Hello Ladies, la película

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Como Hello Ladies, la seriesólo la vimos cuatro frikis repartidos por el mundo, cuatro desnortados de la vida, la HBO decidió cancelarla tras su primera temporada, y le concedió, al bueno de Stephen Merchant, la posibilidad de cerrar las tramas pendientes en una TV movie, que es como el premio de consolación para el tonto de la clase. Una película tragicómica, y divertida, pero un final indigno, en cualquier caso, para una serie memorable.


         En Hello Ladies, la película, Stuart Pritchard sigue siendo el mismo clown que trata de ligar con las supermodelos de Hollywood, y sale trasquilado en cada empeño. Uno se ha reído mucho con sus infortunios románticos, pero a veces, cuando Stuart volvía a casa, y se recalentaba la cena en el microondas, y veía la televisión en el sofá solitario, a uno se le congelaba la sonrisa, porque recordaba, súbitamente, como recién devuelto a la realidad, que uno anda como él desde hace varios meses, solitario y mustio, refugiado del mundo en esta habitación. Uno, además, por esas casualidades de la vida, guarda un cierto parecido físico con el tal Stuart, también alto y con gafas, también torpe y con pinta de lelo. Quiero decir que uno se ha identificado con el personaje, y que riéndose de él se ha reído también de sí mismo. De todas las taras que asolan el cuerpo cuando una mujer atractiva se acerca para preguntar la hora o la dirección del centro comercial. 

Viendo Hello Ladies me he reído de mi lengua, que se traba, de mi ocurrencia, que se atranca, de mi gesto, que no se acomoda. Del puto plexo solar, que tiembla como un pajarillo, y del corazón, que late desbocado, y del cerebro, que se vuelve loco con las conexiones, como una telefonista inútil de los tiempos antiguos. De la neurosis, que a los hombres sin prestancia siempre nos causan las mujeres interesantes. Desde los tiempos del instituto a los tiempos de ahora, sin que ningún aplomo se haya depositado con los años. 






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El año de las luces

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No todo va a ser follar, la canción de Javier Krahe, nos hace mucha gracia a los cuarentones porque hemos aprendido, efectivamente, que en la vida no todo es follar. También hay que comprar calcetines, como decía el maestro, y regar los cuatro tiestos, e intentar cruzar Núñez de Balboa si un día paseas por Madrid. Pero eso explícaselo tú a un chico de quince años: que la vida es algo más que desear a las chicas del instituto, y hacerse pajas en el desengaño de cada día. El chaval, quizá muy parecido a Jorge Sanz, pondrá esa mirada que provoca la pudrición de la médula espinal y te dirá: “¡Amos, anda!”. El chaval sabe que también hay que hacer los deberes, y que bajar la basura al contenedor, y que aguantar a los lerdos de los profesores, pero el monotema sexual, a su tierna edad, ocupa la primera plana del periódico mental, a cuatro columnas, y el resto de la existencia viene relegada en las páginas interiores, con los deportes y las tragedias, y los cotilleos de la tele.


         El año de las luces transcurre en el año II de la Pax Franquista. Alrededor de Manolo, su protagonista adolescente, España es una ruina de escombros y venganzas. Él mismo, enfermo de tuberculosis, ha de abandonar Madrid para ingresar en un preventorio de las montañas. En las cunetas hay gente detenida y fusilada. El fascismo español celebra cada conquista del Führer como una victoria propia contra los rojos. El paisaje es gris, y el suelo huele a cadáver. Han triunfado los malos, los casposos, los más tontos de cada pueblo. Y los curas, claro, como en cualquier encrucijada de este país, cuervos que se ciernen sobre la alegría de vivir. Pero todo esto, a Manolo, se la trae al pairo. Él vive pendiente de las tetas que abultan los trajes, de las pantorrillas escuetas que dejan ver las falangistas con uniforme. Es muy escaso el estímulo, pero muy grande el deseo. Manolo, pobrecico, vive atrapado en el monotema, que es como una melodía que no puede quitarse de la cabeza.
A mí, a su edad, también me importaban muy poco la Perestroika o la reconversión industrial. Yo me apiadaba de los rusos, y de los parados nacionales, pero apenas me detenía a reflexionar sobre la gravísima realidad. Eran muchas, las muchachas, y muy palpitante, la eterna frustración.



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Hello Ladies

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Hello Ladies es una sitcom que sólo vimos el Tato y yo. El Tato, por cierto, era un torero del siglo XIX que jamás faltaba a una feria o a una corrida benéfica. De ahí viene aquello de "no vino ni el Tato", cuando nos referimos a un evento vacío de gente. Pero yo, por supuesto, no me refiero a este Tato, el torturador de toros, sino a otro tipo, contemporáneo mío, que imagino de la misma guisa por las noches, hastiado de la vida, derrumbado en su sofá, viendo las mismas ficciones que yo en una simetría que es al mismo tiempo perturbadora y reconfortante.

       Supongo que fue él, el Tato, el que vio la comedia de Stephen Merchant cuando la pasaron por Canal +, hace dos años. Alguien en la sala de mandos descubrió la verdad de tan magra audiencia y decidió desterrarla para siempre de la parrilla. Ni multidifusiones ni segundas oportunidades. Y ahora que he querido rescatarla para echar unas risas, no la tienen ni en el Yomvi, donde presumen de tenerlo todo. Hello Ladies no está editada en DVD, ni está disponible en los caladeros del pirateo. Es una serie maldita, olvidada, que he tenido que buscar en la lejana web de unos amigos argentinos, gentes de buen gusto que la tenían subtituladita y todo. Una maravilla.

         Hello Ladies cuenta la odisea sexual de Stuart Pritchard, un informático de las Islas Británicas que tiene el valor de hacer lo que yo nunca haré: dejar de amar los hologramas de las actrices guapísimas y plantarse allí, en el ojo del huracán, en el mismísimo Hollywood de las estrellas, a intentar conquistarlas con la carne y el hueso de su body, y no con escrituras románticas al otro lado del océano. Stuart es un tipo longilíneo, gafudo, de movimientos torpes y lengua traicionera. Pero es decidido, valiente, inasequible al desaliento. Da igual: en los momentos supremos del ligoteo siempre tiene un resbalón, un mal apoyo, un comentario en la boca que debería haberse pensado dos veces. Y las chicas de Hollywood, claro está, no le perdonan ni un sólo error. 

    Hello Ladies parece una comedia, y es verdad que te ríes mucho con las trapisondas, pero por debajo de la superficie late un drama de los que hacen mella en el corazón: la distancia insalvable que nos separa de las mujeres hermosas. Un abismo genético, evolutivo, que como decía el personaje de Neal en Freaks and Geeks, “es La Ley”.



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Gosford Park

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Gosford Park es una película que pone a prueba la inteligencia de los espectadores vulgares. Y yo, que soy uno de ellos, confieso que he naufragado en este mar proceloso de los cien personajes que se reúnen en la mansión a tomar el té y cazar la perdiz. Tan ocupado estaba en resolver el puzle de los parentescos putativos y las relaciones extramatrionales, que no he podido admirar los movimientos maestros de la cámara, ni las composiciones pictóricas del plano, que decían los críticos de la época. Donde otros fueron capaces de apreciar la percepción áurea de la toma y la segunda intención de los diálogos, yo, menguadico de entendederas, bastante tengo con recordar los nombres de los personajes, y trazar las líneas imaginarias que los unen con sus maridos y mujeres, amantes y sirvientes. Un lío morrocotudo que Robert Altman tampoco hace mucho esfuerzo por desenredar, la verdad, quizá porque prefiere quedarse con un puñado de espectadores exigentes, y no con una tropa de cinéfilos de tres al cuarto que no valoran sus osadías.



        Las películas como Gosford Park me causan una pequeña depresión, porque uno, aunque se sabe limitado, siente una punzada en el orgullo cuando tal limitación es puesta a prueba, y sobrepasada por las circunstancias. No es lo mismo saberse tonto que ser llamado tonto a la cara. Esta vez, sin embargo, he contado con el consuelo de mi señora madre, que anda de visita por estos pagos, y que alentada por la magnificencia de la campiña británica se ha apuntado a la sesión nocturna del sofá. 

    Cada vez que me perdía en los laberintos, yo, de reojo, escrutaba su rostro para descubrir un atisbo de inteligencia, pero sus ojos, fijos en la pantalla, brillaban con el mismo deslucimiento que los míos. Era obvio que andaba tan perdida como yo, y que seguramente, cuando yo no la miraba, me buscaba con la misma tribulación del espíritu. Me queda, pues, el consuelo de la genética. Yo no soy tonto, como decía Homer Simpson de su gordura: es el metabolismo. Un gen de más o de menos que me niega la proteína adecuada para comprender estos fárragos y otros parecidos. O eso, o que nosotros, mi madre y yo, como en el cuento de Andersen, hemos señalado al emperador desnudo.


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Les Revenants. Temporada 1

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Hablando de la imposibilidad material de seguir todas las series de interés, una amistad de gusto exquisito me recomendó Les Revenants, una producción francesa que hace dos años pasaron por el Canal + sin que yo me coscara de su brillantez. Uno vive abducido por las series del Imperio Anglosajón, que forman parte de mi educación sentimental, y le puede la pereza cuando le alaban una de Eslovenia cojonuda, o una de Macedonia imprescindible. A los culebrones europeos siempre llego con un retraso de varios años, cuando las personas inteligentes y sin prejuicios ya han escrito los adjetivos calificativos que por fin estimulan mi curiosidad. Así fue, por ejemplo, como me enamoré de Borgen, la serie danesa que nos recordó que España es un país tercermundista en lo social y cuartimundista en lo gubernativo. Una serie que tuve que rescatar en los mercadillos de segunda mano cuando en los foros informados ya se hablaba de otras novedades. En fin.

       Les Revenants es un cuento de terror gótico, sin sustos ni sanguinolencias. Una serie muy estilosa, muy francesa, que cuenta cómo los niños fallecidos en un accidente de autocar regresan años después a su pueblecito de los Alpes, redivivos en carne y hueso, como si nada hubiese sucedido. Como sucede en las paradojas temporales que predice la ley de la relatividad, para los muertos sólo ha transcurrido un día de sus vidas, confuso y extraño, pero para los vivos ha pasado una dolorosa eternidad, con vidas desechas y lloros amortizados. Los retornados no son seres angélicos que anuncian la resurrección de la carne, ni zombis descerebrados que buscan entrañas para el aperitivo. Ellos se reincorporan a su vida cotidiana como si tal cosa, mientras los familiares, incrédulos los ateos, y alborozados los cristianos, los reciben con unas caras de pasmo que los no-muertos achacan al desconcierto global de la jornada.

    Les Revenants, como puede deducirse, es una serie original y sugestiva. Se le pueden poner varios peros -muchos, en realidad- pero los productos arriesgados es lo que tienen, que a veces, en su loca búsqueda de nuestro asombro, se van dejando explicaciones en el tintero. Peccata minuta, que decían los latinos. Peccadille, me chiva el traductor de Google, que se dice en el francés vernáculo.



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Guerra Mundial Z

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Lo más terrorífico de Guerra Mundial Z no es la parte de ficción, sino el documento de realidad, que viene insertado, y que ocupa los primeros minutos del metraje. No dan miedo los zombis hiperactivos (que al fin y al cabo son actores que descoyuntan la mandíbula y hacen el grito sordo de Ignatius Farray) sino las imágenes, reales y tristísimas, que acompañan los títulos de crédito. En ellas vemos al ser humano ensuciando las aguas, arrasando las vegetaciones, exterminando las especies. Un ejército de cucarachas bípedas que lo devora todo a su paso, que crece y se multiplica siguiendo el mandato de la Biblia. En mala hora pronunció Yahvé semejante orden taxativa. Podría haber dicho “reproducíos con criterio, con responsabilidad, según el lugar y el momento”, pero prefirió dejar el versículo mondo y lirondo, sin complementos circunstanciales, ni atenuantes de ningún tipo, convirtiendo en pecado mortal cualquier desviación del chorromoco, que diría el gran Pepe Colubi.


       Hace dos siglos que vivimos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas, desde que Thomas Malthus hiciera sus cálculos y concluyera que nuestra expansión geométrica se zamparía los recursos del planeta. La ciencia nos ha echado una mano para combatir esta vorágine de seres humanos que follan como Dios manda, pero la catástrofe maltusiana es una profecía que tarde o temprano se verá cumplida. Es quizá por eso que Guerra Mundial Z, como todas las películas de catástrofes donde la espicha medio planeta, tienen algo de catarsis, de sensación de limpieza. Son películas de terror, pero en realidad son de venganza, de la Tierra contra sus ensuciadores, sus repobladores, sus especies parasitarias.



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Quiz Show

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Las películas me han enseñado casi todo lo que sé de la vida. La vida, contemplada desde dentro, es un engaño de las personas, un espejismo del paisaje, un enredo inextricable que acaba por fatigarme. Sólo desde la distancia que da el cine puedo observarla con tranquilidad y tratar de comprenderla, tranquilito en mi sofá. Incluso los misterios de la anatomía femenina -esa disposición recóndita y oblicua de las cavidades- tuve que aprenderla de chaval en una pantalla de televisión, vedado el acceso a la realidad palpable por culpa de los curas castrados, y de las chicas holográficas.



    Gracias a las películas uno aprendió sexo y geografía, historia y costumbres. La psicología retorcida y malvada de los seres humanos, también. El cine ha sido mi universidad de la vida. Y no los libros, como le pasaba al bueno de Pepe Carvalho. Puedo seguir a los pensadores y a los divulgadores mientras los leo, pero a la semana siguiente de cerrar los libros, su sabiduría es puro humo que se va por las ventanas. Veo, en cambio, las películas de los grandes cineastas, y sus enseñanzas perduran como grabadas a fuego, indestructibles con los años.

    Por la misma época en que se estrenó Quiz Show, la película de Robert Redford, yo leía a los grandes pensadores de la sospecha, a Freud, a Nietzsche, a La Rochefoucauld, tipos que nos advirtieron que los seres humanos mentían, engañaban, falseaban la realidad en su provecho. Que de buenas a primeras no podías fiarte de lo que te mostraban. Yo decía que sí, claro, porque ellos eran diáfanos en sus explicaciones, pero luego salía a la calle, o veía los concursos en la tele, y me lo creía todo como el pardillo que era, sin malicia y sin bagaje. Otros más inteligentes que yo vieron Quiz Show y escribieron: "El señor Redford nos ha contado una obviedad", pero yo, gilipollas perdido, me pegué una hostia del copón al caerme del caballo, camino de Damasco. ¡La tele era una gran mentira! El patrocinador manda y la plebe traga. Quiz Show fue una revelación que me dejó con la boca abierta.  Yo tenía veintidós años, y era un tonto de remate. 



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Vania en la calle 42

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Mi yo de hace años era un impostor de la cinefilia. Un tipo que soñaba con escribir en alguna gacetilla para luego dar el salto a publicaciones de postín, y viajar con los gastos pagados a los festivales, a conocer mujeres hermosas en las alfombras rojas europeas. (Y así, tarde o temprano, en algún marco incomparable de la geografía, cruzar mi mirada con la de Natalie Portman para que ella comprendiera, tras tanto devaneo con hombres superficiales, que yo era el príncipe azul que la había esperado durante años).

    Pero el talento... Ay, el talento... Releo, por ejemplo, la crítica que entonces le dediqué a Vania en la calle 42 y me entra una vergüenza de mí mismo que me pone la cara colorada. En ese bodrio de escritura no hay más que paparruchas, como diría el abuelo Simpson. Pero es, entre otras cosas, porque fingía. Ahora que mi yo verdadero vuelve a gobernar el castillo, puedo decir que Vania en la calle 42 es una película insufrible. Libre ya del aplauso obligatorio, de la impostura del crítico, no he sido capaz de aguantar esta cháchara existencialista sobre el amor y la muerte. Teatro filmado que aburre a las ovejas rusas del siglo XIX, y a los borregos españoles del siglo XXI. Y que salgan corriendo, los amantes de Chejov, porque no los quiero en este blog, que es un club exclusivo para gentes de gusto simplón e inteligencia moderada. Yo escribo para el plebeyo, para el palomitero, para 


         De Vania en la calle 42 sólo perdura la belleza perturbadora de Julianne Moore, que incendia la pantalla con ese cabello fueguino y esos labios de cereza, y esta sentencia muy enjundiosa del doctor Astrov, el único personaje que dice cosas con sentido porque jamás suelta la botella de vodka.

           "Para que una mujer y un hombre sean amigos tienen que pasar tres etapas: primero conocidos, después amantes, y luego ya son amigos". 








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