Carga maldita

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Si algún día tuviera que salir por piernas de la Península -cosa que no descarto cuando gobiernen los fascistas- le daría, no sé, 10.000 dólares extra, 15.000 no más, al tipo que me falsificase el pasaporte, para que me enviara a un país donde haga mucho frío, muy al norte de los mapas, y no a un horno selvático como éste de “Carga maldita”, refugio de todos los delincuentes perseguidos por la ley o por la mafia, y que es como un círculo del infierno para los que hemos nacido en León y sentimos que a partir de 20 ºC Yahvé ya se está pasando tres veranos con la tortura.

El problema de los países fríos es que son todos civilizados, de Dinamarca para arriba, y allí es difícil fingir que te llamas Halvar Rodrigursön -pongamos por caso- pero no hablas ni media de sueco o de finlandés. Ni siquiera de inglés chapurreado. En las latitudes nórdicas sería fácil perderse en las regiones de la taiga o de los mil lagos congelados, llevando una vida de eremita en una cabaña de madera, pero al primer contratiempo con la autoridad ya estarías listo de papeles. Allí no vale presentar el pasaporte con un billete de 50 euros o de 50 coronas disimulado en el reverso, porque los funcionarios son íntegros, y están bien pagados por el Estado del Bienestar, y además 50 euros es lo que ellos pagan por un mísero café en la terraza, cuando les llega el solecito. 

Aun así, en Escandinavia, o en Canadá, aunque yo pudiera burlar a los funcionarios, jamás podría ganarme el sustento conduciendo un camión con una carga de dinamita ya caducada e inestable. Primero porque en esos países las cosas siempre están supervisadas y nunca caducan ni se corrompen, y segundo porque yo no tengo carnet de conducir, ni siquiera el de ciclomotor, o el de bicicleta con motorín. Quizá por todo esto, “Carga maldita” me ha parecido una película entretenida -eso sí, cercenada en el montaje- que no me concierne en absoluto. Un mero contemplar sin emoción. Un pasatiempo sobre el que aún no sé muy bien qué voy a escribir.



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El aceite de la vida

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“El aceite de la vida” termina con un mensaje de esperanza entre músicas celestiales. Lorenzo Odone, que se ha librado de la muerte gracias precisamente al “aceite de Lorenzo”, acaba de mover levemente un dedo de la mano. Es un paso enorme para él: un esfuerzo gigantesco de su voluntad, que carece de mielina para ejercer sus funciones. 

La película, que está rodada en 1992, deja en el aire una futura terapia que le devolverá la mielina carcomida por la ALD -adrenoleucodistrofia-, una enfermedad metabólica que deja a las neuronas como cables de cobre sin su recubrimiento de plástico, y que provoca, por tanto, un caos de chisporroteos y conexiones fallidas: la pérdida de la marcha, del habla, de la capacidad de tragar saliva sin ahogarse... La muerte. 

Lorenzo Odone, sin embargo, murió en el año 2008 más o menos como estaba. Según he averiguado en internet, con una leve mejoría comunicacional y poco más. El aceite que lleva su nombre, y que viene a ser una mezcla depurada de aceite de oliva y de aceite de colza, se ha mostrado muy eficaz en las primeras fases de la enfermedad, deteniendo la cascada de síntomas, pero no tanto en los casos ya avanzados. El aceite de la vida sirve para mantener la vida, pero no para devolverla. El matrimonio Odone tenía razón cuando en sus noches más negras asumían que estaban trabajando para curar a los hijos de otros matrimonios, pero no al suyo. 

Lorenzo falleció a los 30 años a causa de una neumonía. Paradójicamente, sobrevivió ocho años a su madre, que murió de un cáncer de pulmón. Y quién sabe si también de un cáncer de los desvelos. El señor Odone, por su parte, médico “honoris causa” gracias a su hallazgo del aceite milagroso, se apartó del mundo tras la muerte de su hijo y pasó los últimos años en Italia, en su tierra natal, para comer tomates de verdad hasta la última ensalada. Me imagino su muerte un poco como la de Michael Corleone en “El Padrino III”, ya muy anciano, con ochenta años, en su patio soleado del Piamonte, desplomándose de la silla en pleno ataque de nostalgia.





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Las brujas de Eastwick

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Los hombres atractivos no necesitan tirarse el rollo. No padecen fealdades que haya que compensar con la poesía o con el sentido del humor. La oratoria, por ejemplo, no saben ni lo que es. Pueden conseguir a la mujer que desean sin apenas abrir la boca: sólo para pedir un gintonic o para besar bajo la lluvia. 

Somos nosotros, los pobres diablos como Daryl Van Horne, los que necesitamos darle a la sin hueso para crear un hechizo que dure las horas suficientes. My kingdom for a chance. En ese sentido, los feos del mundo tenemos algo de brujos, de diablillos que enredan y siempre hacen un poco de trampa. Luego hay clases, claro, como en todo: tipos que dominan el arte de la nigromancia y cenutrios que no sabemos sacar ni una paloma del sombrero.

Pero si el diabólico Daryl Van Horne es un merluzo, las tres brujas de Eastwick tampoco salen muy bien paradas de la función. El apego instantáneo que sienten por Daryl no tiene su origen en ningún hechizo verbal ni en ningún enredo de polvos mágicos. Se acuestan con él, simplemente, porque tiene dinero, porque se ha comprado la mejor casa del pueblo y goza de recursos ilimitados para satisfacer desde un capricho culinario hasta el más barroco de los deseos. Si eres un tipo muy feo, pero con pasta, ten por seguro que algunas mujeres como Michelle Pfeiffer se arrimarán a ti por razones ajenas a tu belleza interior y a tu riqueza espiritual.

Dicho todo esto, “Las brujas de Eastwick”, como película, es una suprema gilipollez. Impropia de un artesano como George Miller, aunque él, claro, ganaría una pasta gansa con la bobada. La película sirve, como mucho, para recordar los mecanismos básicos del emparejamiento humano. Es casi un "National Geographic" pasado por el tamiz de una ficción diabólica.





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Colin de cuentas. Temporada 1

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En las antípodas todo es idéntico a lo autóctono, cantaba Javier Krahe. Quizá por eso nos gusta tanto “Colin de cuentas” a pesar de la distancia. Porque es todo igual y nos vemos reflejados. Y aunque nuestras antípodas estén realmente en Nueva Zelanda y no en Australia -que es donde vive el perrito Colin con sus amos enamorados- tanto monta monta tanto la Commonwealth de los australes. 

La guerra de los sexos es universal y conoce muy pocas variaciones. En Australia también hay mucha desconfianza, mucho recelo a la hora de emparejarse. El mundo -según a quien escuches, claro- está lleno de agresores lunáticos o de locas peligrosas. Las probabilidades de sacar un mal número en la lotería se ha centuplicado en los últimos tiempos. En Australia también son muchos los que ya han optado por la castidad laica o por la masturbación asistida por los chips. No es mal negocio. Lo que pierdes en piel lo ganas en tranquilidad. Un polvo ya no compensa los mil peligros que acechan por ahí. Nueve de cada diez ofertas que reciben las mujeres son de salidos requemados; nueve de cada diez ofertas que recibimos los hombres son de prostitutas más o menos encriptadas. Un amor verdadero se ha vuelto tan raro como un trébol de cuatro hojas. Un prodigio de la naturaleza. Una mutación en el ADN de la vieja normalidad. Es una probabilidad ente 10.000, según dicen las enciclopedias. 

Y ya no te digo nada si el amor tiene que brotar entre un hombre y una mujer separados por una generación y mil películas no compartidas. Entonces el trébol metafórico ya no es de cuatro hojas, sino de siete, o de noventa y seis. Son azares que ya casi pertenecen a la ficción, o a la ciencia-ficción. A las comedias románticas como "Colin de cuentas ".

Cuando Ashley -la chica de treinta años - le pregunta a Gordon -el cuarentón interesante- quién coño son esos Harry y Sally que siempre discuten sobre la amistad entre hombres y mujeres, yo mismo recordé que cuando era usuario de las redes del amor colocaba un margen de esperanza de diez años para abajo, cegado por el orgullo y engañado por Hollywood. Nunca respondió nadie, claro.



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A real pain

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“A real pain” es una road movie en la que ambos personajes, cuando regresan a casa, siguen siendo exactamente las mismas personas, lo que, en puridad, atenta contra las normas del subgénero. Una road movie canónica exigiría que los viajeros regresaran cambiados por dentro y si puede ser para bien: conversos a alguna religión o imbuidos de humanismo. Más amigos de sus amigos o preocupados al fin por el cambio climático.

La vida real, sin embargo, se parece mucho más a esta película, y por eso me gusta mucho “A real pain”. El asombro, el descubrimiento, el golpe de realidad..., mientras viajamos podemos llegar a sentir que la vida queda suspendida y nosotros aplazados; que hemos integrado nuevas certezas sobre la gran miseria o la mísera felicidad. Pero todo eso apenas sobrevive unas horas o unos días al aterrizaje de regreso. Nadie cambia por viajar a Irlanda en vacaciones o por seguir la ruta 66 de las películas. Por visitar, incluso, como hacen estos dos primos de la película, el campo de concentración nazi del que escapó su abuela polaca. La impresión puede ser brutal, causarte un “dolor real”, pero en todo caso servirá para reafirmar lo que ya pensabas sobre la dualidad de las personas. Y si encuentras algo nuevo y transformador es porque ya lo buscabas con ahínco.

Recuerdo que mi madre y yo fuimos una vez a Valderas, a la Tierra de Campos, a ver lo que quedaba de las antiguas posesiones de mi abuelo. Es decir: la casucha y la huerta. Estábamos de paso, en las fiestas de un pueblo cercano, y un amigo nos acercó en su coche como si fuera el taxista de la película. A mi madre y a mí, como a los dos primos de “A real pain”, también nos cambió el destino una guerra devastadora y todo lo que vino después. En nuestro caso no el Holocausto, pero sí las rencillas, el año del hambre, el éxodo rural... Ante la casa -de adobe y ya en ruinas- nosotros también nos quedamos un poco como Jesse Eisenberg y Kieran Culkin en la película: con cara de tontos, esperando una revelación luminosa que al final no se produjo.




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A complete unknown

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Las canciones de Bob Dylan pertenecen a la generación de nuestros padres. Al menos a los padres que soñaban con cambiar el mundo o con tirarse a Fulanita con la pose de cantautor angloparlante. Y la moto haciendo brum-brum en la madrugada. Es el rollo “poeta maldito”, o “gilipollas interesante”, que sigue triunfando entre el mujerío aunque ya sean otros los trovadores.  

El otro día, por ejemplo, Carlos Boyero decía que “A complete unknown” le había tocado el alma a pesar de que le cae muy gordo -como a todos- Timothée Chalamet, y que en un par de momentos se había emocionado porque recordó los sueños de entonces y los polvos de antaño. En cada éxito de Dylan cantado por Chalamet, Boyero invocaba una mujer amada, una fiesta inolvidable o un ideal frustrado. Un esplendor en la hierba de la Casa de Campo o de las praderas de Newport, en Rhode Island, donde al parecer Bob Dylan perpetró su gran herejía electrificada. Un anatema de la hostia para los musicólogos, y casi el tema central de la película, pero una tragedia de importancia muy relativa para los ignorantes. Es como si un día rodaran un biopic sobre Carlo Ancelotti pervirtiendo el 4-3-3 y yo me indignara mucho en la platea mientras otros se encogen de hombros y se distraen con el teléfono. 

Yo, a diferencia de Carlos Boyero y sus coétaneos, transito por la película como el que asiste a un curso de verano. No vengo a recobrar nada, sino a adquirir un poco de cultura. Y a terminar el día con una distracción de los pesares. En “A complete unknown” me mata por un lado la curiosidad cinéfila y por otro la vergüenza de un desconocimiento casi absoluto. Antes de ver la película, Dylan era para mí lo que Serrat sigue siendo -pongamos por caso- para la generación de mi hijo: un completo desconocido del que ha oído hablar a los vejestorios. Un poeta de canciones cursilonas que parecen todas la misma repetida. 

Gracias a la película, yo ya no soltaría tal blasfemia sobre Bob Dylan, pero habría que ver otras cosas sobre el personaje para profundizar en el misterio "A complete unknown", aun siendo estimable, da exactamente lo que promete en el título. 





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The Brutalist

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1. 

Yo venía predispuesto a que “The Brutalist” no me gustara. Me pasa con algunas películas y a veces también con algunas personas: que prefiero, de entrada, aunque parezca contraintuitivo, que me caigan mal para que no me rompan un prejuicio o no me provoquen un conflicto de intereses. 

Yo no quería que ninguna película nominada a los Oscar me emocionara más que “Anora”, que es mi niña mimada, o la niña de mis ojos. Mi damisela del Toboso. Y con “The Brutalist” me estaba temiendo lo peor: “¿Y si me gusta más que "Anora" y tengo que retractarme de mis juramentos de amor eterno, de la defensa a ultranza de mi Ani sobre el Puente de los Caballeros?”

Al final “The Brutalist” me gustó, cachis la mar, pero no tanto como para dejarme preocupado. La película es rara de cojones, barroca en las formas y arriesgada en los argumentos, y quizá haga falta un nuevo visionado dentro de dos o tres años para valorarla como se merece. Será entonces cuando averigüemos si es una obra maestra adelantada a su tiempo o una rareza que se instalará en nuestras estanterías aguardando un tercer visionado ya en el ocaso de nuestras vidas.


2.

Adrien Brody -al que estos días estaba viendo en “Tiempo de victoria” interpretando a Pat Riley en un universo paralelo- borda su papel de arquitecto judío que sobrevivió al horror del Holocausto. El problema es que es el mismo personaje con el que ganó el Oscar por “El pianista” hace ya más de veinte años. Si hubieran metido al pianista en un barco y lo hubieran llevado a Nueva York en 1945 para ganarse la vida como compositor traumatizado, “The Brutalist” hubiera sido exactamente la misma película. Cambias un edificio raro por una sinfonía dodecafónica y a correr.


3. 

La moraleja de la película, supongo, es que el capitalismo es un régimen más amable que cualquier totalitarismo siempre que estés dispuesto a dejarte sodomizar por el empresario de turno, ya sea metafóricamente -que es lo más habitual- o literalmente -que es donde suele llegar el trauma y el despertar de la conciencia proletaria. Antes de eso, por lo que se ve, ya no.




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Flow

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Al gato callejero que llevo meses alimentando le llamé “Gandolfini” porque es como un gángster de “Los Soprano” que viene a mi puerta para extorsionarme con sus maullidos. Yo creo que le queda de puta madre este homenaje a James Gandolfini, pero si el día de su bautizo yo hubiera visto esta película, el gatito ya no se llamaría así, sino “Flow”, en honor a ese gato tan negro como letón que también las pasa canutas para sobrevivir. 

A mi gatete, al principio, porque era tan chiquitín que no se valía por sí mismo y yo no daba ni dos dólares por su supervivencia, no me atreví a ponerle nombre. No por vagancia, sino por no encariñarme demasiado. Es lo que hacían nuestros antepasados cuando los neonatos tenían sólo una posibilidad entre dos de sobrevivir.  “Gandolfini” también pudo haberse llamado “Don Gato”, como aquel felino de Hanna-Barbera que también vivía en la calle y tenía una jeta kilométrica. Pero “Don Gato”, en los dibujos, era un adulto malandrín, y mi gatete, el pobre, un pequeñín inocentón. 

Apareció un día en el callejón, abandonado, con los párpados todavía pegados por las legañas. Se escondía en el gallinero de mi vecino y sólo asomaba las garras para defenderse, y la boca para alimentarse. Eddie, mi perrete, al principio le ladraba con ganas de camorra, pero luego se acostumbró tanto a su presencia que cuando “Gandolfini” empezó a darse paseos por el callejón, los dos se olisquearon la pipa de la paz y se lanzaron algún que otro zarpazo  de armisticio. 

Después de dos intentos fracasados de adopción y de un invierno casi tan crudo como el de Letonia, “Gandolfini” -o "Flow"- sigue vivo y coleando, bien alimentado y tan listo como el hambre, sorteando los peligros del mundo animal y del mundo de los humanos. Aquí todavía no ha llegado el Diluvio Universal pero tampoco lo descarto. Todas las mañanas me lo encuentro sobre el felpudo del portal, estirándose y haciéndose dueño del cotarro, superviviente de una noche más que sólo los gatos y los fantasmas protagonizan por aquí.




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