niños irredentos. El racismo solo es aporofobia; el nacionalismo, una histeria dirigida; la guerra de los sexos, un puro despiste que nos divide exactamente por la mitad. 

El romanticismo también es otro -ismo subordinado al clasismo. En unas épocas más que en otras, claro. A principios del siglo XIX, por ejemplo, las normas matrimoniales eran más estrictas que ahora. El amor entre clases antagónicas, si existía, se cortaba de raíz. Se trataba de mantener las haciendas o de ampliarlas, no de compartirlas con los piojosos. El romanticismo no tenía nada que ver con los matrimonios, que eran simples contratos comerciales. A veces una mera trata de ganado. El amor verdadero, en las clases altas, se reservaba para las amantes que vivían como reinas en un piso amueblado en la ciudad.

Ahora, por fortuna, gracias al cine de Hollywood que ha hecho reverdecer nuestros corazones, el amor sin interés económico ha encontrado un pequeño ecosistema para sobrevivir. A veces se producen ascensos sociales gracias a él. A veces incluso descensos... Somos espectadores criados en el romanticismo, aunque al confesarlo quedemos un poco ideales y tontorrones. No es lo más habitual, pero a veces canta el pajarillo.







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Los que se quedan

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“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo decía Lula Pace en “Corazón salvaje” y yo firmo debajo. De hecho, es la frase que adorna el frontispicio de mi Facebook -ahora que Facebook, como el Partenón, ya es una ruina de la Antigüedad. 

La moraleja de “Los que se quedan”, por el contrario, viene a decir que todo el mundo es raro, sí, pero que guarda un corazoncito achuchable en su interior. Y yo, aunque no lo suscribo, porque sé que en el fondo todos tenemos un alma de pedernal, la película me parece cojonuda y casi suelto alguna lagrimita cuando termina.

Es la magia del cine, que no solo te hace creer en galaxias lejanas habitadas por midiclorianos, o en fantasmas de pasillo, o en amores imposibles, sino también en la naturaleza roussoniana de los seres humanos, donde la culpa siempre es de la sociedad o de los otros –“porque nadie me ha tratado con amor”- y nunca de uno mismo, porque la evolución nos hizo así y no nos da la gana de aceptarlo.

Viendo la película me acordé de un profesor que tuvimos en los Maristas de León, el hermano X., que nos daba matemáticas. El hermano X. era despiadado, burlón, inflexible. Exigente como si estuviéramos en un Harvard provincial. Un “old school” al estilo del señor Hunham, también calvorota y falto de sexo para desestresar. Para nada el profesor Keating de “El club de los poetas muertos”, cuyo espíritu, por contraposición, también flota en el ambiente de esta película. 

Pero el último día de nuestra convivencia, porque ya nos íbamos todos al preuniversitario, el hermano X. nos llevó a la sala de audiovisuales, y cuando ya pensábamos que allí escondía los potros de la tortura, nos mostró su colección completa de rock and roll de los años 50, y nos confesó que aquella era la pasión de su vida, tan alejada de los cálculos matriciales. Y nosotros, aunque flipábamos en colores, y nos sentíamos como en el final de una película de Hollywood, sabíamos que allí había gato encerrado, tanto postureo y tantas ganas de enrollarse, aunque luego, la verdad, al minino jamás le vimos los bigotes ni las tres patas. También porque nos daba un poco igual y ya solo queríamos olvidarle.  





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Bronca

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Si el aleteo de una mariposa puede causar un tornado en la otra punta del mundo, una puñeta sacada por la ventanilla puede, desde luego, arruinar la vida de dos conductores que se cruzan en un centro comercial. “Bronca” podría haber durado, qué sé yo, tres minutos, si la coreana pija o el coreano currela hubieran sacado un pistolón de la guantera y a tomar por el culo la discusión. En la Corea de sus antepasados, por ejemplo, la cosa se hubiera alargado más tiempo porque allí, como en Europa, tiran de mamporro limpio o como mucho de tenedor de plástico si justo venías del Burguer King. Pero en Estados Unidos... jo. Cualquiera le saca la puñeta a un zopenco que viene a toda hostia por la carretera, como cantaban "Los Ilegales".

Es lo malo que tiene el estrés, que no te deja contar hasta cinco antes de puñetear. Es lo malo de ir quemado por la vida, aunque las quemazones sean en este caso muy diferentes: la pija porque aspira a cotas más altas de pijotería y el autónomo porque apenas llega a fin de mes entre chapuzas domiciliarias y desvaríos autobiográficos. Su pelea, claro, no es más que una espoleta de retardo. El primer aleteo de la mariposa... El primer episodio de “Bronca” apunta a la lucha de clases y a mí eso me gusta mucho. Me predispone a continuar. Perdida la guerra global se pueden ganar algunas batallas puntuales, de esas que elevan los corazones. 

Pero luego la serie, ay, no tira por ahí. Es más: se vuelve plomiza, discursiva, “íntima”. La vida misma y tal... Cada uno luchando por sus sueños y eso...  Uno, claro, comulga más o menos con las penurias del trabajador, pero el personaje de la muchacha se nos hace insoportable y no queda claro por qué tenemos que simpatizar. ¿Cómo se dice “to er mundo e güeno” en coreano-americano? No me lo quiero ni imaginar. 

(Entre tres minutos de discusión y una serie de 10 episodios innecesarios cabía un término medio, digo yo. La cosa mejora al final, pero hay que cruzar mucho desierto para alcanzarla. El negocio de Netflix no es captar nuestra atención, sino atornillar nuestro culo al sofá).




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Perfect Days

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Mientras veía al señor Hirayama limpiando los retretes de Tokio me acordaba mucho de Lester Burnham, el hombre que al otro lado del océano, en “American beauty”, decidió dejar su maletín de ejecutivo y dedicarse a servir hamburguesas en el McAuto, liberado de responsabilidades, entregado a una rutina sin sobresaltos y más feliz que una perdiz. Porque lo que mata, más que la clase social, es el estrés. Y si bien es verdad que cuanto más abajo más atajo -hacia la muerte-, a veces, en los trabajos más chungos, uno puede encontrar un nirvana de armonía ya que no de monetario. Que a tu lado no haya un emprendedor, un liberaloide, un hijo de la gran puta hecho a sí mismo gritándote al oído también ayuda mucho a limpiar los retretes con mansedumbre.

En un momento de “Perfect Days” se da a entender que el señor Hirayama proviene de otro estrato social, o al menos de otra capacitación profesional, y que ha elegido voluntariamente este empleo que otros consideran más propio del lumpen o del desesperado. Pero el señor Hirayama parece contento, para nada resignado. También me recordaba un poco a mí, la verdad, que yendo para ministro -como creía mi madre- o al menos para subsecretario -como creían mis amigos- decidí bajarme de la vida y trabajar en esto mío tan modesto y tan poco cualificado, pero que me deja mogollón de tiempo para mis cosas. Si el señor Hirayama saca tiempo para sus fotografías, sus lecturas y sus sueños de seductor, yo lo saco para ver películas extrañas en las que sale, por ejemplo, el señor Hirayama, y luego escribir las reflexiones que se me ocurren, también muy alejadas del sector productivo de la sociedad.

El señor Hirayama es mayor que yo y ha aceptado plenamente su decisión. Se nota en que deja los servicios públicos como los chorros del oro sin ninguna necesidad. También es verdad que él vive en Tokio, y no en Madrid, donde el velero llamado “Libertad” lo ha puesto todo perdido de meados de borrachos. Yo, en cambio, todavía estoy en proceso de aceptarme. Cuando me quiera dar cuenta me habré jubilado sin haber alcanzado ese nirvana que fabrica los “perfect days”, absolutamente limpios de conciencia y de sueños raros.





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