Prevenge

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Original, impactante, subversiva. Desquiciada. Molona. Alice Lowe, la chica de Sightseers, vuelve a la carga con una película de terror que te pintará una sonrisa macabra. Y esta vez Alice no sólo actúa y escribe, sino que además dirige la función, y con su buen hacer ha puesto una pica en Flandes para que las cineastas como ella también rueden la cuchillada que cercena cuellos, y la sangre que salpica paredes.

    Cosas así había leído uno sobre Prevenge en las revistas de cine, estimulando mi curiosidad. Pero eso fue antes del verano, de la canícula insufrible, cuando uno estaba atento a las novedades y a las cinefilias. Luego, durante dos meses, he tenido un huevo frito por cerebro, y un helado fundido por esqueleto, y la voluntad ha estado de vacaciones en otros asuntos. Hasta que ayer, en un barrido casual por los canales, me encontré con la cara desquiciada de Alice Lowe pintarrajeada para la fiesta de disfraces, y para la matanza de maromos, y de pronto recordé que el curso ya estaba ahí, a la vuelta de la esquina, y que con él regresaban las obligaciones laborales, y las horarias, y las películas aplazadas.



    Leo en IMDB que Alice Lowe escribió su guión en tres días y medio, y que lo puso en imágenes en apenas once, y no necesito leerlo dos veces para convencerme plenamente de ello. Porque lo que se ve en pantalla es una historia muy simple, apenas una anécdota: una mujer embarazada que está como una puta cabra y que cree oír voces de su bebé que la animan a asesinar a todo el que la mira mal, o la trata con desprecio, o no la contrata para trabajar donde ella quiere. Primero vemos un crimen, y luego otro, y más allá el tercero, y aquí no existe un hilo conductor como el que llevaba a Uma Thurman a vengarse de Bill, o a Arya Stark a cepillarse a los asesinos de su padre. Los crímenes de Alice son aleatorios, grotescos, y uno asiste a ellos intrigado -y asqueado- pero sin entender una mierda de la cuestión. 

  Alice podría haber sido una vengadora de machistas asquerosos, o de petardas insufribles, y Prevenge hubiera tenido, en tal caso, su gracia y su moraleja. Su mensaje social. Sólo a partir del quinto o sexto asesinato sus instintos homicidas se encaminan a vengar la muerte de su marido, que murió en una cordada de alpinistas sobre el acantilado. Pobrecitos, sus infortunados compañeros de excursión. Alice será tan implacable con ellos como el carnicero con sus corderitos. Lástima que uno, a esas alturas de la película, ya esté más pendiente de la cama que de la resolución. Con un pie y medio en los territorios sin sangre de Morfeo.



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Vete de mí

🌟🌟🌟🌟

A las amistades las escogemos dentro del contexto que nos toca vivir: el patio del colegio, el lugar de trabajo o el bar de la esquina. Son, en cierto modo -porque también nos guía nuestra afinidad, y nuestro carácter- personas casuales, sustituibles si vienen mal dadas o si una mudanza nos separa. 

    La familia, en cambio, nos viene dada para siempre. Es obligatoria y eterna, hasta que la muerte nos separe. La familia no viene escrita a lapicero, sino cincelada en piedra como un mandamiento caído en el desierto, aunque uno viva en Melbourne y el otro en Ripollet. La lejanía, o el rencor, o la indiferencia, no te salvan de saber que en el mundo hay familiares que se parecen a ti. Que son como tú, en un porcentaje variable de sangre común. Los amigos, después de todo, son hijos de su padre y de su madre, y allá cada cual con lo suyo. Pero un familiar es el portador de nuestras reliquias más o menos presentables: un rasgo, un gesto, una manía, algo que nos recuerda que por esas venas también navega un barco con nuestro nombre repintado.

    Si el padre mira al hijo, o el hijo mira al padre, y se produce la aceptación resignada de esa similitud, la relación pude llegar a buen puerto. Pero si sucede, como en Vete de mí, que padre e hijo se miran y no se aceptan, y el primero ve en su hijo al fracasado que no despega en la vida, y el segundo ve en su padre al carca que no se atiende a razones, las puyas saldrán de las bocas como puñales que se clavan en lo más íntimo, envenenadas en el alcohol de la noche madrileña, de los bares y los prostíbulos. Juan Diego y Juan Diego Jr. no soportan mirarse en el espejo porque se reconocen a sí mismos imperfectos, y desgraciados, y prefieren echarse culpas que en realidad ninguno tiene. Cada uno es como es, y viene condenado por los genes.

    Hasta que llega la madrugada, y la resaca, y el cansancio de la brega dialéctica, y tomando como ejemplo a la Dama y el Vagabundo, Juan y Juan Diego firmarán la paz y la reconciliación compartiendo unos espaguetis sacados del frigorífico. Dos tipos lamentables que se abalanzan en silencio sobre el mismo plato, maleducados y ojerosos, reconociendo en silencio que lo que Dios ha unido jamás podrá separarlo el hombre.


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Alien, el octavo pasajero

🌟🌟🌟🌟🌟

Alien sigue el esquema clásico de las películas de terror: un bicho aberrante se carga a varios seres humanos desprevenidos, y luego, ya en luchas épicas que serán el bloque jugoso de la película, se enfrentará a todos los que bien armados -con la Biblia, o con el lanzallamas- se interpondrán en su camino. La fórmula es veterana, y universal, y en el fondo poco importa que el monstruo sea Drácula, el Anticristo de La Profecía o el tiburón blanco de Steven Spielberg. O el xenomorfo de Ridley Scott.

    Alien se podría haber quedado en una película de corte clásico, bien hecha, con sus sustos morrocotudos y su heroína victoriosa que fue un hito feminista del momento. Y sus ordenadores de antigualla, claro, que siempre son de mucho reír en las películas de hace años, incapaces de anticipar la era de internet y del WhatsApp que avisa que algo no va bien en el planeta pantanoso. Pero Alien, de algún modo, trascendió. Se convirtió en una franquicia, y en una referencia. En un meme que recorre la cultura popular y las barras de los bares.

    Al éxito de la película contribuyó, sin duda, el diseño anatómico del bicho, desde su fase larvaria -pegado al casco de John Hurt- hasta convertirse en el primo de Zumosol con más mala hostia de los contornos estelares. Pero hay algo más en Alien que el diseño espectacular o que el guion milimetrado. Es su... atmósfera. Malsana e irrespirable. La presencia del Mal, diríase, y eso que yo descreo de tales doctrinas maniqueístas. Pero en la oscuridad de los cines, como en la oscuridad de las iglesias, uno se abandona a cualquier filosofía que quieran proponerle, y se finge crédulo, y abierto a nuevas visiones, y en algunos momentos de Alien llego a sentir ese escalofrío teológico, ese aliento apestoso en el cogote. Ese imposible metafísico tan ajeno como el Bien: el Mal. Algo que sólo he sentido en contadas ocasiones: en El exorcista, en La semilla del diablo, en El resplandor

Aquí, en Alien, el Mal no sea un ente fantasmagórico, ni etéreo, sino salgo puramente biológico, tangible, y quizá por eso mucho más terrorífico. El xenomorfo es Jack Torrance armado con una dentadura asesina. 




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Después de nosotros

🌟🌟🌟

Quién puso más, los dos se echan en cara,
quién puso más, que incline la balanza,
quién puso más calor, ternura, comprensión,
quién puso más, quién puso más amor.

    Así reza el estribillo de Quién puso más, la canción de Víctor Manuel sobre la pareja que se desangra entre reproches de amor. Después de nosotros, la película, prescinde de este duelo porque su pareja terminal se nos presenta ya desangrada, como las reses en la carnicería, y en ese aspecto todo parece claro entre los dos (aunque él, Boris, en las apreturas del deseo, todavía sueñe con una reconciliación que en verdad ya no tiene ninguna posibilidad).

    El verdadero conflicto entre Boris y Marie es puramente económico; material -o materialista-  y el título original de la película, L'économie du couple, es bastante preciso al respecto. Boris, que es un contratista en paro con deudas que saldar, no tiene más remedio que guarecerse bajo el techo de su futura ex-mujer, que al parecer es una profesional de éxito que siempre ha sido el sostén de la familia. Mientras Boris no gane el dinero necesario para emanciparse, han llegado al acuerdo de seguir compartiendo la vivienda. Pero el roce, la tensión, el desencuentro, son, a la larga, inevitables. ­­­­­­­­­­Con tintes, incluso, de pequeña lucha de clases entre el argelino-francés que no termina de prosperar y la rica oriunda que da continuidad a una estirpe de kulaks.


    El hogar que antaño fue nido de amor se ha convertido en una celda para dos recursos que no se soportan. Dos presidiarios bajo el mismo techo que además han de entenderse en el día a día de sus dos hijas en común: tú tienes razón los lunes, los miércoles y los viernes; yo el resto de los días. Y los domingos, discutimos a grito pelado.

    Cindy Lauper, que nació tan lejos de la Asturias de Víctor Manuel, también cantaba aquello de que...

It's all in the past now,
money changes everything




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La versión Browning

🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un profesor muy parecido al Crooker-Harris de La versión Browning. No enseñaba griego, ni literatura clásica, sino matemáticas del bachillerato. Todo aquel galimatías alfanumérico que la mayoría hemos olvidado por completo, pero que tal vez nos ayudó a estructurar el pensamiento, a asfaltar carreteras en el cerebro. Los alumnos de Crooker-Harris, en la película, sospechan que la gramática griega o la venganza de Clitemnestra también van a evaporarse de su recuerdo, así que asisten a las clases con la desidia improductiva de quien sólo está allí por obligación, para ir cumpliendo el expediente académico. No tienen mucha esperanza en que tales rollos alimenten algún tipo de madurez o entendimiento en el futuro.

    Crooker-Harris, en algún momento de su vocación vigorosa, tal vez fue un profesor entusiasta que se creía capaz de transmitir su pasión por los clásicos. Pero tal propósito, y tal actitud, si alguna vez existieron, hace ya tiempo que se fueron por la cloaca de la rutina. En su lugar ha quedado una actitud hosca, casi hostil, de profesor hueso que señala los errores con saña y deja pasar los aciertos sin apenas desgastar los adjetivos. Los alumnos le temen, pero en el fondo le desprecian, y a él, por su parte, hace ya mucho tiempo que sus alumnos se la refanfinflan. Hasta que aparece este chaval, Taplow, que de algún modo inexplicable lo admira, y ve en él lo que los demás ya ni buscan, y un buen día le regala la versión Browning del Agamenón de Esquilo, y el profesor hijoputa, el Hitler de las aulas, el apodado vasija por aquello de los griegos, se deshace en lágrimas como un chiquillo, y se le cae la máscara al suelo, y en su lugar queda el profesor desolado, arrepentido de su proceder, amargado de su carrera ya sin solución.

    Nuestro Crooker-Harris del colegio Marista también era un tipo hiriente, a veces ofensivo, parco en alabanzas y generoso en ofensas. Estricto, exigente, implacable. Un tipo esculpido en metal, robótico, con cables en lugar de las venas. Nos daba miedo de verdad. Pero un día, al final del curso, con la asignatura ya cumplimentada y las calificaciones ya decididas, sin que nadie le regalara la versión Browning de algún tratado matemático,  nuestro Crooker-Harris nos llevó a la sala de audiovisuales para enseñarnos cuál era su pasión verdadera: no el álgebra, ni la aritmética, ni la tortura infantil, sino el rock americano de los años 50 y 60: Elvis Presley, y B.B. King, y Jerry Lee Lewis. Nos puso varios discos, nos animó a seguir la música, nos dio nociones básicas sobre el nacimiento del rock and roll... Y sonrió. Era su modo -indirecto, timorato- de pedir perdón por un curso entero de puteo sistemático. Tal vez la confesión de una carencia, de un carácter incorregible. Una manera de reconocer su mala pedagogía.





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Comanchería

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El título original de la película es Hell or high water, que es una frase hecha que viene a decir: "Haz lo que tengas que hacer, no importan las circunstancias". Y eso es, justamente, lo que hacen los hermanos Howard en la película: cumplir con su deber, que en su caso es atracar bancos de medio pelo en los villorrios polvorientos de Texas. No para enriquecerse, ni para buscar el placer del puro delinquir. Simplemente para saldar las deudas que mantienen con su propio banco -curiosa ironía- y romper el círculo eterno de los infortunados de la tierra. 

    Del mismo modo, los rangers de Texas que los persiguen también cumplen puntillosamente con su deber, y en este esquema tan simple de policías y ladrones se desarrolla esta película que no necesita viajar al siglo XIX para ser un western en toda regla, uno muy entretenido, y muy crepuscular.

    Como la expresión del título no se iba a entender por estas tierras, los distribuidores han rebautizado la película como Comanchería, porque la acción transcurre en el territorio comanche que se extendía entre las llanuras de Texas y Oklahoma. Y porque ellos mismos, los hermanos Howard, aunque son anglosajones de ojos azules, y descienden del hombre blanco que usurpara las praderas, se consideran herederos de la rebeldía cimarrona. Los Howard también son hombres acorralados que luchan por su tribu y por su hacienda, solo que en vez de montar a caballo y disparar el rifle Winchester a horcajadas, han decidido proclamar su comanchería cabalgando autos robados y disparando armas de fuego sofisticadas. 

    Si los indios fueron arrinconados por sus antepasados, ahora son ellos -quizá en justo y demorado castigo- los que son exterminados por el sistema financiero. Un enemigo terrible, pero incruento, que ya no necesita al Séptimo de Caballería para imponer su ley y su presencia. Simplemente instalan una oficina, esperan con paciencia la ruina o la desesperación de las gentes, y se apropian de los terrenos sin más armas que un préstamo abusivo y un bolígrafo para firmarlo.   



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Breaking Bad. Temporada 2

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La deriva hacia el mal de Walter White -que acarrea la destrucción de su matrimonio, la desdicha de Jesse Pinkman, y la locura homicida que se lleva por delante a varios personajes- no se hubiera producido si en Estados Unidos existiera una Seguridad Social que sufragara operaciones tan costosas como la suya. Si Walter White hubiera vivido en Albuquerque provincia de Badajoz, y no en el otro Albuquerque, estado de Nuevo México, nos hubiéramos quedado sin esta serie modélica, y sin Better Call Saul, además, que vino antes, o después, según se mire. En el Albuquerque original, cuna de quienes pusieron nombre a la ciudad en el desierto, no habrá tantos adelantos de la vida moderna, pero al menos, allí, ponerse enfermo de gravedad no implica necesariamente cargarse de facturas, de hipotecas, de apreturas.



    El primer delito de Walter White obedece a la necesidad de dejar un dinero a su familia para cuando él ya no esté. Varios fajos de dólares que paguen la manutención de los hijos y sus futuros estudios universitarios. Y que cubra, además, las necesidades de su esposa Skyler hasta que pueda valerse por sí misma con un empleo, o conozca a otro hombre que llene el vacío de su vida. En un momento dado de la segunda temporada, Walter decide dar por concluida su carrera delictiva. Ya tiene el dinero que necesitaba para pagar la radioterapia y la quimioterapia, y los peligros de distribuir la metanfetamina en la ciudad casi acaban con su vida. La serie se habría terminado ahí de no ser porque su cáncer remite contra todo pronóstico, y permite ser extirpado junto a un buen trozo de pulmón. Pero la operación, ay, cuesta muchos miles de dólares, decenas de miles, y el seguro médico de un simple profesor de bachillerato no puede cubrirlo en absoluto. Así que Walter volverá a la cocina impoluta de sus matraces y sus alambiques, y emprenderá un camino criminal que ya no tendrá vuelta atrás. Para su desgracia, sí, pero también para nuestro regocijo de espectadores.


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Vivir de noche

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Vivir de noche ha pasado en mal momento por mi cinefilia. Así que todo lo que escriba sobre ella será injusto, o parcial, o contaminado por las circunstancias. Mientras Ben Affleck le dedicaba un homenaje al cine gangsteril de la Ley Seca, uno, la verdad, estaba a otras cosas, ocupado en cien pensamientos espinosos, en cien cábalas que no terminan de resolverse. Mis ojos veían, y mi cerebro procesaba, pero el plexo solar estaba ardiendo, incandescente, y de él brotaban olas de calor y náusea que lo volvían todo como irreal: la película, y mi salón, y yo mismo, reflejado en la pantalla, viendo la enésima película mientras la realidad, mi vida verdadera, que es esa cosa disonante e inaprensible que transcurre a mis espaldas, se va por la cloaca haciendo un ruido como de mierda que borbotea,

    De todos modos, entre las brumas de mi pesar, intuyo que Vivir de noche es una película demasiado larga, demasiado pretenciosa. Aburrida, en una palabra. Porque después de ella, incapaz de conciliar el sueño, con el plexo solar a punto de volverse úlcera sangrante, he puesto dos episodios de Breaking Bad y he notado ese alivio sedante que procuran las ficciones bien hechas. El dolor no desaparece con ellas, pero se queda como un ruido de fondo, como el runrún del frigorífico, o del tráfico ensordecido. Y uno, en el despiste del dolor, puede aprovechar para coger la postura y echarse un rato a dormir.



    Ben Affleck es un actor que participa en muchas basuras para ganarse el jornal. Pero luego, cuando se pone tras la cámara, deja ver que es un tipo enamorado del cine, del cine clásico además, aunque quiera remedarlo y no pueda. A su personaje de Vivir de noche, Joe Coughlin, le pasan muchas cosas propias de los gángsters -la mujer fatal, el tráfico de alcohol, la regencia del casino, la pérdida de un colega, la traición de un amigo, el polvo del siglo, el tiro que casi lo mata, el duelo a muerte con las metralletas Thompson- pero todo está como puesto en pegotes, sin progresión dramática. Cada escena por sí sola tiene su enjundia, y su buena factura, y hasta su punto de maestría, pero la película viene de ningún sitio y se encamina entre amoríos y disparos hacia ningún lugar. Como mi vida, ya ves tú, qué casualidad. 
    




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