La quimera

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Empecé a ver “La quimera” justo cuando el tren arrancaba de la estación de Ponferrada, camino de León. No la iba a ver entera antes de llegar, pero me daba un poco igual. Era más bien una probatura, un meter el dedo gordo en el agua a ver si era verdad todo lo que contaban sobre ella los críticos y los estirados.  “La quimera” parecía una película tan personal, tan a contracorriente de la normalidad, que me podía una pereza paralizante y una cierta vergüenza de cinéfilo. En el peor de los casos, si no terminaba de engancharme, tenía el paisaje de los montes para entretenerme por el camino y divagar.

Todavía no había comenzado “La quimera” cuando un niño de unos cinco años empezó a dar por el culo -metafóricamente hablando, claro- un par de asientos más atrás. Detuve la reproducción y me coloqué unos tapones de gomaespuma para reforzar el “noise cancelling” de mis auriculares. La tercera capa de aislamiento que convertía sus gritos en un rumor era el traqueteo del vagón, el cha-ca-chá del tren, que transita muy lejos de las redes de alta velocidad de la España moderna y europeizada. 

Regresé a “La quimera” pensando que por estos lares la alta velocidad también es, a su modo, una quimera tecnológica, casi futurista. Y de pronto, en una conexión como de realismo mágico o de espejos interestelares, descubrí en la primera escena a un fulano que también viajaba en un cha-ca-chá del tren, esta vez italiano y de la época del neorrealismo. El viajero del ferrocarril que contempla al viajero del ferrocarril... Los antiguos augures de Roma tomarían esta coincidencia como un buen presagio para el resto de la película, pero no así los augures de Etruria -esos que yacen en ls tumbas que saquean los “tombaroli”- y que veían en estas casualidades la mano diabólica de las fuerzas negativas. Así que no supe si alegrarme o si alimentar aún más mis recelos por "La quimera". Me dejé llevar y descubrí que a la media hora ya estaba más pendiente de los paisajes que de la película... 

Horas después, ya en León, terminé de ver “La quimera” para coger rápidamente el sueño en la cama donde yo dormía de pequeñín, en una época que en el recuerdo ya es también un poco neorrealista y pobretona. 




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Siempre nos quedará mañana

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El sufragio universal se aprobó en Italia en 1945, al terminar la II Guerra Mundial. Ayer se lo comentaba a mi hijo mientras hablábamos de la vida y de las ficciones y casi no me creía.

- Pero eso fue hace nada... -me respondió. 

A las nuevas generaciones -que pasaron por la ESO sin aprender nada sustancial, que apenas leen y se pasan la vida en sus nichos cognitivos- estos datos siempre les sorprenden. Ellos piensan que el mundo moderno está inventado desde hace mucho tiempo, casi desde los versículos del Génesis, cuando en realidad es una cosa muy reciente, casi del tiempo de nuestras abuelas. Que las mujeres puedan votar o que los trabajadores podamos irnos de vacaciones pagadas son logros alcanzados hace apenas un rato, concesiones arrancadas a hostias a los poderosos o a los maridos de antaño.

Entre las mujeres de mi generación y el mundo de nuestras madres media un abismo que es difícil de creer si no lo has vivido o no lo has aprendido en las películas. Es como si la evolución humana hubiera recorrido cientos de años en apenas un par de zancadas. La queja actual del feminismo es guerrillera y continua, a veces razonable y a veces insidiosa, pero no hay más que ver películas como ésta para entender del mundo inconcebible del que veníamos.

En la película, la vida cotidiana de Delia no se diferencia mucho de la vida de nuestras madres, todo el día rascando ofertas con el carrito de la compra, incapacitadas para tomar decisiones económicas, atadas a la cocina y a la fregona, víctimas de algún bofetón que caía de vez en cuando como un recordatorio de supremacía. Yo he visto a todas mis tías florecer cuando se quedaron viudas con cincuenta y tantos años. Lloraron lo (poco) que había que llorar y de pronto le sonrieron a la vida. Eran víctimas atrapadas en la carencia de estudios y de habilidades laborales. El maltrato tiene menos que ver con la testosterona que con la pobreza, que es la podredumbre universal.

“Siempre nos quedará mañana” parece que transcurre en otro planeta y en realidad es nuestra Tierra, pocos años antes de los vuelos espaciales, como en un viaje inverso al planeta de los simios. 





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Las ocho montañas

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Si no fuera por el colgajo -y por otras razones de orden práctico- yo también me iría a vivir a la montaña, como Bruno, a la cabaña más alejada para elaborar quesos y dialogar con los burros verdaderos. Yo he escalado ya las ocho montañas -en mi caso los ocho oteros- y en las ocho cimas sólo había decepciones y aprendizajes repetitivos. Paisajes bonitos afeados por los restos de basura. Y un medio lerdo que contemplaba. 

Allí arriba, siguiendo la parábola de la película, no hay mucho que merezca la pena por mucho que digan los nepalíes. La verdad es que estoy un poco hasta el gorro -de montaña- de las filosofías orientales. Tampoco veo que a los chinos les vaya mucho mejor en la vida que a nosotros: se mueren igual y sufren por las mismas cosas. Siguiendo la filosofía de la película, lo mejor es sin duda quedarse en la montaña del centro. O sea: no moverse. Encontrar tu lugar en el mundo, aferrarse a él como un gatito a su mamá y dejar que todo transcurra muy lejos sin hacerte daño ni molestarte cuando duermes. 

Las montañas me gustan, pero no me dicen nada en especial. Me las quedo mirando y es como mirar el océano. Parece que va brotar el sentido de la vida por algún lado pero al minuto se te ha ido la cabeza a los asuntos baladíes. Ya lo decía Larry David con los brazos cruzados mientras contemplaba el océano Pacífico: “No sé qué le ven...”. Y yo estoy con él. Lo que pasa es que las montañas son la promesa poética de la lejanía y de la soledad. Son más una idea platónica que una geología verdadera. Puede que en Italia aún queden lugares así, pero por aquí, desde luego, las montañas ya han sido colonizadas. Si yo construyera una cabaña como esta de Pietro y Bruno en la cumbre del Quinto Pino, al día siguiente aparecerían por allí el tonto del quad, dos moteros, tres cazadores furtivos y cuatro turistas madrileños buscando “the mountain experience” por las provincias. 

Y está lo del colgajo, ya digo, que de momento no conoce la senectud, y la ausencia terrible de Movistar +, y la lejanía de los hospitales si un día -tan torpe como soy- me parto una pierna cruzando por el arroyo. Para mí es imposible. Vivir en las montañas es un sueño bonito y nada más. 






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Carpetas azules

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Es difícil, muy difícil, escribir cualquier cosa sobre “Carpetas azules” con la Ley Mordaza todavía sin derogar. A fecha de hoy, 7 octubre del 2024, el Perro se sigue tocando la pirindola en este asunto capital. Va negociando, y tal, con sus sostenes parlamentarios, pero con una pachorra de mandamás tropical. No sé si tiene miedo de los sindicatos policiales o es que simplemente no le interesa. Después de las refriegas y los insultos ves a los diputados compadrear en la cafetería del Congreso -rojos con azules, centralistas con periféricos, íntegros con hijos de puta- y comprendes que son todos unos burgueses que necesitan a la policía para defender sus intereses. Les podemites también, ay, con todo lo que yo les quise... 

“¡Váyanse a la mierda!”, que dijo aquel único diputado ejemplar que vino de Aragón. Siempre se van los mejores o se los lleva Yahvé por puro cálculo electoral. No sé si ya estaré escribiendo en demasía: al peligro de una porra en la cabeza (en cualquier momento) se le suma el peligro de un rayo divino que me parta por la mitad.

“Carpetas azules” es un documental sobre las torturas que los “Fuerzos y Cuerpas de Seguridad del Estado” -que dijo una vez Irene Montero en plena guerra sucia contra la gramática- ejercieron en el País Vasco para combatir el terrorismo de ETA. Las torturas, por supuesto, no se detuvieron cuando llegó la bendita democracia, porque no hay que olvidar que esta democracia -ay, que me meo- sólo es franquismo atado y bien atado, vendido con celofán y parcialmente desgrasado.

Como uno ha vivido siempre en la Meseta y sólo estuvo una vez en San Sebastián -entregado al bacalao y al paseo marítimo- ha crecido con las informaciones unívocas y tendenciosas del telediario de La 1 o el que pasan por Antena 3. El declive de ETA coincidió con el afianzamiento de los periódicos digitales donde ya podías encontrar medios que entraban en la harina de otros costales. Pero hasta entonces, cautivo y desarmado el ejército de espectadores, sólo conocimos una versión, una trinchera, un frente de batalla. Los etarras fueron unos auténticos hijos de puta, pero es que los




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Douglas is Cancelled

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El otro día le recomendé a un internauta de confianza que viera “Douglas is Cancelled”. Tras hacerle una sinopsis no le vi muy convencido y tuve que insistirle.

- Hazme caso -le dije- garantizándole el éxito de la empresa.

Craso error. En el manual del seriéfilo -artículo 33, párrafo 2º- se aconseja no recomendar jamás una serie vista a medias. Pero ya llevábamos dos cervezas virtuales y la charla se había vuelto muy animada. Me vi con fuerzas tras ver solamente dos episodios y la cagué. Me suele pasar. El amigo seguirá ahí el día de mañana -o eso creo- pero hay mujeres que dejan de quererte por fallos tan catastróficos como éste. Una serie fallida es todo lo que algunas necesitan para verte un punto negro y descartarte. Hoy en día recomendar una serie es como desnudar el alma, o como confesarte ante el sacerdote. Como escribir un blog abierto al público en internet.

Pintaba bien, la verdad, “Douglas is Cancelled”, con su tono de comedia, sus maldades soterradas, sus diálogos viperinos. La guerra de los sexos llevada por caminos que hacía años que no transitábamos.  La intención argumental es la misma de siempre -si no no estaría en el catálogo de SkyShowtime ni en ningún otro- pero aquí, al menos, aunque sean todos unos cerdos patriarcales, los hombres parecían en el fondo inofensivos. Hombres que han aprendido a sentirse culpables cada vez que hacen un chiste entre amigotes o alaban la belleza de una mujer antes de mencionar sus cualidades profesionales. Cosas así, indignantes e impropias, pero no especialmente destructivas.

Pero a partir del tercer episodio, ay, Irene Montero, que sólo resistía porque una colaborada le había dicho “espera y verás”, empezó a  aplaudir desde su sofá de Bruselas o de Estrasburgo, y yo, por decencia, por pura coherencia con mi recomendación, tuve que seguir hasta el final. El giro dramático es, cuanto menos, inesperado. No es que estas cosas no sucedan: sigue habiendo mucho Harvey Weinstein por ahí. Mi problema con “Douglas is Cancelled” tiene que ver con el mainstream calculado, con el algoritmo del éxito que lo convierte todo en el mismo argumento mil veces clonado y olvidable.



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Atlantic City

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Frente a mi ventana no vive una hermosa mujer que se desnude cada noche y se frote los pechos con limones partidos por la mitad, a la vista de cualquier viejo verde que se aburra con el Cádiz-Osasuna. Esto, ay, es La Pedanía, y no Atlantic City. “Eso, allá en América...”, como decía mi abuela. Lo mismo los avances científicos que las vecinas despechugadas; las casualidades benditas y las bellezas pelirrojas. 

Al otro lado de mi refectorio vive un señor mayor al que visitan sus hijos cada día para ayudarle con las tareas del hogar y de la huerta. Mi ventana da justo al segundo piso de su casa, que tiene clausurado para no tener que subir ni bajar las escaleras. Donde debería estar Susan Sarandon quitándose el olor a pescado mientras escucha ópera en el radiocasete, hay una persiana eternamente bajada y algún pajaruelo que de vez en cuando se posa sobre el alféizar. Mi realidad es justamente eso: en vez de una pájara de cuidado, los gorrioncillos de La Pedanía. 

De todos modos, aunque viviéramos en Atlantic City y la problemática Susan Sarandon alquilara la casa de mi vecino, yo no podría ayudarla en absoluto. Hay que ser muy hombre para sacar a esta mujer del atolladero: hay que tratar con narcotraficantes, tirar de revólver, entrablar contactos con la mafia... Vestirse de punta en blanco para dar el pego de hombre con renombre. Y yo, ay de mí, soy un triste funcionario que solo puede socorrer a las mujeres descarriadas con buenas palabras e inyecciones modestas de monetario.

Así salvé, por ejemplo, a la última mujer que puso aquí su nido transitorio, antes de que se le curara la patita y volviera a emprender el vuelo buscando horizontes más promisorios y mejor vestidos. La mía fue una ayuda al alcance de cualquier imbécil enamorado. Para casos más complicados que el suyo ya se hubiera requerido la prestancia y el tronío de un Burt Lancaster señorial, aunque en la película ya peine canas en la sesera y en el bigote. 





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Herida

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Perder la cabeza por Juliette Binoche es una cosa natural. Casi un deber inexcusable. Si los ángeles existen y además tienen sexo diferenciado -como defendían algunos teólogos muy barbudos de Constantinopla- Juliette Binoche sin duda nació de un padre inmortal y de una madre de carne y hueso habitante de París. O viceversa. 

Siempre habrá algún mentecato, algún plasta recalcitrante -de hecho yo conozco alguno- que dice que no le gusta su lunar en el cuello, su nariz redondeada, su mirada desangelada... “Me parece una mujer algo fría”, me dijo una vez un imbécil integral. Qué le vamos a hacer: gilipollas los hay en todos los sitios. Soportarlos sin enfadarse es una prueba de santidad. Ellos son los ciegos de la belleza y los daltónicos del encanto. Los estrábicos de lo evidente. Los eternamente equivocados. Los más graves pecadores. Mi Juliette...

Dicen que François Miterrand le tiró los tejos una vez y que Bill Clinton quiso camelársela en una visita que ella hizo a la Casa Blanca. Y que Juliette, con todo el desparpajo de su belleza, los rechazó. Que aprenda Letizia Ortiz, esa vendida al capital... Quizá por eso no nos sorprende que en “Herida” sea el ministro de Economía británico quien caiga postrado ante sus rodillas entreabiertas. Estos tipos son palabras mayores, gente de mucho caché, pero en lo tocante a los instintos son iguales que todos los demás. Lo que pasa es que ellos pueden permitírselos y nosotros no

Es justamente eso, la clase social, lo que me distancia de la película por mucha pasión que los amantes pongan en los polvazos de aquel siglo ya superado. Mi rencor bolchevique me impide sentir empatía por cualquiera de estos personajes. ¿Un ministro a todas luces conservador? ¿Su mujer, acaso, que es la hija de lord Nosequé de los Cojones? ¿El hijo de ambos -la supuesta víctima de todo este enredo- que es un pijo recalcitrante que va atronando por todo Londres con su buga descapotable? ¿Juliette, quizá, que es una perturbada emocional que va sembrando la desgracia por donde quiera que va? Bah, qué asco me dan todos...



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Man on the moon

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“Man on the moon” fue la primera película que vi en el cine cuando vine a vivir a La Pedanía, hace ya un cuarto de siglo. Un cuarto de siglo...

Porque sí: hubo un tiempo en que yo también iba a las salas de cine a “compartir la experiencia” con mis semejantes. A escuchar sus ruidos, sus voces, sus plásticos estrujados... El rebuscar de las palomitas. Sus teléfonos móviles, que ya entonces empezaban a dar mucho por el culo. Sus gracias y sus exabruptos. El cine como iglesia, como comunidad de los creyentes... Menuda gilipollez. Quién hubiera sido un hombre sobre la luna silenciosa y vacía, man on the moon.

Yo iba al cine para ver las películas en pantalla grande, no para socializar ni para celebrar una eucaristía. No había otro remedio: en 1999 las pantallas gigantes aún no existían en los hogares. Y si existían, costaban un huevo y se veían de puta pena por culpa de las definiciones paleolíticas. Pero ahora, en 2024, hasta los funcionarios del tipo B podemos montarnos nuestra "cinema experience" sin tener que aguantar a los demás, y además en versión original, y con subtítulos, y con pausas discrecionales para levantarse a repostar. Todo son ventajas en los tiempos modernos.

No había vuelto a ver “Man on the moon” desde entonces. En mi recuerdo era una ida de olla con grandes aciertos y muchas excentricidades. Demasiado autorreferencial para el público europeo. Como si estrenáramos en Los Ángeles un biopic sobre el señor Barragán o sobre Chiquito de la Calzada. "Uno que llegarrr..." Quién iba a entender allí el meollo de la broma, la cosa celtibérica, más allá de la cuestión universal de los límites del humor.

Pero el otro día, en la terraza del bar, el amigo de La Pedanía me dijo que había vuelto a ver "Man on the moon" en una plataforma digital y que le había sorprendido lo buena que era. “Anímate", me dijo, y yo le hice caso porque venimos a coincidir en un 60% de los casos, que no es un porcentaje baladí. Hablo de cine, claro, de ficciones en general, porque en lo tocante a la belleza de las mujeres o al aprecio general por nuestros semejantes somos como esos libros escritos por Millás y Arsuaga: la vida contada por un sapiens a un neandertal. Y viceversa.




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