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Gracias al generoso esfuerzo de un barco corsario,
que supongo centroamericano por los subtítulos que su grumete ha colocado en la
película, con mucho chingón y mucha pinche de tu madre aderezando
las batallas, ha llegado a mi pantalla esta película de Brad Pitt y sus muchachos matando nazis desde
su tanque indestructible y afortunado.
Si los alemanes hablaron en Das
boot de la claustrofobia guerrera que se sufría en un submarino, los
americanos, que no iban a ser menos, han embutido a sus héroes de acción en un
tanque que cruza Alemania camino de Berlín, a ver quién es el primero que le
mete el cañón a Hitler por el culo. Corazones de acero tiene
un arranque prometedor, con horrores de la guerra, y éticas arrastradas por el
barro. Hay batallas de un realismo sangriento y metálico que acojonan al más
pintado de los espectadores. Pero es su propia americanidad -la misma que les
anima a producir estos grandiosos espectáculos- la que luego, a la hora de
resolver los argumentos, les apuñala por la espalda y les condena a repetirse
una y otra vez en la heroicidad tonta, en la cachaza
casi mesiánica de estos tipos musculosos nacidos en Wisconsin o en Alabama que
se quitan la guerrera, se cuelgan el cigarrillo en la boca y se ponen a
ametrallar alemanes mientras las balas del enemigo les pasan rozando el hombro. Una calamidad, y un bostezo, este remate final de Corazones
de acero, que nos deja como estábamos, con el corazón frío, y el alma
hueca, y las meninges de pedernal.
(Uno, por estar viendo gratis lo que otros, a esta misma hora, están pagando
en los cines, debería sentir el gusanillo de la conciencia hurgando en el aparato
digestivo. Pero ya hace tiempo que no siento el mordisqueo de los
remordimientos. Las películas que me gustan luego las compro en DVD, o en
Bluray, en las Grandes Estafas de los Grandes Almacenes. Mi bucanería sólo es
una estrategia de espectador, no una filosofía de vida).