Boogie Nights

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Se ha puesto de moda, en las revistas de cine, preguntar al entrevistado por el alias que habría elegido en caso de haber trabajado en una película porno. Algunos improvisan cualquier chorrada para salir del paso, y disparan nombres sin gracia ni salero. Otros, en cambio, que tal vez han leído el cuestionario con anterioridad, y saben a lo que vienen, traen a la entrevista respuestas muy cachondas y muy bien pensadas. Yo también le dedico unos cuantos segundos a la pregunta, cada vez que me la topo, como si fuera el entrevistado molón haciendo promoción de mi película, pero nunca se me ha ocurrido una gracieta que dejara sonrientes a los lectores y seducidas a las lectoras. 

    Aunque Max -que es el antropoide que vive dentro de mí- desearía que yo me hubiese dedicado al noble oficio del bombeo seminal, uno, que es el homúnculo encargado de poner cordura en este gallinero de mis instintos, nunca se vio en semejante papel. Nunca hubo oportunidad, ni intención, ni centímetros suficientes en caso de haberse presentado al cásting en Madrid, que me imagino, que son allí. He de confesar, para los que leen mis escritos y piensan que soy un réprobo al estilo del Marqués de Sade, encerrado en este manicomio autoimpuesto de mi habitación, que ni siquiera he protagonizado uno de esos vídeos amateur que pueblan las páginas gratuitas en internet, una de esas cutreces con polvos llenos de pelos y lorzas disimuladas por las sombras. Para qué, digo yo, si no hay cuerpo que enseñar, ni gimnasias de las que presumir, ni técnicas novedosas que legar a las próximas generaciones de pornógrafos. 




Con estas consideraciones he ido rellenando las escasas distracciones que permite el ritmo endiablado de Boogie Nights, la película de Paul Thomas Anderson. Es imposible no verla sin que uno se pierda en estos enredos mentales, porque las neuronas espejo no descansan mientras la película está en marcha, y contemplar las tribulaciones de un actor porno e imaginarse uno de la misma guisa, puesto en acción, forman parte de la misma experiencia, de la misma conciencia, como sales indisolubles en el magma del pensamiento. Si Eddie Adams, el chico de los treinta centímetros de Boogie Nights, encontró su apodo sonoro en "Dirk Diggler", yo sigo sin encontrar el alias que hubiese hecho justicia a mis artes amatorias. Algo de un oso en invierno, quizá, por las grasas y por los pelos, pero no acabo de acertar con la sonoridad.
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Viva la libertá

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En Viva la libertá, Enrico Oliveri, que es el ficticio líder de la oposición italiana, sufre una crisis personal que lo llevará a desaparecer de la escena para refugiarse en París, de incógnito, en el apartamento de una ex amante de la juventud. Enrico, que es un político de la izquierda derrotada y derrotista, ya no sabe qué prometerles a sus votantes. Su propio discurso le suena cansino y apagado. Habla ante las multitudes o ante los miembros del partido y se le olvidan las palabras, o se le apaga la voz, desengañado de sus propios argumentos. Enrico, que ya peina canas y no tiene ni un pelo de tonto, sabe que la realidad es terca, que los votantes son volubles, que la izquierda que él representa está cargada de razones morales pero está condenada al fracaso, porque en Italia siguen mandando los curas, los banqueros, los berlusconis que siempre han sido y serán.





            Para que la opinión pública no sepa que este hombre ha desaparecido sin dejar rastro, sus colaboradores deciden llamar a su hermano gemelo para que lo suplante en las apariciones públicas, al menos durante unos días, hasta que se les ocurra una solución mejor. Giovanni, el hermano, acaba de salir del hospital psiquiátrico, y sufre un trastorno bipolar que trata con antipsicóticos. Aquí la película cobra vida, e interés, pues ya me estaba quedando dormido en el sofá. Giovanni, en su primera comparecencia ante los medios, dice varias cosas muy bien dichas, sentencias de sentido común que no son ni de izquierdas ni de derechas, sino la respuesta honrada y cabal a las necesidades reales de la gente trabajadora, parada, subcontratada, pensionada, explotada, marginada. Aunque luego muchos de ellos -alineados, engañados, estupidizados- voten alegremente por el partido de los ricos. Uno piensa, en ese momento de la película, que Viva la libertá va a convertirse en una soflama política de mucha enjundia y mucha actualidad. Pero las intenciones de Roberto Andó, guionista y director de la función, son muy diferentes. A diferencia de sus espectadores concienciados, él prefiere centrarse en los relatos íntimos y románticos. Cuando más interesante se pone la historia política del hermano loco, él decide llevarnos a París, a la ciudad del amor, para que conozcamos -y qué cojones nos importa- el pasado sentimental de Enrico el desertor. Para melancolías del amor ya tenemos otras películas, y otras obras poéticas.

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La mujer de rojo

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Este vicio pueril de ver películas horribles sólo porque la actriz de turno está más buena que el pan empezó, creo recordar, con La mujer de rojo, allá por las navidades del año ochenta y tantos. Antes de ver a Kelly LeBrock en la enorme pantalla del cine Emperador, mis amigos y yo nos habíamos enamorado de ella en los afiches de los Próximos Estrenos, y en los tráilers que pasaban continuamente por la televisión. Allí aparecía una mujer nunca vista por estos lares, perfecta en el rostro y en el body, la anglosajona perfecta que jamás veríamos por las calles frías del villorrio. La banda sonora de Stevie Wonder, que sonaba a todas horas en Los 40 Principales, nos hacía cierta gracia, pero no mucha, y sólo tarareábamos los estribillos más reconocibles en nuestro inglés macarrónico del instituto. Ai yast col tusei ailobiu, y fonéticas así, cantábamos.... 

    Nosotros fuimos al cine para ver a Kelly LeBrock, no para escuchar las canciones de Stevie Wonder en el caldo audiovisual donde fueron cocidas. Kelly era la estrella fulgurante del momento, la tía más buena del planeta, el sueño erótico de cualquier heterosexual criado bajo el yugo estético del imperio americano. Con un poco de suerte, si ella perseveraba en el oficio, y nosotros manteníamos la devoción, la señorita LeBrock se convertiría en el mito erótico de nuestra adolescencia entera y venidera. Ella reunía todas las bellezas necesarias para erigirse en nuestra diosa, en nuestra musa, en nuestra referencia definitiva para estos asuntos de la privacidad, como nuestros mayores se quedaron colgados de Sofía Loren, o de Ann Margret. Fuimos al cine para venerarla como a una virgen carente de virginidad, pues de rojo diabólico y fueguino vestía. 


 


         Luego resultó que Kelly LeBrock no salía gran cosa en la película, apenas tres apariciones en las que enseñaba piernaza y algún esbozo castísimo de su silueta pectoral. Ese malvado de Gene Wilder, que tenía pinta de ser un imbécil integral también fuera de los platós, había utilizado a nuestra amada como reclamo publicitario para hacer sus patochadas de caídas grotescas. Kelly LeBrock había sido reducida a un macguffin, a un instrumento, a un medio divino para la consecución de un fin terrenal. Un crimen, y un pecado, y una sinvergonzonería. Nunca más volvimos a ver una película dirigida o protagonizada por este panoli del pelo rizoso y la mirada licuada. 

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Supersalidos

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Que la vida social es una farsa ya lo sabían los antiguos griegos, y supongo que los antiguos sumerios también, como añadiría Javier Cansado. Desde que me levanto por la mañana hasta que llega la hora de la película, no dejo de interpretar este papel de cuarentón abrumado por la vida. Tengo, además, para mayor disimulo, unas sienes plateadas que los dioses me regalaron por un cumpleaños, y unas gafas de pasta que me hacen parecer más inteligente de lo que soy. Y este gesto adusto que algunos confunden con la profundidad de pensamiento, y que sólo es bostezo y ganas de salir pitando de la escena. Mis poses no provienen de  la maldad del narcisista, ni del cálculo del tramposo, sino del humilde anhelo de quien desea sobrevivir sin problemas, y que lo le dejen en paz el mayor tiempo posible. 




            Nunca salgo de casa sin llevar un juego completo de máscaras, porque cada contexto requiere de una farsa, de un papel concreto con unas líneas de guion determinadas. Las máscaras son un fastidio, y un esfuerzo, y no dejo de contar las horas que faltan para volver a guardarlas en el armario, junto a los calzoncillos y los calcetines. Sólo cuando llego al sofá nocturno puedo despojarme de ellas, y volver a ser el hombre de la expresión sincera y natural. En la soledad de la habitación nadie me observa ni me calcula. Sólo los dioses de Invernalia, a los que elevo de vez en cuando mis plegarias. A solas con mi película puedo volver a ser el imbécil genuino de toda la vida. El niño, el adolescente, el inmaduro, el mentecato. Me entrego a la función diaria con el alma limpia y el corazón en la mano, como se entregan las monjas a Jesucristo, o las chavalas al chico rubio del instituto. Mis reacciones ante lo que veo son las únicas sinceras de toda la jornada. Si alguien pudiera verme por el ojo de la cerradura, accedería de inmediato al sanctasanctórum de mis verdaderos pensamientos. Otros se muestran tal como son cuando follan, o cuando conducen, o cuando toman tres copas de más con los amigos. Yo sólo soy yo mismo con un mando a distancia en la mano, y unos auriculares bien calados en los orejones. 

Hoy, por ejemplo, si alguien hubiera escuchado mis carcajadas mientras veía Supersalidos, habría comprendido inmediatamente que el adulto de cuarenta y dos años vive fuera de la habitación, en el pasillo, o en la cocina, preparando la comida de mañana, holograma falsario de mi triste realidad, y que es el adolescente irreductible quien se lo está pasando bomba con los chistes de guarrerías y las caricaturas de los penes. Nada ha cambiado desde los tiempos de Porky's, de cuando iba con los amigos al videoclub para echar unas risas y ver alguna teta subrepticia. Supersalidos es un Porky's más trabajado, más ocurrente, pero en esencia sigue siendo el mismo humor simplón y deslenguado, colegial y cochinoso. Nadie cambia, nadie madura, nadie se mueve ni un centímetro de sus posiciones iniciales. Sólo aprendemos a fingir y a disimular, para que nadie se ría de nosotros. Eso también lo sabían los griegos, y los sumerios antes que ellos, apunta por aquí don Javier. 


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Lo mejor de Eva

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Una película que se titula Lo mejor de Eva, siendo Leonor Watling la actriz que encarna a la tal Eva, se presta a varios chistes que mejor me dejo en el tintero, no sea que caigan por aquí los pornógrafos de la 10ª Compañía Aerotransportada. No sé si Leonor Watling es realmente tan hermosa como la ven mis ojos, pero es que ella, en una coincidencia casi de realismo mágico, es el trasunto imposible de una chica a la que yo amé hace tiempo en el invierno adolescente de León. La primera vez que vi a Leonor Watling en una pantalla, comiéndose una naranja a la remanguillé en aquel camastro de Son de mar, llegué a pensar que era la misma chica, reencontrada al cabo de los años, que había dejado la provincia para hacer carrera de actriz en los madriles. Leonor y la señorita X  eran como dos gotas de agua, como dos hermanas gemelas. Al menos vestidas, porque luego, en el desnudo corporal, no me vi capacitado para comparar, ya que nunca tuve la suerte de ver a mi amada de tal guisa. Ella fue más platónica que aristotélica, más soñada que tangible. Tuve que investigar mucho en el internet cutrísimo de aquel año 2001 -sí, el de la odisea en el espacio- para comprobar que ambas no eran la misma mujer, y que yo no había estado a unas pocas dioptrías y a unas pocas tartamudeces de enrollarme con la mujer más interesante de España, y de parte del extranjero.




           Comprenderán ustedes, por tanto, que no puedo perderme ninguna película de Leonor Watling, aunque venga precedida de críticas terribles, de luces rojas de advertencia, como esta que hoy nos ocupa, que es un thriller prometedor que luego se despeña por los acantilados del erotismo más previsible y tontorrón. Curiosamente, mientras Leonor permanece embutida en su traje de jueza implacable, la película se hace más llevadera que cuando llega el desmelene y el despelote. En Lo mejor de Eva, para contradicción de mi deseo, es más seductora la maja vestida que la maja desnuda. Será que estoy muy colgado de esta mujer, y que mi afecto por ella va más allá de lo lúbrico y lo carnal. 

    Tanto la quiero, y tanto la respeto, que no voy a maldecir aquí su fallida película. Tengo todo el derecho del mundo a no declarar en contra de Leonor, como un marido suertudo que la acompañara de noche y de día. En lo que a mí respecta, Lo mejor de Eva, con todos sus defectos, es una puta obra maestra. Y que vengan a por mí, los puristas, que los voy a recibir a hostia limpia, como un Bud Spencer encorajinado. Al cinéfilo interior, que empezó a protestar cuando la película hacía aguas, lo tengo amordazado dentro del armario. Mañana lo dejaré suelto, para que siga escribiendo aquí sus intelectualidades que nada nos importan.


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El hombre de la tierra

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 El hombre de la tierra cuenta la historia de un profesor de universidad que tras diez años de docencia decide mudarse a otra ciudad. Mientras guarda sus pertenencias en las cajas de cartón, un grupo de compañeros se acerca a visitarlo para despedirlo como Dios manda, con una tertulia reposada y un whisky muy caro servido en vasos de plástico. Como son hombres y mujeres ilustrados, la conversación deriva hacia los terrenos de la biología, de la religión, de .las antiguas culturas de los hombres. Es ahí cuando nuestro protagonista, llevado por la gratitud y por la melancolía, decide confesar que lleva 14.000 años rondando por el mundo, siempre con el mismo aspecto juvenil, y que por eso ha de marcharse cada diez años de los lugares, para no levantar sospechas, porque su cuerpo posee una estructura genética única que le impide envejecer. 

    A la luz de la chimenea, John Oldman, cuyo apellido no es por supuesto casual, habla de sus orígenes en las cuevas de los cromañones, de sus experiencias militares con los sumerios, de sus viajes con Colón al Nuevo Mundo, de las conversaciones que mantuvo con Van Gogh mientras éste pintaba sus cuadros de campos y flores. Al principio sus amigos se lo toman a chunga, y creen que les está proponiendo un ejercicio intelectual, o que les pide su opinión para su próxima novela de ciencia ficción. Pero John describe, detalla, explica, y sus palabras suenan cada vez más verídicas y convincentes. Acribillado por mil preguntas que sólo un erudito inconcebible sabría responder, John se defiende con criterio, con conocimiento, con un punto de emoción en la voz que sólo puede corresponder a quien realmente estuvo allí y sobrevivió para contarlo.




            Uno podría pensar que este hombre tan longevo vive más feliz que unas castañuelas. De no mediar un accidente fatídico o una catástrofe natural, John podrá vivir otros 14.000 años más para conocer la resolución final de los temas que ahora nos ocupan. Viajará por el mundo, vivirá mil experiencias, se acostará con miles de mujeres sin tener que firmar un compromiso con ellas. Conocerá el final de las próximas 14.000 Ligas y Copas de Europa, cosa que a Luis Buñuel le parecía lo más trágico de morirse. Sin embargo, John Oldman se confiesa cansado y apesadumbrado, como esos vampiros condenados a persistir en la existencia. John ha vivido tantas cosas e interpretado tantos papeles que ha perdido la esencia de su yo. De sus orígenes en la cueva de los cromañones apenas queda nada, sólo recuerdos deshilachados que muchas veces confunde con los sueños. John es un ser humano, pero carece de identidad. Al carecer de muerte carece de propósito y de advertencia. Es una paradoja existencial...

Pero si no los quiere, que me los de a mí, sus próximos 14.000 años de vida. ¡Cinco millones de días! Con eso sí que tendría yo tiempo para repasar todas la filmografías, para seguir todas las series, para convertir este blog en el más veterano de toda la red.



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Kiss kiss bang bang

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Kiss kiss bang bang es una comedia de detectives que juro haber visto hace unos años, pero de la que no recordaba ni un solo argumento, ni un solo fotograma. Picado por el orgullo la he vuelto a ver esta noche, que ha sido, por añadidura, la primera noche del invierno, con el vaho en la ventana y la calefacción puesta a todo trapo. Una ocasión especial que otros años celebraba con una obra maestra, o con una película de postín, para darle la bienvenida a los pijamas gruesos y a las sopas calientes, que son el atrezo básico del buen cinéfilo apoltronado en el sofá. 

    Este año, sin embargo, el frío ha venido de improviso, indetectado por los telediarios, a eso de las nueve y media de la noche, como quien recibe la visita de un familiar que no nos anunció su llegada. He visto Kiss kiss bang bang sin ponerme las mejores galas, ni cocinarme el menú más apropiado, y eso ya me ha dejado algo descolocado. Al final, ha resultado ser una patochada con cierta gracia, nada más. Una de esas moderneces en las que el personaje principal habla directamente con el espectador para preguntarle qué tal le va, a ver si se va coscando de la trama.




            El narrador excéntrico es Robert Downey Jr., que es un tipo de expresividad peculiar que siempre cae bien en cualquier película. Por muy mala que sea la función, siempre está él, subiendo la nota, animando la fiesta, poniendo un mohín de ironía o de cachondeo. La chica de turno es Michelle Monaghan, y yo, incomprensiblemente, no la recordaba, porque mira que es guapa esta mujer. Michelle Monaghan casi me funde la pantalla cuando aparece por primera vez en Kiss kiss bang bang, porque mi televisor es HD, pero no Full HD, que todavía no se habían inventado cuando lo compré, o estaban carísimos por la época, y no tengo píxeles suficientes para recoger tanta hermosura y tanta sonrisa. Mi escuálido ejército de puntitos no daba abasto para configurar su piel y su carne, y por un momento la imagen tembló, y los píxeles titubearon, y Michelle Monaghan casi desapareció de mi vida, en una pérdida irremediable.  Demasiada mujer para tan cavernícola tecnología. 


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El consejero

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El consejero comienza con una escena de cama que parece suceder en el Cielo que nos aguarda. O que al menos aguarda a los fieles musulmanes de la yihad, con las vírgenes, y la gran orgía de las barbas y los velos, pero que nos han prohibido, ay, por haber nacido en estos pagos, a los que fuimos bautizados como católicos sin dar nuestro consentimiento. 

            Bajo unas sábanas blancas que parecen las nubes angélicas del feliz retozar, Michael Fassbender y Penélope Cruz se lamen los genitales arrancándose gemidos y promesas de amor eternas. No es, desde luego, el video amateur que alguien anónimo sube a los servidores del Youporn. Fassbender es un hombre viril y proporcionado, con pintaza de amante veterano y cumplidor. Y Penélope, como todos sabemos, es una mujer que anega los cuerpos cavernosos con sólo mirarla y verla sonreír. Quiero decir que el sexo inicial de El consejero es un softporn de muy alta calidad, muy bien rodado, casi como un HD de la misma página de Youporn, de esos que llaman Art Erótica o Passion Lovers, un clip muy estimulante que nos deja clavados en el sofá a ver si la cosa se repite. 


            Embriagado de amor, el personaje de Fassbender, que es el consejero que da título a la película, coge el primer vuelo hacia Ámsterdam para comprar un diamante que valga lo que valen esos orgasmos pletóricos. Un diamante de muchos quilates, purísimo, brillantísimo, pulido hasta la última micra detectable con el monóculo de los joyeros. Porque ella, Penélope, que lo vuelve loco en la cama, y es la envidia de los hombres en los restaurantes, se merece lo más selecto de la pedrería internacional. Pero el diamante, claro está, no lo regalan con las tapas de los yogures, y el consejero, que ejerce de chanchullero para un traficante del Río Grande, se deja enredar en un oscuro negocio para pagarse el caprichito. 

            Empieza bien, y tiene buena pinta, El consejero, pero sólo si le quitas el sonido, porque sus personajes, cuando abren la boca, pierden cualquier verosimilitud, y se convierten en recitadores de textos y prédicas que no vienen a cuento. Mientras follan, o disparan, o conducen los todoterrenos por el desierto, la cosa va bien, pero cuando hablan en las mansiones o en los aeropuertos se vuelven actores de teatro,  profesores de filosofía, curas subidos al púlpito. Parlotean como los personajes de las novelas, y el cine no es una novela. Existe una convención literaria y una convención cinematográfica, y el bueno del guionista las ha mezclado y confundido.  Los pocos diálogos que se entienden tienen sustancia, enjundia, un sentido gris de la existencia que a mí me seduce y me convence. Pero no pegan, no cuelan, están fuera de contexto. Lo del matarife recitando a Machado, o lo del joyero buscando la vida en el fondo de un diamante, da  un poco de cosa, un poco de repelús.




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